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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (22 page)

BOOK: El peor remedio
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—«…precisa transporte oficial, el interesado deberá…» ¿Qué ocurre,
signorina
? —Patta interrumpió el dictado al ver que ella lo miraba, confusa.

—Quizá fuera preferible decir «la persona interesada», señor —sugirió—. Para no dar impresión de prejuicio sexista, como si sólo los hombres pudieran tener autoridad para utilizar lanchas. —Aquí bajó la cabeza y volvió la página del bloc.

—Claro, claro, si usted lo cree así —convino Patta, y prosiguió—: «… la persona interesada deberá rellenar los formularios pertinentes y solicitar el visto bueno de la autoridad correspondiente.» —Toda su actitud cambió y su gesto se hizo menos imperioso, como si hubiera ordenado a su mandíbula que dejara de emular a la de Mussolini—. ¿Tendrá la bondad de comprobar quiénes tienen que autorizarlo y agregar los nombres?

—Sí, señor —dijo ella, escribiendo varios signos más. Levantó la mirada y sonrió—. ¿Eso es todo?

—Sí, sí —dijo Patta, y Brunetti vio que se inclinaba hacia adelante mientras ella se levantaba, como para ayudarla a ponerse en pie.

En la puerta, ella se volvió y sonrió a los dos hombres.

—Lo tendrá mañana a primera hora.

—¿Antes no? —preguntó Patta.

—No, señor, lo siento. Tengo que calcular el presupuesto de gastos de la oficina para el mes que viene. —Había en su sonrisa tanto pesar como severidad.

—Está bien.

Sin otra palabra, ella salió del despacho cerrando la puerta.

—¿Cómo está el caso Mitri, Brunetti? —preguntó Patta sin preámbulos.

—Hoy he hablado con el cuñado —empezó Brunetti, curioso por ver si Patta ya se había enterado. Su gesto vacuo indicaba que no era así, y el comisario prosiguió—: También he descubierto que durante los últimos años ha habido otros tres asesinatos en los que se utilizó lo que podría ser un cable forrado de plástico, quizá un cable eléctrico. Y, al parecer, todas las víctimas fueron atacadas por la espalda, lo mismo que Mitri.

—¿Qué clase de asesinatos? —preguntó Patta—. ¿Como éste?

—No, señor. Al parecer se trataba de ejecuciones, probablemente, de la Mafia.

—Entonces no pueden tener nada que ver con esto —dijo Patta descartando de entrada la posibilidad—. Esto es obra de un loco, un fanático empujado al asesinato por… —Aquí Patta o bien perdió el hilo del argumento o bien recordó con quién estaba hablando, porque calló bruscamente.

—Me gustaría investigar la posibilidad de que exista una relación entre los asesinatos —dijo Brunetti, como si Patta no hubiera hablado.

—¿Dónde se cometieron?

—Uno en Palermo, uno en Reggio Calabria y el último en Padua.

—Ah. —Patta suspiró audiblemente. Al cabo de un momento explicó—: Si existiera una relación, probablemente, el caso no sería nuestro, ¿no le parece? ¿No debería ser la policía de esas ciudades la que investigara también nuestro caso, como parte de una serie?

—Es posible. —Brunetti no se molestó en señalar que, según este razonamiento, también podía ser la policía de Venecia la que investigara los otros crímenes de la serie.

—Bien, pues informe a todos ellos de lo ocurrido y téngame al corriente de las respuestas.

Brunetti tuvo que reconocer el ingenio de la solución. La investigación del crimen era subcontratada, endosada a la policía de aquellas otras ciudades. Patta había hecho lo oficialmente correcto, lo burocráticamente ortodoxo: pasarlo a la mesa de al lado, con lo que había cumplido con su deber o, lo que era más importante, parecería haberlo cumplido, en el caso de que un día se cuestionara su decisión. Brunetti se puso en pie.

—Sí, señor. Inmediatamente me pondré en contacto con ellos.

Patta inclinó la cabeza en cortés gesto de despedida. Era insólito que Brunetti, un hombre tan terco y difícil, se aviniera a razones tan pronto.

Capítulo 21

Al salir del despacho de Patta, Brunetti encontró a la
signorina
Elettra poniéndose la chaqueta. Encima de la mesa tenía el bolso y una bolsa de compras y, a su lado, el abrigo.

—¿Y el presupuesto? —preguntó Brunetti.

—Bah —dijo ella, lo que sonó como un resoplido de regocijo—. Es igual todos los meses. Tardo cinco minutos en imprimirlo. No hay más que cambiar el nombre del mes.

—¿Y nadie pone reparos? —preguntó Brunetti, pensando en lo que debían de gastar sólo en flores frescas.

—El
vicequestore
los puso una vez, hace tiempo —dijo ella alargando la mano hacia el abrigo.

Brunetti lo tomó y se lo sostuvo mientras ella se lo ponía. Ninguno de los dos consideró oportuno señalar que la oficina en la que ella trabajaba estaría abierta tres horas más.

—¿Qué dijo?

—Quería saber por qué todos los meses gastábamos más en flores que en material de oficina.

—¿Y usted qué le contestó?

—Pedí disculpas y le dije que debía de haber confundido las partidas y que no volvería a ocurrir. —Tomó el bolso y se lo colgó del hombro por la larga correa.

—¿Y? —no pudo menos que preguntar Brunetti.

—No ha vuelto a ocurrir. Es lo primero que hago al pasar el informe del mes, cambiar las sumas correspondientes a flores y material de oficina. —Así está mucho más tranquilo—. Agarró la bolsa, Bottega Véneta, observó él y fue hacia la puerta.


Signorina
—empezó Brunetti, un poco violento por tener que reclamar—, ¿y esos nombres?

—Por la mañana, comisario. Me estoy ocupando de ello. —Al decirlo, señalaba el ordenador con la barbilla mientras sujetaba la bolsa con una mano y con la otra apartaba un mechón de pelo.

—Si está apagado —dijo Brunetti.

Ella cerró los ojos una mínima fracción de segundo, pero él lo advirtió.

—Créame, comisario. Por la mañana. —Él no se conformó de inmediato, y ella agregó—: Recuerde: yo soy sus ojos y su nariz, todo lo que pueda haber estará aquí mañana a primera hora.

Aunque la puerta del despacho estaba abierta, Brunetti se situó a su lado, como para proteger su salida.


Arrivederci, signorina. E grazie.

Ella sonrió y se fue.

Brunetti se quedó de pie al lado de la puerta, preguntándose qué podría hacer con el resto de la tarde. Como no tenía la audacia de la
signorina
Elettra, volvió a subir a su despacho. Encima de la mesa encontró una nota que decía que el conde Orazio Falier deseaba hablar con él.

—Soy Guido —dijo cuando el conde contestó al teléfono dando su nombre.

—Me alegro de que llames. ¿Podemos hablar?

—¿De Paola? —preguntó Brunetti.

—No; de ese otro asunto que me pediste que investigara. He hablado con una persona con la que hago bastantes operaciones bancarias. Dice que en una de las cuentas de Mitri en el extranjero entraban y salían hasta hace un año fuertes cantidades de efectivo. —Antes de que Brunetti preguntara, el conde dijo—: Habló de un total de cinco millones de francos:

—¿Francos? —inquirió Brunetti—. ¿Suizos?

—No iban a ser franceses —dijo el conde en un tono que relegaba el franco francés al nivel del lat lituano.

Brunetti se guardó de preguntar a su suegro dónde y cómo había conseguido esta información, pero era lo bastante inteligente como para confiar plenamente en ella.

—¿Es la única cuenta?

—La única de la que tengo referencias —respondió el conde—. Pero he preguntado a varias personas más y quizá tenga algo que decirte dentro de un par de días.

—¿Te dijo de dónde procedía el dinero?

—Dijo que los ingresos procedían de varios países. Aguarda un momento, los tenía anotados por aquí. —Su suegro dejó el teléfono en la mesa y Brunetti atrajo hacia sí un trozo de papel. Oyó pasos que se iban y volvían—. Aquí está —volvió a sonar la voz del conde—: Nigeria, Egipto, Kenia, Bangladesh, Sri Lanka y Costa de Marfil. —Hizo una larga pausa y dijo—: He tratado de asociarlo con distintas cosas: droga, armas, mujeres. Pero siempre hay algo que no encaja.

—En primer lugar, son países muy pobres —reflexionó Brunetti.

—Exactamente. Pero de ahí venía el dinero. Había otras sumas, mucho más pequeñas, de países europeos y algunas de Brasil, pero la mayor parte procedía de esos países en la divisa local, luego una parte se enviaba allí, pero en dólares, siempre en dólares.

—¿A esos mismos países?

—Sí.

—¿Qué cantidades se devolvían?

—No lo sé. —Sin dar tiempo a Brunetti a insistir, el conde dijo—: Es toda la información que ese hombre estaba dispuesto a darme. Es todo lo que me debía.

Brunetti comprendió. No habría más; de nada serviría insistir.

—Gracias —dijo.

—¿Qué crees que significa?

—No sé. Tendré que pensarlo. —Entonces decidió pedir al conde otro favor—. Además, tengo que encontrar a una persona.

—¿A quién?

—Un tal Palmieri, un asesino a sueldo, o algo que se le parece mucho.

—¿Qué tiene que ver con Paola? —preguntó el conde.

—Podría tener que ver con el asesinato de Mitri.

—¿Palmieri?

—Sí. Ruggiero. Creo que es de Portogruaro. Pero lo último que sé de él lo sitúa en Padua. ¿Por qué?

—Yo conozco a mucha gente, Guido. Veré lo que puedo averiguar.

Durante un momento, Brunetti se sintió tentado de pedir al conde que tuviera cuidado, pero nadie llega a donde había llegado él sin hacer de la prudencia un hábito.

—Ayer hablé con Paola —dijo Falier—. Parece estar bien.

—Sí. —Brunetti, consciente de pronto de lo mezquinas que parecían sus palabras, dijo—: Si lo que empiezo a sospechar es verdad, ella no habrá tenido nada que ver con la muerte de Mitri.

—Claro que no ha tenido nada que ver —fue la respuesta inmediata—. Aquella noche estaba contigo.

Brunetti reprimió su primera reacción y respondió serenamente.

—Me refiero en el sentido que le daría ella, no como lo entenderíamos nosotros: el de que su acto indujo a alguien a cometer el asesinato.

—Aunque así fuera… —empezó el conde, pero entonces, bruscamente, desistió de argumentar sobre el caso hipotético y dijo en su tono de voz normal—: Yo en tu lugar trataría de averiguar qué asuntos tenía él con todos esos países.

—Así lo haré. —Y Brunetti, con una cortés despedida, colgó el teléfono.

Kenia, Egipto y Sri Lanka sufrían estallidos de violencia, pero nada que hubiera leído Brunetti hacía pensar que existiera una causa común, ya que cada grupo parecía tener objetivos totalmente distintos. ¿Materias primas? Brunetti no sabía sobre aquellos países lo suficiente como para adivinar qué podían poseer que necesitara el voraz Occidente.

Miró el reloj y vio que eran más de las seis, hora en que todo un comisario, en especial un comisario que estaba todavía en situación de baja administrativa, podía irse a su casa.

Por el camino seguía dando vueltas al caso y hubo un momento en que hasta se paró y sacó del bolsillo la lista de países para volver a leerla. Entró en Antico Dolo y pidió una copa de vino y una ración de sepia que, absorto como estaba, apenas saboreó.

Antes de las siete, llegaba a un hogar vacío. Entró en el estudio de Paola, sacó el atlas y se sentó en el raído sofá con el libro abierto en las rodillas, contemplando los mapas multicolores de las distintas regiones. Se hundió un poco más en el sofá y apoyó la cabeza en el respaldo.

Así lo encontró Paola media hora después, profundamente dormido. Lo llamó una vez, y luego otra, pero no se despertó hasta que ella se sentó a su lado.

Dormir de día siempre lo atontaba y le dejaba un extraño sabor de boca.

—¿Qué haces con eso? —preguntó ella dándole un beso en la oreja y señalando el libro.

—Sri Lanka. Y aquí Bangladesh, Egipto, Kenia, Costa de Marfil y Nigeria —dijo él volviendo las páginas lentamente.

—A ver si lo adivino: ¿el itinerario de nuestro segundo viaje de luna de miel por las grandes capitales de la pobreza? —sonrió ella. Y, al verle sonreír a su vez, prosiguió—: ¿Y yo seré la dama espléndida que arrojará puñados de monedas a la población local mientras visitamos los monumentos?

—Es interesante —dijo Brunetti cerrando el libro pero conservándolo sobre las rodillas—. Que también tú, de entrada, hayas pensado en la pobreza.

—En la mayoría de esos países es la característica principal, además de los disturbios. —Hizo una pausa y añadió—: Y el Imodium barato.

—¿Cómo?

—¿Recuerdas cuando estábamos en Egipto y tuvimos que comprar Imodium?

Brunetti recordó el viaje que habían hecho a Egipto diez años atrás, durante el cual los dos habían sufrido fuerte diarrea y subsistido durante días a base de yogur, arroz e Imodium.

—Sí —contestó él, aunque no recordaba este detalle.

—Sin receta, sin preguntas y barato, barato, barato. De haber llevado una lista de todas las cosas que toman mis amistades neuróticas, hubiera podido hacer mis compras de Navidad para cinco años. —Al observar que él no seguía la broma, ella miró otra vez el atlas—. Pero, ¿por qué te interesan esos países?

—Mitri recibía dinero de ellos, fuertes sumas. O sus empresas. No sé quién era el beneficiario, porque todo iba a Suiza.

—¿No es donde acaba siempre el dinero? —preguntó ella con un suspiro de cansancio.

Él ahuyentó el pensamiento de aquellos países y puso el atlas a su lado en el sofá.

—¿Dónde están los chicos? —preguntó.

—Hoy cenan con mis padres.

—¿Quieres que salgamos?

—¿Estás dispuesto a sacarme otra vez, a dejar que te vean conmigo? —preguntó ella con ligereza.

Brunetti, que no estaba seguro de hasta dónde bromeaba, respondió escuetamente:

—Sí.

—¿Adónde?

—Donde tú quieras.

Ella se recostó a su lado, estirando las piernas junto a las de él.

—Lejos no. ¿Una pizza en el Due Colonne?

—¿A qué hora vuelven los niños? —preguntó él poniendo su mano sobre la de ella.

—No será antes de las diez —respondió ella mirando su reloj.

—Bien —dijo Brunetti llevándose a los labios la mano de su mujer.

Capítulo 22

Ni aquel día ni al siguiente averiguó Brunetti algo acerca de Palmieri. En
Il Gazzettino
apareció un artículo en el que se señalaba que no se había adelantado nada en el caso Mitri, pero no se mencionaba a Paola, de lo que Brunetti dedujo que su suegro, efectivamente, habría hablado con sus conocidos. La prensa nacional también callaba. Al poco, once personas morían abrasadas en la cámara de oxígeno de un hospital de Milán, y el asesinato de Mitri cayó de las páginas de la prensa, desplazado por las denuncias contra todo el sistema sanitario italiano.

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