—¿Podemos empezar a registrar la casa?
—No hasta que llegue el equipo, diría yo.
Brunetti asintió. En realidad, no importaba esperar. Tenían toda la noche. Sólo quería que llegaran cuanto antes para que se llevaran el cadáver. Evitaba mirarlo, pero a medida que pasaba el tiempo y los jóvenes dejaban de comentar el episodio, más difícil le resultaba. Brunetti acababa de acercarse a la ventana cuando oyó pasos en el corredor y al volverse vio entrar en el apartamento a los personajes familiares: técnicos, fotógrafos, los funcionarios de la muerte violenta.
Se volvió otra vez hacia la ventana y miró los coches aparcados y los pocos que a aquella hora aún circulaban. Le hubiera gustado llamar a Paola, pero ella lo creía descansando en la cama de algún pequeño hotel, y desistió. No se movió al percibir los repetidos fogonazos del flash, ni al oír la llegada del que debía de ser el
medico legale.
Ninguna novedad.
Brunetti no se apartó de la ventana hasta oír los gruñidos de los dos camilleros de chaqueta blanca y el golpe de una de las empuñaduras de la camilla en el marco de la puerta. Entonces se acercó a Bonino que estaba hablando con Della Corte y preguntó:
—¿Podemos empezar?
El otro asintió.
—Por supuesto. Lo único que el muerto llevaba encima era un billetero. Con más de doce millones de liras, en los nuevos billetes de quinientas mil. —Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, agregó—: Lo he enviado al laboratorio, para que saquen las huellas.
—Bien —dijo Brunetti y, mirando a Della Corte—: ¿Empezamos por el dormitorio?
Della Corte asintió y juntos entraron en la otra habitación, dejando que la policía local se encargara del resto del apartamento.
Nunca habían registrado juntos una habitación, pero como por tácito acuerdo, Della Corte fue al armario y empezó a palpar los bolsillos de los pantalones y las chaquetas.
Brunetti se dedicó a la cómoda, sin molestarse en usar guantes de plástico, al ver que todas las superficies ya habían sido espolvoreadas por los técnicos en huellas. Al abrir el primer cajón, lo sorprendió ver las cosas de Palmieri tan bien dobladas, y se preguntó por qué habría supuesto que un asesino tenía que ser desordenado. La ropa interior estaba dispuesta en dos pulcros montoncitos y los calcetines, recogidos y, le pareció, clasificados según el color.
El siguiente cajón contenía jerseys y sudaderas. El de abajo de todo estaba vacío. Lo cerró con la punta del pie y miró a Della Corte. Había poca ropa en el armario: un anorak de pluma, chaquetas y unos pantalones en una bolsa transparente de tintorería.
Encima del tocador había una caja de madera tallada que el técnico había dejado cerrada. Cuando Brunetti la abrió se levantó una nubecilla de polvo gris. En su interior encontró un montón de papeles que sacó y puso encima del mueble.
Fue leyéndolos despacio y dejándolos a un lado, uno a uno. Había facturas de electricidad y de gas, a nombre de Michele de Luca, pero ninguna de teléfono, y el móvil que estaba al lado de la caja explicaba esta falta.
En el fondo encontró un sobre dirigido a R. P. con la parte superior, por donde se había rasgado cuidadosamente, un poco grisácea, de tan sobada. Dentro, fechado cinco años atrás, había un papel azul celeste, con unas líneas escritas con esmerada caligrafía. «Mañana, a las ocho, en el restaurante. Hasta entonces, los latidos de mi corazón me dirán lo despacio que pasan los minutos.» Estaba firmado con la inicial M. ¿Maria?, se preguntó Brunetti. ¿Mariella? ¿Monica?
Dobló la carta, volvió a guardarla en el sobre y la puso encima de las facturas. En la caja no había nada más.
Miró a Della Corte.
—¿Has encontrado algo?
El otro se volvió y levantó la mano con un juego de llaves.
—Sólo esto —dijo—. Dos son de coche.
—¿O de camión? —sugirió Brunetti.
Della Corte asintió.
—Vamos a ver qué hay aparcado ahí fuera —propuso.
La sala estaba vacía, pero Brunetti vio a dos hombres en el ángulo que ocupaba la cocina, donde tanto el frigorífico como los armarios estaban abiertos. Del cuarto de baño salía luz y ruido, pero Brunetti dudaba que allí encontraran algo.
Él y Della Corte bajaron al aparcamiento. Al mirar atrás, observaron que en el edificio había muchas luces encendidas. Se abrió una ventana del apartamento de encima del de Palmieri y una voz gritó:
—¿Qué ocurre?
—Policía —respondió Della Corte—. No pasa nada.
Brunetti se preguntó si el hombre de la ventana preguntaría algo más, si pediría una explicación por los disparos, pero una vez más se evidenció el temor de los italianos a la autoridad, y el vecino se retiró y cerró la ventana.
Había siete vehículos aparcados detrás del edificio: cinco turismos y dos camiones. Della Corte empezó por el primero de éstos, un camión cerrado, color gris, con el nombre de una fábrica de juguetes pintado en el lateral. Debajo de las letras, un osito de felpa cabalgaba en un caballo de madera. Ninguna de las llaves encajaba. Dos sitios más allá, había un Iveco color gris sin nombre. La llave tampoco abría. Y ninguna de las dos llaves era de los turismos.
Cuando ya iban a volver al apartamento, descubrieron al fondo del aparcamiento una hilera de puertas de garaje. Probaron inútilmente todas las llaves en las cerraduras de las tres primeras puertas, pero al fin una de ellas abrió la cuarta.
Dentro había un camión cerrado, blanco.
—Creo que deberíamos llamar otra vez a los del laboratorio.
Brunetti miró el reloj y vio que eran más de las dos. Della Corte comprendió. Probó la primera llave en la cerradura de la puerta del conductor. La llave giró con suavidad y él abrió la puerta. Con un bolígrafo que sacó del bolsillo del pecho de la chaqueta, accionó el interruptor de la luz. Brunetti tomó las llaves y fue a la otra puerta. La abrió, eligió una llave más pequeña y abrió la guantera. La bolsa de plástico transparente que había dentro no contenía más que la documentación del vehículo y del seguro. Brunetti, con la punta de su bolígrafo, empujó el sobre hacia la luz, dándole la vuelta para poder leer los papeles. El camión estaba registrado a nombre de «Interfar».
Con la punta del bolígrafo, metió el sobre y empujó la tapa de la guantera. Luego cerró con llave la cabina y se dirigió a las puertas traseras. La primera llave las abrió. El compartimiento de carga estaba lleno casi hasta el techo de grandes cajas de cartón que llevaban un logo en el que Brunetti reconoció el de Interfar: las letras I y F en negro a cada lado de un caduceo rojo. Había etiquetas pegadas a la parte central de las cajas y, encima, en rojo, la inscripción: «Por avión.»
Todas las cajas estaban selladas con cinta adhesiva, que Brunetti prefirió no cortar: que lo hicieran los del laboratorio. Apoyando un pie en el parachoques, introdujo el cuerpo en el camión hasta poder leer la etiqueta de la primera caja.
«TransLanka», rezaba, y una dirección de Colombo.
Brunetti se bajó al suelo y cerró las puertas con llave. Él y Della Corte volvieron al apartamento.
Los policías aguardaban, terminado el registro. Cuando entraron ellos, uno de los agentes locales movió la cabeza negativamente y Bonino dijo:
—Nada. Ni en el cuerpo, ni en la casa. Nunca había visto tanta limpieza.
—¿Alguna idea de cuánto tiempo llevaba aquí? —preguntó Brunetti.
El más alto de los dos agentes, el que no había disparado, contestó:
—He hablado con los vecinos de al lado. Dicen que les parece que llegó hará unos cuatro meses. No molestaba ni hacía ruido.
—Hasta esta noche —apostilló su compañero, pero sus palabras cayeron en el vacío.
—Bueno, ya podemos irnos a casa —dijo Bonino.
Salieron del apartamento y empezaron a bajar la escalera. Al llegar abajo, Della Corte se paró y preguntó a Brunetti:
—¿Qué quieres hacer? ¿Te llevamos a Venecia?
Era un ofrecimiento muy generoso; pero dejarlo en
piazzale
Roma y retroceder hasta Padua los retrasaría una hora.
—Muchas gracias, pero no es necesario —dijo Brunetti—. Quiero hablar con los de la fábrica, no vale la pena que vaya con vosotros, teniendo que volver mañana.
—¿Qué harás entonces?
—Seguro que en la
questura
tendrán una cama —dijo él, y se acercó a Bonino para preguntárselo.
Acostado en aquella cama, pensando que no podría dormir de tan cansado como estaba, Brunetti trataba de recordar cuándo había sido la última vez que había dormido sin tener a Paola a su lado. Pero sólo le vino a la memoria la madrugada en que se había despertado sin ella, cuando todo esto había empezado con un estallido. Y se durmió.
A la mañana siguiente, Bonino le proporcionó un coche y un conductor y, a las nueve y media, ya estaba en la Interfar, un edificio bajo y extenso, situado en el centro de un polígono industrial junto a una de las muchas autovías que partían de Castelfranco. Los edificios, que no hacían ninguna concesión a la estética, se levantaban a cien metros de la carretera, y estaban rodeados por todas partes de los coches de la gente que trabajaba dentro, como pedazos de carne sitiados por las hormigas.
Brunetti dijo al conductor que buscara un bar y lo invitó a un café. Había dormido profundamente pero no lo bastante, y estaba aturdido e irritable. Le dio la impresión de que esta segunda taza lo despejaría; o la cafeína o el azúcar lo mantendrían en pie durante unas horas.
Eran poco más de las diez cuando entró en las oficinas de Interfar y preguntó por el
signor
Bonaventura. Dio el nombre a la recepcionista y se quedó de pie delante del mostrador, mientras ella hacía la llamada. La respuesta fue inmediata, y entonces la joven colgó el teléfono, se puso en pie y condujo a Brunetti por una puerta y un pasillo cubierto de un pavimento industrial color gris pálido.
Al llegar a la segunda puerta de mano derecha, ella se paró, llamó con los nudillos, abrió y se hizo a un lado para dejarle paso. Bonaventura estaba sentado detrás de una mesa cubierta de papeles, folletos y catálogos. Se levantó al entrar Brunetti, pero se quedó detrás de la mesa, sonriendo mientras su visitante se acercaba, y se inclinó para estrecharle la mano. Los dos hombres se sentaron.
—Está usted lejos de su casa, comisario —dijo afablemente.
—Sí. Asuntos de trabajo.
—Trabajo de policía, imagino.
—Sí.
—¿Tiene que ver conmigo ese trabajo? —preguntó Bonaventura.
—Así es.
—Pues parece un milagro.
—No comprendo.
—Ahora mismo estaba hablando con el encargado, de llamar a los
carabinieri.
—Bonaventura miró su reloj—. No hace ni cinco minutos, y aparece usted, como si me hubiera leído el pensamiento.
—¿Puedo preguntar por qué iba a llamarlos?
—Para informar de un robo.
—¿Un robo de qué? —preguntó Brunetti, aunque estaba casi seguro de saberlo.
—Uno de nuestros camiones ha desaparecido, y el chófer no se ha presentado al trabajo.
—¿Eso es todo?
—No. Dice el encargado que también parece faltar una considerable cantidad de mercancía.
—¿La carga de un camión, por ejemplo? —preguntó Brunetti con voz neutra.
—Si han desaparecido camión y conductor parece lo más lógico, ¿no? —Todavía no estaba enfadado, pero Brunetti tenía tiempo de sobra para inducirlo a eso.
—¿Quién es el conductor?
—Michele de Luca.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja para ustedes?
—No sé, unos seis meses. Yo no me ocupo de estas cosas. Lo único que sé es que hace varios meses que lo veo por aquí. Esta mañana el encargado me ha dicho que ni el camión estaba en su sitio ni él se había presentado.
—¿Y la mercancía que falta?
—De Luca se marchó ayer por la tarde con una carga completa. Tenía que traer el camión antes de irse a su casa y estar aquí a las siete de la mañana a recoger otro cargamento. Pero no ha venido y el camión no está en su sitio. El encargado lo ha llamado al móvil, pero no contesta, de modo que he decidido avisar a los
carabinieri.
Ésta pareció a Brunetti una reacción excesiva a lo que muy bien podía ser un simple retraso de un empleado, pero luego recordó que Bonaventura no había llegado a hacer la llamada, por lo que decidió guardar para sí la sorpresa y mantenerse a la expectativa.
—Es natural —dijo—. ¿En qué consistía la carga?
—Productos farmacéuticos, por supuesto. Es lo que aquí fabricamos.
—¿Y adónde estaban destinados?
—No sé. —Bonaventura miró los papeles que inundaban la mesa—. Por aquí deben de estar los conocimientos de embarque.
—¿Podría verlos? —preguntó Brunetti señalando los papeles con el mentón.
—¿Qué importa adónde fuera la mercancía? —inquirió Bonaventura—. Lo que importa es encontrar al hombre y recuperarla.
—Por él ya no debe preocuparse —dijo Brunetti, sospechando que también en lo de querer recuperar la mercancía mentía Bonaventura.
—¿Qué quiere decir?
—Que anoche fue muerto a tiros por la policía.
—¿Muerto? —repitió Bonaventura con lo que parecía estupefacción auténtica.
—La policía fue a su casa para interrogarlo y él los recibió a tiros. Resultó muerto cuando ellos entraron en el apartamento. —Entonces, cambiando de tema rápidamente, Brunetti preguntó—: ¿Adónde llevaba la carga?
Bonaventura, desconcertado por el brusco viraje, titubeó al contestar:
—Al aeropuerto.
—Ayer el aeropuerto estaba cerrado. Los controladores hacían huelga —dijo Brunetti, pero la expresión del otro le hizo comprender que ya lo sabía.
—¿Qué instrucciones tenía el conductor para el caso de no poder entregar la mercancía?
—Las mismas que tienen todos los conductores: traer el camión y dejarlo en el garaje de la fábrica.
—¿No pudo haberlo dejado en su propio garaje?
—¿Cómo voy a saber lo que pudo hacer? —estalló Bonaventura—. El camión ha desaparecido y usted dice que el conductor ha muerto.
—El camión no ha desaparecido —dijo Brunetti suavemente, observando la cara de Bonaventura. Vio que trataba de disimular el sobresalto y de cambiar de expresión rápidamente, sin conseguir más que una grotesca parodia de alivio.
—¿Dónde está?
—Seguramente, a estas horas, en el garaje de la policía. —Esperó a oír lo que preguntaría Bonaventura y, como guardara silencio, agregó—: Las cajas estaban dentro.