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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (23 page)

BOOK: El peor remedio
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La
signorina
Elettra cumplió su palabra y entregó a Brunetti tres páginas de información sobre Sandro Bonaventura. Él y su esposa tenían dos hijos, ambos, en la universidad, una casa en Padua y un apartamento en Castelfranco Veneto. La fábrica, Interfar, como había dicho Bonaventura, estaba a nombre de su hermana. El importe de la compra, realizada hacía año y medio, había sido pagado un día después de que se retirara una fuerte suma de la cuenta de Mitri en un banco veneciano.

Bonaventura había sido gerente de una de las fábricas de su cuñado hasta que se hizo cargo de la dirección de la que poseía su hermana. Y esto era todo. Un caso típico de éxito profesional, clase media.

Al tercer día, un hombre fue detenido al atracar la oficina de Correos de
campo
San Polo. Tras cinco horas de interrogatorio, confesó ser el atracador del banco de
campo
San Luca. Era el hombre cuya foto había identificado Iacovantuono y al que, después de la muerte de su esposa, no había querido reconocer. Brunetti bajó a ver al atracador a través del cristal de la sala de interrogatorios. Era un individuo bajo y grueso, de pelo castaño y escaso; el hombre al que Iacovantuono describió la segunda vez era pelirrojo y pesaba veinte kilos menos.

Brunetti volvió a su despacho, llamó a Negri, de Treviso, el que llevaba el caso de la
signora
Iacovantuono —el caso que no era tal caso— y le dijo que habían arrestado al atracador del banco, que en nada se parecía al hombre que Iacovantuono había identificado la segunda vez.

Después de dar esta información, Brunetti preguntó:

—¿Qué hace él?

—Sale a trabajar, vuelve a casa y hace la comida para sus hijos. Día sí y día no va al cementerio a poner flores en la tumba —dijo Negri.

—¿Alguna otra mujer?

—Todavía no.

—Si lo hizo él, es bueno —reconoció Brunetti.

—Cuando hablé con él me pareció absolutamente convincente. Hasta puse vigilancia en la casa para protegerlo, al día siguiente de que ella muriera.

—¿Vieron algo los agentes?

—Nada.

—Si hay algo nuevo, avíseme —dijo Brunetti.

—No parece probable.

—No.

Generalmente, la intuición de Brunetti le advertía cuando alguien mentía o trataba de ocultar algo, pero con Iacovantuono no había tenido sospechas ni recelos. Ahora se preguntaba qué prefería, si haber estado en lo cierto o haberse equivocado y que el pequeño
pizzaiolo
resultara un asesino.

Sonó el teléfono antes de que retirara la mano, sacándolo de especulaciones que él sabía inútiles.

—Guido, aquí Della Corte.

El pensamiento de Brunetti voló a Padua, a Mitri y a Palmieri.

—¿Qué hay? —preguntó muy interesado, sin entretenerse en buscar fórmulas de cortesía, mientras Iacovantuono se borraba de su mente.

—Creo que lo hemos encontrado.

—¿A Palmieri?

—Sí.

—¿Dónde?

—Al norte de aquí. Al parecer, conduce un camión.

—¿Un camión? —repitió Brunetti estúpidamente. Parecía una frivolidad para un hombre que quizá había matado a cuatro personas.

—Usa otro nombre. Michele de Luca.

—¿Cómo lo habéis encontrado?

—Uno de nuestra brigada antidroga estuvo preguntando por ahí y un confidente se lo dijo. Como no estaba seguro, enviamos a un hombre, que hizo una identificación bastante positiva.

—¿Existe la posibilidad de que Palmieri lo viera?

—No; es un buen elemento. —Los dos callaron hasta que Della Corte preguntó:

—¿Quieres que lo detengamos?

—No creo que sea fácil.

—Sabemos donde vive. Podríamos ir de noche.

—¿Dónde?

—En Castelfranco Veneto. Conduce un camión para un laboratorio farmacéutico llamado Interfar.

—Yo también voy. Hay que detenerlo. Esta misma noche.

Para poder acompañar a la policía de Padua a detener a Palmieri, Brunetti tuvo que mentir a Paola. Durante el almuerzo le dijo que la policía de Castelfranco le había pedido que fuera a hablar con un sospechoso que tenía en custodia. Cuando ella le preguntó por qué había de estar fuera toda la noche, Brunetti le explicó que no llevarían al hombre hasta muy tarde y que después de las diez no había tren de regreso. En realidad, en el Véneto no habría trenes en toda la tarde. Los controladores aéreos habían empezado una huelga salvaje a mediodía, por lo que se había cerrado el aeropuerto y los aviones eran desviados a Bolonia y a Trieste, y el sindicato de maquinistas había decidido solidarizarse con los controladores, paralizando todo el tráfico ferroviario del Véneto.

—Pues toma un coche.

—Ya lo tomo, hasta Padua. Es todo lo que autoriza Patta.

—Eso significa que él no quiere que vayas, ¿verdad? —preguntó ella, mirándolo por encima de los restos del almuerzo. Los chicos ya se habían ido cada uno a su cuarto, por lo que podían hablar claro—. O que no sabe que vas.

—En parte —reconoció él. Tomó una manzana del frutero y empezó a pelarla—. Son buenas estas manzanas —observó poniéndose en la boca el primer trozo.

—No te escabullas, Guido. ¿Cuál es la otra razón?

—Quizá tenga que hablar con él mucho rato, de modo que no sé cuándo terminaré.

—¿Así que ellos detienen, a ese hombre y tienes que interrogarlo tú? —preguntó ella con escepticismo.

—Tengo que interrogarlo acerca de Mitri —dijo Brunetti. Mejor una evasiva que una mentira.

—¿Es el asesino?

—Podría serlo. Está reclamado para ser interrogado en relación con otros tres asesinatos por lo menos.

—¿Cómo, tres?

Brunetti había leído los informes, por lo que sabía que había un testigo que lo había visto con la segunda víctima la noche de su muerte. Luego estaba la pelea con Narduzzi. Y ahora conducía un camión de una empresa farmacéutica. De Castelfranco. La empresa de Bonaventura.

—Está implicado.

—Comprendo —dijo ella, percibiendo en su tono su resistencia a ser más explícito—. ¿Entonces volverás mañana por la mañana?

—Sí.

—¿A qué hora te vas? —preguntó ella con súbita aquiescencia.

—A las ocho.

—¿Vas esta tarde a la
questura
?

—Sí.

Iba a agregar que quería saber si el hombre había sido acusado formalmente, pero desistió. No le gustaba mentir, aunque lo prefería a dejar que ella se preocupara por su decisión de exponerse deliberadamente al peligro. Si se enterase, le diría que tanto la edad como la categoría deberían eximirlo de tal obligación.

Brunetti no sabía dónde dormiría aquella noche, ni si dormiría siquiera, pero fue al dormitorio y metió unas cuantas cosas en una bolsa. Abrió la puerta de la izquierda del gran
armadio
de nogal que el conde Orazio les había ofrecido como regalo de boda y sacó las llaves. Con una abrió un cajón y con otra una caja metálica rectangular de la que extrajo la pistola y la funda, que se guardó en el bolsillo antes de volver a cerrar cuidadosamente la caja y el cajón.

Entonces se acordó de la
Ilíada,
y del pasaje en que Aquileo se arma para el combate con Héctor, con grande y fuerte escudo, grebas, lanza, espada y fornido yelmo. Qué vil nimiedad parecía, en comparación, este pequeño artilugio que ahora le rozaba la cadera, la pistola que Paola solía llamar el pene portátil. Y, sin embargo, con qué celeridad la pólvora había puesto fin a la caballerosidad y a las ideas de gloria, legado de Aquileo. Se paró en la puerta, exhortándose a poner su atención en el presente: se iba a Castelfranco a trabajar y antes tenía que despedirse de su esposa.

Aunque hacía años que Brunetti no veía a Della Corte, lo reconoció al instante, al verlo desde la misma puerta de la
questura
de Padua: aquellos ojos oscuros y aquel bigote despeinado eran inconfundibles.

Cuando Brunetti lo llamó, el policía volvió la cabeza.

—Guido —dijo acercándose rápidamente—. Encantado de volver a verte.

Hablando de lo que habían hecho durante los últimos años fueron hasta el despacho de Della Corte. Allí continuaron la charla sobre antiguos casos mientras tomaban café y, cuando terminaron, se pusieron a hablar de los planes de la noche. Della Corte propuso esperar hasta después de las diez para salir de Padua, a fin de llegar a Castelfranco a las once, hora a la que habían quedado en reunirse con la policía local que, al ser informada de la presencia de Palmieri, había insistido en acompañarlos.

Cuando, minutos antes de las once, llegaron a la
questura
de Castelfranco, encontraron esperándolos al comisario Bonino y a dos agentes vestidos con pantalón vaquero y cazadora de cuero. Los de Castelfranco habían dibujado un mapa detallado de la zona inmediata al apartamento en el que vivía Palmieri, sin omitir la disposición del aparcamiento contiguo a la casa, ni la situación de todas las puertas del edificio. También tenían un plano del apartamento.

—¿Cómo lo han conseguido? —preguntó Brunetti dejando que su voz tradujera su admiración.

Bonino señaló con un movimiento de la cabeza al más joven de los policías.

—El edificio fue construido hace sólo un par de años —explicó el agente—. Los planos tenían que estar en el
ufficio catasto,
de modo que esta tarde he ido a pedir copia del plano de la segunda planta. Él vive en la tercera, pero la distribución es idéntica. —Calló y se quedó mirando el plano, con lo que hizo que la atención de todos se concentrara en el papel.

La disposición era muy simple: una única escalera y un corredor en cada piso. El apartamento de Palmieri estaba al fondo del corredor. Podían situar a dos hombres debajo de sus ventanas y uno al pie de la escalera, con lo que aún dispondrían de dos hombres para entrar, más otros dos de reserva, apostados en el corredor. Brunetti iba a observar que parecían demasiado siete hombres, pero al recordar que Palmieri podía haber asesinado a cuatro personas, decidió callar.

Los dos coches pararon a unos cientos de metros del edificio y los hombres se apearon. Los jóvenes del pantalón vaquero subirían al apartamento con Brunetti y Della Corte, que haría el arresto. Bonino dijo que él cubriría la escalera y los dos hombres de Padua se apostaron bajo los tres gruesos pinos que estaban entre el edificio y la calle, uno vigilando la entrada principal y el otro, la de servicio.

Brunetti, Della Corte y los dos agentes subieron la escalera. Arriba se dispersaron. Los del pantalón vaquero se quedaron en la caja de la escalera. Uno de ellos, con el pie en el umbral, mantenía abierta la vidriera del corredor. Brunetti, en silencio, hizo girar el picaporte de la puerta del apartamento, pero estaba puesto el seguro. Della Corte llamó con los nudillos, no muy fuerte. Silencio. Volvió a llamar, ahora con más fuerza, y gritó:

—Ruggiero, soy yo. Me han enviado a avisarte. Tienes que largarte. La policía viene hacia aquí.

Dentro, algo cayó y se rompió, probablemente, una lámpara. Pero no se veía luz por debajo de la puerta. Della Corte volvió a golpearla:

—Ruggiero,
per l'amor di Dio,
sal, márchate ya.

Ahora se oyeron más ruidos; otro objeto cayó, pero éste era pesado, una silla o una mesa. Abajo sonaron gritos, probablemente, de los policías. Al oír las voces, tanto Brunetti como Della Corte se apartaron de la puerta, pegándose a la pared.

Y no les sobró ni un segundo. Una bala, dos más y luego otras dos perforaron la gruesa madera de la puerta. Brunetti sintió una quemazón en la cara y al bajar la mirada vio que tenía dos gotas de sangre en el abrigo. De pronto, los dos jóvenes agentes ya estaban uno a cada lado de la puerta, rodilla en tierra y pistola en mano. Uno, retorciéndose como una anguila, se tumbó en el suelo de espaldas, encogió las piernas y estirándolas violentamente con la fuerza de un ariete, golpeó la puerta con los pies, cerca del marco. La madera se estremeció y, a la segunda patada, cedió con estrépito. Antes de que la puerta chocara con la pared, el que estaba en el suelo ya había girado sobre sí mismo y entrado en el apartamento.

Brunetti apenas había tenido tiempo de empuñar la pistola cuando oyó dos disparos y luego un tercero. Después, nada. Pasaron varios segundos y una voz gritó:

—Ya pueden entrar.

Brunetti cruzó el umbral y tras él entró Della Corte. El policía estaba arrodillado detrás de un sofá volcado, con la pistola en la mano. En el suelo, con la cabeza iluminada por una franja de luz que entraba de la escalera, yacía un hombre en el que Brunetti reconoció a Ruggiero Palmieri. Tenía un brazo extendido con los dedos apuntando a la puerta y a la libertad que había más allá y el otro, aplastado bajo el cuerpo. Donde hubiera debido estar la oreja izquierda había sólo un agujero rojo, por el que había salido la segunda bala disparada por el policía.

Capítulo 23

Brunetti era policía viejo y ya había visto fracasar muchas operaciones como para perder el tiempo tratando de averiguar qué era lo que se había torcido o de trazar un plan alternativo que hubiera podido funcionar. Pero los otros eran más jóvenes y aún no habían descubierto que es muy poco lo que se aprende de los fracasos, de manera que ellos hablaban y él escuchaba y asentía, pero sin prestar atención, mientras esperaban la llegada del equipo del laboratorio.

Cuando el agente que había matado a Palmieri, tendido en el suelo, comprobaba el ángulo con el que había irrumpido en el apartamento, Brunetti entró en el cuarto de baño y humedeció el pañuelo con agua fría para limpiarse la herida, del tamaño de un botón de camisa, que le había hecho en la mejilla una astilla de la puerta. Sosteniéndose el pañuelo en la cara, abrió el botiquín, en busca de una gasa para contener la sangre, y descubrió que estaba lleno, y no precisamente de material para pequeñas curas.

Se dice que las visitas siempre curiosean en el botiquín del cuarto de baño; Brunetti nunca había hecho tal cosa. Ahora lo sorprendió lo que veía: tres hileras de medicamentos de todas clases, una cincuentena de cajas y frascos de los más diversos tamaños y presentaciones, y todos, con la etiqueta distintiva del Ministerio de Sanidad y el número de nueve dígitos correspondiente. Pero no había esparadrapo. Cerró el armario y volvió a la habitación en la que estaba Palmieri.

Mientras Brunetti estaba en el cuarto de baño, habían entrado los otros policías y ahora los jóvenes se hallaban reunidos en la puerta, reconstruyendo el tiroteo, con la misma fruición —o eso le pareció a un disgustado Brunetti— con que contemplarían la repetición de una escena de acción en un vídeo. Los de más edad, diseminados por la habitación, guardaban silencio. Brunetti se acercó a Della Corte.

BOOK: El peor remedio
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