—Clara, deja que te ayude a llevar los platos a la cocina.
Brunetti no fue el único que dio un suspiro de alivio.
Después, mientras volvían a casa, Brunetti preguntó:
—¿Por qué la has perdonado?
Paola, a su lado, se encogió de hombros.
—Vamos, di, ¿por qué?
—Es muy fácil —dijo Paola despectivamente—. Estaba clarísimo desde el primer momento que quería tirarme de la lengua, inducirme a que explicara por qué lo hice. ¿Por qué si no había de soltar esa estupidez de que las niñas son prescindibles?
Brunetti caminaba con el codo de ella inserto en el ángulo de su brazo. Movió la cabeza afirmativamente.
—Quizá ella lo cree así. —Y, unos pasos más allá—: Siempre me han reventado esas mujeres.
—¿Qué mujeres?
—Las que no quieren a las mujeres. —Caminaron un trecho—. ¿Imaginas lo que debe de ser una de sus clases? —Antes de que Paola pudiera responder, prosiguió—: ¡Está tan segura de todo lo que dice, tan segura de haber descubierto la única verdad! —Hizo una breve pausa—. Y pobre del que tenga que examinarse con ella. Si no está de acuerdo con sus teorías, suspenso seguro.
—No creo que haya muchos aspirantes a licenciarse en Antropología Cultural —observó Paola.
Él se echó a reír, totalmente de acuerdo. Cuando entraban en su calle, aminoró la marcha, se detuvo y la volvió hacia sí.
—Gracias, Paola.
—¿Por qué? —preguntó ella fingiendo inocencia.
—Por haber evitado el combate.
—Hubiera acabado preguntándome por qué me hice arrestar, y no quiero hablar de eso con una persona como ella.
—Vaca estúpida —murmuró Brunetti.
—Es una calificación machista.
—¿Verdad que sí?
Aquella incursión en la vida social les quitó el deseo de reincidir, y reanudaron la política de rehusar toda clase de invitaciones. Si bien tanto a Paola como a Brunetti les irritaba la limitación de movimientos que suponía quedarse en casa noche tras noche y Raffi hacía comentarios irónicos acerca de su constante presencia en el hogar, Chiara estaba encantada de tenerlos allí, y organizaba partidas de cartas, les hacía ver interminables programas de televisión sobre animales y hasta inició un torneo de monopoly que amenazaba con prolongarse hasta el año siguiente.
Paola se iba todos los días a la universidad y Brunetti, a la
questura.
Por primera vez en su vida profesional se alegraban del profuso papeleo que generaba el bizantino Estado que les daba empleo a ambos.
Dada la implicación de Paola en el caso, Brunetti decidió no asistir a los funerales de Mitri, contra lo que era su norma en estos casos. Dos días después, releyó los informes del laboratorio sobre el escenario del crimen, así como las cuatro páginas del informe de la autopsia, suscrito por Rizzardi. La lectura le ocupó buena parte de la mañana y cuando terminó se preguntaba por qué tanto en su vida profesional como en la personal se repetían con insistencia los mismos temas. Durante su exilio temporal de la
questura
había terminado la lectura de Gibbon, ahora había empezado con Herodoto y, para después, ya tenía preparada la
Ilíada.
Cuánta muerte, cuántas vidas truncadas por la violencia.
Con el informe de la autopsia en la mano, Brunetti bajó al despacho de la
signorina
Elettra, cuyo aspecto era el antídoto para todas sus cavilaciones de la mañana. Hoy llevaba una chaqueta del rojo más encendido que nunca viera él y una blusa de crespón de seda blanco con los dos últimos botones desabrochados. Sorprendentemente, la encontró inactiva, sentada a su escritorio, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, mirando por la ventana el trozo de la fachada de San Leonardo que se veía a lo lejos.
—¿Se encuentra bien,
signorina?
—preguntó él al verla tan pensativa.
Ella se irguió y sonrió.
—Desde luego, comisario. Estaba pensando en un cuadro.
—¿Un cuadro?
—Aja —dijo ella volviendo a apoyar la barbilla en la palma de la mano y a mirar a lo lejos.
Brunetti siguió la dirección de su mirada, como si el cuadro pudiera estar allí, pero no vio más que la ventana y, al otro lado, la iglesia.
—¿Qué cuadro?
—Uno que está en el Correr, el de las cortesanas y los perritos.
Él conocía el cuadro, aunque nunca podía recordar quién lo había pintado. Las mujeres parecían tan ausentes y aburridas como ahora ella, mirando hacia un lado, insensibles a la idea de que estaban siendo inmortalizadas.
—¿Qué le pasa al cuadro?
—Nunca he sabido si eran cortesanas o damas nobles, ociosas y hastiadas de todo que no saben sino sentarse a mirar el vacío.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Oh, no sé —dijo ella encogiéndose de hombros.
—¿La aburre esto? —preguntó él abarcando el despacho y todo lo que significaba con un ademán, y deseando que la respuesta fuera no.
Ella volvió la cabeza y lo miró fijamente.
—¿Bromea, comisario?
—De ninguna manera. ¿Por qué lo pregunta?
Ella estudió largamente su expresión antes de contestar.
—No me aburre en absoluto. Al contrario. —No sorprendió a Brunetti que lo alegrara oír esto. Al cabo de un momento, ella agregó—: Aunque nunca estoy del todo segura de cuál es mi posición.
Brunetti la miró desconcertado. Su título oficial era el de secretaria del
vicequestore.
También era ayudante a tiempo parcial de Brunetti y de otro comisario, pero ninguno de los dos le había dictado nunca una carta ni un memorándum.
—¿Se refiere a su posición real frente a su posición oficial? —apuntó.
—Sí, desde luego.
Brunetti había dejado caer a lo largo del cuerpo la mano que sostenía el informe. Ahora la levantó hacia ella diciendo:
—Yo pienso que usted es nuestros ojos, nuestra nariz y el vivo espíritu de nuestra curiosidad,
signorina.
La cabeza de ella se alzó apartándose de la mano y le obsequió con una de sus radiantes sonrisas.
—Qué bonito quedaría eso en una descripción de las atribuciones del cargo, comisario.
—Creo que vale más que dejemos la descripción de sus atribuciones tal como está —dijo Brunetti agitando la carpeta en dirección al despacho de Patta.
—Ah —dijo ella únicamente, pero su sonrisa se ensanchó un poco más.
—Y que no nos preocupemos de poner nombre a la ayuda que nos presta.
La
signorina
Elettra se inclinó para tomar la carpeta que Brunetti le tendía.
—Me interesa averiguar si este método de estrangular se había usado antes, por quién y contra quién.
—¿El garrote?
—Sí.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia.
—Tenía que haberlo pensado, si no hubiera estado tan ocupada compadeciéndome de mí misma —dijo. Y rápidamente—: ¿Toda Europa o sólo Italia y desde cuándo?
—Empiece por Italia y, si no encuentra nada, amplíe el campo, empezando por el Sur. —A Brunetti ésta le parecía una manera de matar más bien mediterránea—. Los últimos cinco años. O diez, si no hay nada.
Ella dio media vuelta y encendió el ordenador, y Brunetti advirtió con sorpresa hasta qué punto él consideraba ya esta máquina una extensión de la mente de la joven. Sonrió y salió del despacho dejándola entregada a la tarea y preguntándose si no sería otra prueba de machismo pensar esto y si considerarla de algún modo parte de un ordenador no sería degradarla. Mientras subía la escalera, iba riendo interiormente de lo que podía hacer a un hombre el vivir con una fanática, y se sorprendió de que, en realidad, no le disgustara.
Encontró a Vianello esperándolo en la puerta de su despacho.
—Pase, sargento, ¿qué hay?
El sargento siguió a Brunetti al despacho.
—Iacovantuono, comisario. —Como Brunetti no respondiera, agregó—: Los de Treviso han preguntado por ahí.
—¿Preguntado por ahí sobre qué?
—Sobre sus amigos.
—¿Y sobre su esposa? —preguntó Brunetti. La visita de Vianello no podía tener otra razón.
El sargento asintió.
—¿Y?
—Parece ser que la mujer que hizo aquella llamada decía la verdad, comisario. Pero aún no han podido localizarla. El matrimonio se peleaba. —Brunetti escuchaba en silencio. Vianello prosiguió—: Una mujer que vive en la casa de al lado dice que él le pegaba y que una vez ella estuvo en el hospital.
—¿Lo han comprobado?
—Sí. Se cayó en el baño o, por lo menos, eso fue lo que ella dijo. —Los dos habían oído decir eso a muchas mujeres.
—¿Han comprobado la hora? —preguntó, sabiendo que no necesitaba puntualizar.
—El vecino la encontró en la escalera a las doce menos veinte. Iacovantuono llegó a su trabajo un poco después de las once. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello agregó—: No; nadie sabe cuánto rato llevaba allí la mujer.
—¿Quién ha estado preguntando?
—Negri, el que habló con nosotros la primera vez que fuimos. Cuando le mencioné la llamada que habíamos recibido, me dijo que ya había preguntado a los vecinos. Para ellos también forma parte de la rutina. Yo le dije que pensábamos que la llamada era falsa.
—¿Y?
Vianello se encogió de hombros.
—Nadie lo vio salir hacia el trabajo. Nadie sabe a qué hora llegó exactamente. Nadie sabe cuánto llevaba la mujer en el suelo.
Aunque eran tantas las cosas que habían sucedido desde la última vez que Brunetti había visto al
pizzaiolo,
aún recordaba claramente su cara, la tristeza de sus ojos.
—Nosotros nada podemos hacer —dijo finalmente a Vianello.
—Lo sé. Pero he pensado que querría usted estar al corriente.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento, y Vianello volvió al despacho de los agentes.
Media hora después, la
signorina
Elettra llamó a la puerta y entró con varias hojas de papel en la mano derecha.
—¿Eso es lo que imagino? —preguntó él.
Ella asintió.
—Durante los seis últimos años ha habido tres asesinatos similares a éste. Dos fueron actos de la Mafia, o aparentaban serlo. —Ella se acercó a la mesa y puso delante de él dos hojas, una al lado de la otra, señalando los nombres—: Uno en Palermo y uno en Reggio Calabria.
Brunetti leyó los nombres y las fechas. Un hombre había aparecido muerto en una playa y el otro en su coche. Los dos, estrangulados con algo que parecía ser un fino cable forrado de plástico: no se habían encontrado hilos ni fibras en el cuello de las víctimas.
Ella puso entonces otra hoja al lado de las dos anteriores. Davide Narduzzi había sido asesinado en Padua hacía un año y se había acusado a un vendedor ambulante marroquí, que por cierto había desaparecido antes de que pudieran arrestarlo. Brunetti leyó los detalles: al parecer, Narduzzi había sido atacado por la espalda y estrangulado antes de que pudiera reaccionar. La misma descripción valía para los otros dos asesinatos. Y para el de Mitri.
—¿Y el marroquí?
—Ni rastro de él.
—¿De qué me suena este nombre? —preguntó Brunetti.
—¿Narduzzi?
—Sí.
La
signorina
Elettra puso en la mesa la última hoja de papel.
—Drogas, robo a mano armada, agresión, asociación con la Mafia y sospecha de extorsión —leyó Brunetti de la lista de acusaciones formuladas contra Narduzzi durante su corta vida—. Imagine la clase de amigos que tendría éste. No es de extrañar que el marroquí desapareciera.
El comisario había leído rápidamente toda la página.
—Si existió alguna vez.
—¿Cómo?
—Fíjese en esto —dijo él señalando uno de los nombres de la lista. Dos años antes, Narduzzi tuvo una pelea con Ruggiero Palmieri, supuesto miembro de uno de los clanes criminales más violentos del norte de Italia. Palmieri acabó en el hospital, pero no presentó cargos. —Brunetti conocía a esta clase de hombres lo suficiente como para saber que estas cuestiones se ventilaban en privado.
—¿Palmieri? —preguntó la
signorina
Elettra—. No conozco el nombre.
—Mejor. Nunca ha trabajado aquí, si puede llamarse trabajar a lo que él hace. A Dios gracias.
—¿Usted lo conoce?
—Lo vi una vez hace años. Un mal bicho.
—¿Él haría una cosa así? —preguntó ella, golpeando con el dedo los otros dos papeles.
—Es lo que hace, eliminar a la gente —respondió Brunetti.
—Entonces, ¿por qué se metería con él ese otro, Narduzzi?
Brunetti movió la cabeza.
—Ni idea. —Leyó los tres breves informes y se levantó.
—Vamos a ver qué puede usted encontrar de Palmieri —dijo, y bajó con ella a su despacho.
No era mucho, desgraciadamente. Palmieri estaba escondido desde hacía un año, después de ser identificado como uno de los tres hombres que habían asaltado un furgón blindado. Dos guardias habían sido heridos, pero los ladrones no habían conseguido llevarse los más de ocho mil millones de liras que transportaba el furgón.
Leyendo entre líneas, Brunetti dedujo que no se habrían desplegado grandes recursos materiales ni humanos para buscar a Palmieri: no había muerto nadie ni se había robado nada en el incidente. Pero ahora se había cometido un asesinato.
Brunetti dio las gracias a la
signorina
Elettra y bajó al despacho de Vianello. El sargento estaba inclinado sobre un montón de papeles con la frente apoyada en las palmas de las manos. En el despacho no había nadie más, por lo que Brunetti se quedó un rato observándolo antes de acercarse a su mesa. Vianello, al oírle, levantó la cabeza.
—Me parece que ha llegado el momento de cobrar algunos favores —dijo Brunetti sin preámbulos.
—¿A quién?
—A gente de Padua.
—¿Gente buena o gente mala?
—De las dos clases. ¿A cuántos conocemos?
Si Vianello se sintió halagado por aquel plural que lo equiparaba a su jefe, no lo demostró. Pensó un momento y dijo:
—A un par. De unos y de otros. ¿Qué hay que pedirles?
—Información sobre Ruggiero Palmieri. —Vio que Vianello reconocía el nombre y empezaba a buscar mentalmente a quienes, buenos o malos, pudieran decirle algo sobre él.
—¿Qué desea saber? —preguntó el sargento.
—Me gustaría saber dónde estaba cuando murieron estos hombres —dijo Brunetti poniendo en la mesa los papeles que le había dado la
signorina
Elettra—. Y dónde estaba la noche en que Mitri fue asesinado.