—En remojo.
—¿En remojo?
—¡Bueno, sí, en la piscina!
—¡Ah! Pues entonces te ayudaré con mucho gusto —dijo Anna volviendo a sonreír de nuevo.
Mientras cogía los polvos de tocador y la crema para niños del armario del cuarto de baño, Anton se acordó de cómo el pequeño vampiro le había ayudado a maquillarse la noche del gran baile de los vampiros, al que Anton asistió disfrazado.
En aquella ocasión Rüdiger le peinó con tan poca suavidad que a Anton casi le salen chichones. ¡Y con los polvos el pequeño vampiro fue tan generoso que Anton casi no podía ni respirar!
Anna, por el contrario, repartió la crema para niños con mucho cuidado sobre la cara de Anton, extendiéndosela delicadamente con el dedo por la piel. Los polvos de tocador se los echó primero en las palmas de las manos y luego se los extendió a Anton por la piel.
Lo único, el pelo de Anton… Ella le pegó los mismos tirones que el pequeño vampiro.
—¡Ay! —se quejó Anton, que sentía como si le estuvieran arrancando mechones enteros de pelo.
—¿Te duele? —preguntó ella sorprendida.
—¡Sí!
—¿De verdad? —dijo Anna poniéndose colorada—. ¡Pues yo me tengo que peinar con mucha más fuerza todavía! Pero creo que ya es suficiente.
Ella dejó el peine y Anton se miró en el espejo.
—No está mal —dijo.
Su piel parecía tan pálida como la de un muerto… ¡Realmente auténtico!
Cogió el lápiz de cejas de su madre y se pintó dos grandes ojeras negras. Luego se pintó los labios con un pintalabios rojo y se volvió hacia Anna con una amplia risa irónica.
—¿Qué tal estoy?
—¡Monísimo! —dijo ella suspirando, y con una sonrisa melancólica añadió—: Realmente es una lástima, Anton, una verdadera lástima…
No dijo nada más, pero Anton ya había comprendido qué era lo que, a juicio de ella, consideraba «una lástima».
—¿Echamos a volar? —preguntó él rápidamente.
—Tus pantalones —contestó ella—. Los vampiros todavía no llevan pantalones vaqueros… ¡Por desgracia!
—Ah, sí.
Anton se miró. Llevaba puestos sus vaqueros azules y el jersey gris.
—Yo… —dijo— no tengo nada negro.
—Ah, ¿no? —dijo simplemente Anna sonriendo como si supiera más de lo que decía.
Anton volvió a repasar mentalmente todos los pantalones que tenía.
¡No, ya no tenía ningún pantalón negro desde que su madre había dado los de lino a un ropero!
—Seguro que no —aseguró él.
Anna sonrió irónicamente.
—¡Sí que tienes algo negro! Algo muy especial, y es negro.
Anton sacudió la cabeza:
—¡No!
—¡Claro que sí! —repuso Anna poniendo hocico—. ¡Y es el traje!
—Ah, el traje… —dijo cortado Anton.
¡Cómo no se habría acordado antes!
Anna había descubierto el viejo traje en el sótano del castillo en ruinas y Anton se lo había llevado a casa… por ella.
Desde entonces, la antiquísima prenda estaba escondida en su ropero.
—Yo…, yo pensaba que era demasiado bueno para la fiesta de disfraces —contestó él.
Pero diciendo aquello Anton se cayó con todo el equipo.
—¿Demasiado bueno… estando yo en ella? —exclamó indignada Anna.
—No…, no es por ti —tartamudeó Anton—. Demasiado bueno para Schnuppermaul, porque…, ¡porque lo mismo se ensucia y luego ya no se pueden quitar las manchas!
El propio Anton se dio cuenta de que era una excusa bastante torpe, pero así, de pronto, no se le había ocurrido otra mejor.
Anna le lanzó una mirada sombría.
—Probablemente lo que pasa es que ya no tienes el traje… y no me lo quieres decir.
—¿Que no tengo ya el traje? —exclamó Anton con fingida indignación.
Se fue corriendo a su habitación y poco tiempo después regresó con el viejo traje negro y el vestido de encaje de Anna. Al ver su vestido, Anna pareció apaciguarse. Lo cogió y pasó absorta la mano por la tela, que ya estaba bastante gastada.
—¿Quieres que me lo ponga? —preguntó ella en voz baja mirando a Anton con una sonrisa cariñosa.
—Sí —dijo él con voz ronca… ¡Qué otra cosa podía responder!
—¿Y tú? ¿Te vas a poner tu traje?
Él asintió forzado.
—Ay, Anton, será maravilloso —dijo Anna soltando un profundo suspiro—. Entonces ahora me iré a tu habitación a cambiarme. Y luego nos iremos a la fiesta de disfraces en casa de Schnuppermaul… haciendo pareja: ¡tú con tu traje y yo con el vestido!
Salió riéndose del baño. «¿Haciendo pareja?», pensó con malestar Anton observando su imagen reflejada en el espejo.
El que tenía allí delante, sin embargo, no era en absoluto Anton Bohnsack, sino Antonio Bohnsackio el Lúgubre: ¡un vampiro!
Y Antonio Bohnsackio sí que podía ir de pareja con Anna von Schlotterstein a la fiesta de disfraces…
En su habitación, Anton comprobó en seguida qué razón tenía con lo de ir a la fiesta de disfraces.
—¡Qué pinta más estupenda tienes! —exclamó Anna al entrar él.
—Tú también —contestó Anton, y realmente no mentía, ¡pues lo único que le parecía horrible era su vestido!
Anna se puso colorada.
—Por desgracia, esta ropa es muy poco práctica —dijo ella.
—¡Efectivamente! —asintió Anton.
El traje le quedaba demasiado ancho y demasiado largo, y además la tela le picaba muchísimo.
—El caso es que con esta ropa no podemos volar —declaró Anna con una sonrisa de lamentación.
—¿No?
—No. Sería demasiado arriesgado. Podríamos quedarnos enganchados en algún sitio. O se nos podrían enredar los brazos en la tela y entonces nos caeríamos… ¡a pesar de las capas!
—¿Quieres decir que tendremos que ir a pie?
—Sí, iremos paseando… ¡Como los seres humanos! —dijo Anna con una risita.
«¿Como los seres humanos?», pensó Anton. Anna parecía haberse olvidado de algo: ¡El sí era un ser humano!
Sin embargo, se calló para que ella no volviera a enfadarse.
—Espero que no nos encontremos con mis padres —murmuró.
—¿Con tus padres? —dijo sobresaltada Anna—. ¿Crees que están ya de vuelta?
—No tengo ni idea, pero si tenemos que ir andando, deberíamos marcharnos ya.
—¡Estoy lista! —dijo Anna arremangándose el vestido y saliendo de la habitación pavoneándose.
Anton fue rápidamente hasta la ventana y la dejó entornada de tal forma que cuando regresara sólo tuviera que empujarla para entrar en la habitación.
Luego cerró la puerta de su habitación con llave desde fuera y se guardó la llave en un bolsillo del pantalón.
La puerta de la vivienda la cerró sin echar la llave.
Sus padres nunca dejaban la puerta cerrada con llave cuando se marchaban. Según decían ellos, por el peligro de incendio.
Ya en el pasillo exterior, Anton miró precavidamente hacia todos lados. Pero no se veía a nadie; ni a la señora Miesmann, ni a la señora Puvogel.
—Si viene alguien, podemos decir que vamos a una fiesta de disfraces —le susurró Anna—. ¡Seguro que es convincente!
—¡No creo que a
mis padres
les convenciera! —repuso Anton apretando el botón del ascensor.
Esperó nervioso hasta que llegó el ascensor y se abrió la puerta. ¡La cabina estaba vacía! Y también el portal parecía desierto.
Anton respiró aliviado. Anna y él debían de tener un ángel de la guarda… No: ¡un vampiro de la guarda! Ya fuera de la casa, se echaron las capas de vampiro por encima para camuflarse mejor.
—¡Oh, qué emocionante es pasear contigo! —dijo Anna riéndose bajo.
Anton no respondió.
Preocupado, iba examinando los coches que se aproximaban.
Sólo se quedó tranquilo cuando dejaron atrás la urbanización y se adentraron en el oscuro camino lleno de maleza que conducía al cementerio.
—¿Rüdiger está ya en casa de Schnuppermaul? —preguntó con voz ronca.
—No. Tengo que ir a buscarles a la cripta.
—¿A buscarles?
—¡Sí, a Rüdiger y a Lumpi!
—Lumpi… —repitió con desagrado Anton.
¡Ojalá fuese realmente verdad que a Lumpi se le había olvidado lo de la uña rota!
Cuanto más se acercaban al cementerio, peor se sentía Anton, ¡en el fondo ya se estaba arrepintiendo de haberse dejado convencer por Anna de ir a aquella fiesta de disfraces en casa de Schnuppermaul!
Hubiera preferido darse la vuelta…, pero no lo hizo por miedo a que Lumpi y Rüdiger le tacharan de cobarde. Y, además, ya asomaba el alto muro, pintado de blanco, que rodeaba la parte anterior y bien cuidada del cementerio.
—Esta noche no tenemos que trepar por el muro del cementerio —dijo ella con una sonrisita—. ¡Al fin y al cabo, estamos invitados oficialmente!
Ella corrió hacia el portón tan aprisa como le permitió su largo vestido y movió el picaporte.
El portón se abrió con un chirrido.
—¡Ven! —susurró Anna.
Anton entró vacilante en el cementerio.
Sintió un ligero temor incluso en presencia de Anna, pero se armó de valor y la siguió.
Anna se detuvo al llegar a la vieja capilla, cuya puerta de hierro estaba cerrada con un gran candado que destellaba a la luz de la luna.
—¡Espéranos aquí! —dijo ella, y desapareció entre los arbustos.
Anton se apoyó con fuerza en la pared de piedra de la capilla y permaneció inmóvil. Se le pasaron por la cabeza ideas horribles: ¿y si a Geiermeier le habían dejado salir del hospital antes de tiempo?… ¡Seguro que el guardián del cementerio tomaría a Anton por un auténtico vampiro y se abalanzaría sobre él con una de sus afiladas estacas!
O, peor aún, ¿y si llegara allí uno de los parientes adultos del pequeño vampiro? Tía Dorothee, por ejemplo…
¡Anton estaría perdido y entonces ni siquiera Anna podría salvarle!
Lleno de miedo miró a su alrededor y escuchó con atención.
¿No había crujido algo por allí?
¿Y no se había deslizado por allá algo grande, oscuro y en posición agachada corriendo hacia los altos matorrales?
Anton sintió que se le ponían los pelos de punta.
Tanteó con la mano la puerta de hierro de la capilla. Quizá se pudiera abrir el candado y Anton podría encontrar, en caso de máxima necesidad, refugio en el interior de la capilla…
Pero no encontró el candado… Y a moverse no se atrevía.
Se quedó allí conteniendo la respiración y con la mirada dirigida hacia los altos matorrales.
Y de repente —a Anton se le paralizó la sangre en las venas— una figura fornida y vestida de negro salió de los matorrales, se enderezó y se encaminó hacia él a pasos largos y ligeros…
—¡Un vampiro! —balbució.
El vampiro tenía un aspecto tan terrorífico que Anton creyó que iba a desmayarse: el pelo lo tenía rojo y le sobresalía salvajemente de la cabeza; la boca era de color rojo chillón y tenía unas ojeras tan profundas y tan negras como un cráter…
—¡No! —gimió Anton—. ¡No!
El vampiro ya estaba a un palmo de él, pero, inesperadamente, se detuvo y su gran boca soltó una risotada burlona.
Anton vio nebulosamente los colmillos del vampiro, afilados como cuchillos y de un blanco resplandeciente.
—¡No! —se quejó Anton—. ¡No!
Una voz profunda y graznante contestó:
—¿Qué es lo que le pasa a mi pequeño Anton? ¿Por qué tiembla de esa manera? Y su frente…, ¡pero si está empapada en sudor!