Schnuppermaul lanzó una mirada de preocupación a Lumpi, que tenía aspecto de estar bastante débil.
—¿No quiere usted coger también algo, señor Von Schlotterstein? —le animó a Lumpi—. ¡Un buen bocadillo de jamón le vendría muy bien ahora, creo yo!
—¿Un bocadillo de jamón? —gimió Lumpi—. No, no, de ninguna manera…
Mientras lo dijo le castañetearon los dientes cómo si tuviera fiebre.
—¡O esto de aquí, mire! —dijo Schnuppermaul soltando el brazo de Lumpi y levantando el plato de las morcillas…—. Estas exquisitas morcillas —dijo en tono elogioso—. No solamente son sabrosísimas, no; también son nutritivas y sobre todo… ¡beneficiosas para la sangre!
—¿Beneficiosas para la sangre? —repitió Lumpi con voz monótona, y tambaleándose muchísimo dio un paso hacia Schnuppermaul.
Anton vio sobrecogido cómo Lumpi extendía hacia el cuello del jardinero del cementerio sus grandes manos, de largas y afiladas uñas.
Sin embargo, en el último momento Lumpi se contuvo y agarró el respaldo de una silla, en la que se sujetó.
Schnuppermaul se le quedó mirando fijamente con ojos muy abiertos y llenos de asombro. De todas formas, no parecía haberse dado cuenta del verdadero motivo de aquella fantasmagórica escena, pues declaró:
—¡Podrá decir usted lo que quiera, señor Von Schlotterstein, pero usted tiene que ir a un médico!
Lumpi, sin embargo, no dijo absolutamente nada y simplemente gimió.
—¡Un médico no! —repuso entonces el pequeño vampiro—. Lumpi tiene que salir a que le dé el aire fresco.
Se acercó a Lumpi y le sacudió.
—¡Vamos, venga! —dijo el pequeño vampiro urgiéndole.
—¿A que le dé el aire fresco? —preguntó dubitativo Schnuppermaul—. ¿En este estado?
—¡Sí! El aire fresco es lo único que le puede hacer bien.
El pequeño vampiro sacudió con más fuerza a Lumpi, pero Lumpi no se inmutó.
—¡Vamos, venga! —volvió a decir Rüdiger.
Lumpi entonces levantó la cabeza.
Tenía un aspecto terrible: perlas de sudor le cubrían la frente y su piel había cobrado un color verdoso.
—El zumo —gimió—. No era un simple zumo. Tenía algo más…
—Probablemente una chispita de ron —dijo Schnuppermaul con una risita—. A veces Tía Bertha le echa algo de ron para mejorarle el sabor.
—¡Ron! —exclamó estridentemente Lumpi abalanzándose hacia la puerta.
—¡Oh, no! —exclamó el pequeño vampiro—. ¡Para nosotros el ron es casi tan malo como…!
Se interrumpió.
Sin preocuparse de Anton, echó a correr detrás de Lumpi, que había desaparecido por la escalera ahogándose. Anton se quedó rígido del susto.
Sólo cuando oyó el ruido de la puerta de la casa al cerrarse se despabiló y quiso seguir a los dos vampiros… Pero Schnuppermaul le sujetó de una punta de su capa.
—Quédese —le rogó.
—i Pero es que mi amigo me necesita! —opuso Anton.
—¡Y
yo
le necesito más! —repuso Schnuppermaul en tono suplicante—. ¡Mire usted todas estas cosas tan buenas que he comprado! ¡Ahora no puede usted dejarme en la estacada!
Anton titubeó. Temía que a Lumpi le pudiera haber ocurrido algo terrible. Pero aunque así fuera…, él, Anton, apenas podía servir de gran ayuda a Lumpi.
—Está bien —murmuró echando mano de mala gana a un tomate.
—¡Gracias! —dijo Schnuppermaul cogiendo una rodaja de butifarra ahumada—. ¿Sabe usted? —continuó diciendo en tono de charla—. El señor Geiermeier no saldrá del hospital hasta dentro de dos semanas. ¡Y hasta entonces no hubiera aguantado yo solo! ¡Sí, y después el pobre señor Geiermeier tendrá que seguir probablemente un tratamiento durante tres meses!
—¿Durante tres meses? —exclamó Anton, y en su perplejidad casi se le cayó de la mano el segundo tomate, que acababa de morder.
—Muy mal, ¿no es cierto? —dijo Schnuppermaul—. ¡Pero para mí es casi exactamente igual de mal! Este puesto de trabajo en el cementerio…
Se tragó lo que tenía en la boca.
—¡Este trabajo —continuó— ya es difícil de soportar estando dos! Pero uno sólo… Piense usted en la soledad, el silencio por las noches, la oscuridad de los caminos, la cantidad de zarzas que hay aquí, detrás de las cuales quién sabe qué puede estar acechándole a uno.
Se estremeció.
—Sobre todo por las noches, durante la ronda, cuando de repente se para uno a pensar que quizá pudiera haber vampiros. Quiero decir
auténticos
vampiros…, ¡no gente disfrazada de vampiro tan simpática y tan inofensiva como usted y el señor Von Schlotterstein con su joven amigo!
Inquirió a Anton con la mirada.
—¿Cree
usted
en vampiros?
—¿Yo? —preguntó sorprendido Anton—. Sí…, digo…, no.
—Yo tampoco —contestó Schnuppermaul con una suave risita—. Por lo menos no del todo. Pero mi jefe, el señor Geiermeier… ¡Está noche tras noche a la caza!
—¿Qué? —exclamó sorprendido Anton—. ¡Yo creía que estaba en el hospital!
—Sí que está —dijo Schnuppermaul riéndose tímidamente—. Yo me refería a antes de que le diera el ataque al corazón. Pero el señor Geiermeier realmente exagera con lo de su caza de vampiros…
Suspiró profundamente.
—¡En Stuttgart, que es de donde yo soy, todo era mucho mejor que aquí! —dijo entonces, y al recordarlo se le iluminaron los ojos—. En Stuttgart no tenía que vivir en el cementerio… ¡Qué va! Allí tenía una habitación en el centro de la ciudad. Y mi trabajo también era mucho más fácil y más agradable: caminos limpios, zonas ajardinadas bien cuidadas, todo bien ordenado y moderno… Y sobre todo: allí no había nadie que me metiera miedo con los vampiros…
—¡Pero si no está comiendo usted nada! —exclamó de repente.
—Yo… mi estómago… —tartamudeó Anton.
—¿Tiene problemas con su estómago? ¡Pues entonces tendrá que tomarse un trago del zumo de cereza de Tía Bertha!
Schnuppermaul soltó una risita y dijo:
—¡Si tu estómago no se despierta, bebe el zumo de cereza de Tía Bertha!
—Ya he bebido zumo —repuso Anton—. Pero es que a mí tampoco me sienta bien el ron.
—¿De veras? —dijo Schnuppermaul incrédulo, guiñándole un ojo.
Cogió de la mesa una botella sin etiqueta, la abrió y olió su contenido. Luego se tomó un largo trago.
—Pues a mí el zumo me sienta extraordinariamente bien —dijo entusiasmado—. ¡Sobre todo cuando contiene ron!
—Pero, ¿por qué no nos sentamos? —preguntó luego Schnuppermaul después de dejar otra vez la botella—. Estando uno sentado es más fácil trabar amistad.
—Yo…, mis padres me están esperando —dijo rápidamente Anton.
Sin embargo, apenas soltó aquellas palabras se arrepintió de haberlas dicho y se hubiera dado de bofetadas por su imprudencia.
Schnuppermaul le escuchó con sorpresa.
—¿Sus padres? —preguntó—. ¿Vive usted aún con sus padres?
—Sí… —dijo Anton sintiendo que se ponía colorado por debajo de su maquillaje blanco.
Miró angustiado hacia la puerta y dijo:
—¡Ahora ya sí que no tengo más remedio que marcharme!
—Sus padres… —dijo Schnuppermaul observando pensativo a Anton.
Anton tenía la terrible sensación de que estaban a punto de descubrirle. Y efectivamente: en la cara de Schnuppermaul apareció entonces una sonrisa y exclamó:
—¡Tus
padres
! Tú todavía no eres un adulto. No, ¡qué maravilla! ¡Con lo que me gustan a mí los niños!
Luego, de repente, arrugó la frente y preguntó:
—¿No nos hemos visto antes en algún sitio?
—¿Por…, por qué lo dice? —balbució Anton.
—Por tu pelo —contestó Schnuppermaul—. Ese tono claro…, ese brillo pálido…
Parecía, no obstante, que todavía no estaba del todo seguro. Anton, interiormente, temblaba lleno de nervios.
«¡Que no se acuerde, por favor!», dijo para sí a modo de breve oración.
Pero entonces Schnuppermaul se rió y exclamó:
—¡Ya me acuerdo! ¡Nos hemos visto aquí, en el cementerio!
—¿En el cementerio? —dijo Anton fingiendo sorpresa.
—¡Sí! Tú eres el simpático rubito del cubo de arena y la pala —dijo Schnuppermaul poniendo cara de estar muy satisfecho de sí mismo—. Viniste al cementerio porque al cajón de arena de tu casa le estaban cambiando la arena… ¡ Justo, eso era!
Anton asintió avergonzado.
—Ah, sí —murmuró.
Era inútil seguir mintiendo.
—¿Te sigue gustando jugar en la arena? —le preguntó Schnuppermaul.
—Humm, sí —dijo Anton—. Pero es que la arena ya está otra vez tan… tan sucia…
—¿De verdad? —dijo con una risita Schnuppermaul—. Seguro que está llena de caquitas de perro, ¿no?
Anton asintió con la cabeza.
—¿Sabes una cosa? —dijo Schnuppermaul yéndose a la ventana y corriendo a un lado la gruesa cortina de color verde oscuro—. Yo podría instalar un cajón de arena en el jardín… ¡para ti solo y sin caquitas!
—¿Para mí solo? —fingió sentirse halagado Anton.
—¡Sí, para ti solo! —confirmó Schnuppermaul frotándose las manos.
—Por cierto… —dijo después de una pausa—. ¿Tú cómo te llamas?
—¿Que cómo me llamo? —repitió sobresaltado Anton.
Para ganar tiempo le contestó con otra pregunta:
—¿A qué nombre se refiere: al normal o al nombre de vampiro?
—¿Es que los vampiros tienen nombres especiales?
—¡Claro que sí! —respondió Anton. Y en tono acentuadamente misterioso añadió—: ¡Tienen nombres que no figuran en ninguna guía telefónica del mundo!
—¿De veras? —dijo Schnuppermaul visiblemente impresionado, como si Anton le hubiera confiado un profundo conocimiento—. ¿No vas a revelarme cuál es tu nombre secreto de vampiro? —preguntó luego.
Anton estiró el mentón.
—¡Antonio el Lúgubre!
—¡Qué estupendo! —dijo Schnuppermaul—. En realidad yo también debería ponerme, de acuerdo con mi disfraz, un nombre de vampiro, ¿no crees?
—Sí, sí, por supuesto —confirmó Anton riéndose burlonamente para sus adentros. ¿Qué diría Geiermeier si oyera aquello?
—¡Mi nombre, además, es que ni pintado! —exclamó Schnuppermaul con una risita—. ¡Me llamo Wolf-Rüdiger!
—¿
Wolf-Rüdiger
? —saltó como una bala Anton.
Schnuppermaul le miró extrañado.
—¿Tienes algo en contra de Rüdiger? —preguntó.
—No, no —aseguró rápidamente Anton.
—¡Sería además una tontería! —observó Schnuppermaul—. ¡Rüdiger significa «gloria» y «lanza» y es un nombre muy antiguo y muy honorable!
Gloria y lanza… Anton tomaría nota de los dos conceptos… ¡para contárselo al pequeño vampiro!
—Es que… yo conocí una vez a uno que se llamaba Rüdiger —explicó Anton—. Tenía unos pies enormes y siempre los iba arrastrando de una forma muy graciosa…
—¡Ah, era por eso! —dijo Schnuppermaul.
Le guiñó un ojo a Anton y le preguntó:
—¿Qué te parece si me pongo de nombre de vampiro «Wölfi, el Amante de los Niños?»
Anton hizo esfuerzos para permanecer serio.
—¡Sí, muy apropiado! —dijo, y su voz, con la risa reprimida, sonó bastante áspera—. Pero ahora tengo que irme, de verdad.
—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó Schnuppermaul.
—¿A… a mí? ¿A casa?
—¡Sí! Y así me presentarás a tus padres. Después de todo, ¡seguro que quieren saber con quién ha pasado la tarde su señor hijo!
—Yo, eh… bueno…
Anton pensó con rapidez cómo podía hacer desistir a Schnuppermaul de aquella propuesta completamente imposible.
Schnuppermaul debió de tomar la vacilación de Anton por una aprobación, pues dijo:
—Bueno, estupendo. Entonces te voy a envolver un par de cosas buenas de éstas y luego nos marchamos.
Soltó una risita y salió de la habitación diciendo:
—¡Voy un momento a la cocina por una bolsa!
Anton esperó un momento… Luego subió la escalera sin hacer ruido. Oyó a Schnuppermaul que hacía crujir alguna bolsa en la cocina.
Anton siguió andando de puntillas, cruzó el vestíbulo y alcanzó la puerta de la casa. Anton la abrió de un tirón y echó a correr.
No se detuvo hasta que no llegó al parque infantil que había delante de su casa.