Anton abrió los ojos.
Aquella voz…
—¿Todavía no sabes quién soy? —preguntó el vampiro riéndose con un graznido ronco.
Sólo había uno que se riera así…
—¿Lumpi? —preguntó con voz temblorosa Anton.
—¡Bueno, por fin te has dado cuenta! —siseó Lumpi.
Luego se dio la vuelta y exclamó:
—Ya puedes venir. ¡Ha sobrevivido!
Anton vio que de entre los matorrales salía una segunda figura negra. También iba muy acicalada…, pero Anton reconoció bajo el maquillaje al pequeño vampiro.
—Vaya sorpresa, ¿eh? —graznó Lumpi.
Anton le miró sofocado.
—¡Tu Anton tiene los nervios como asas de ataúd! —dijo entonces Lumpi—. Yo pensaba que nada más ver mi maquillaje para la fiesta de disfraces iba a salir corriendo pegando gritos.
—Bah, sí… —dijo el pequeño vampiro—. Es que le ha imprimido carácter.
—¿Que le ha imprimido carácter?… —inquirió Lumpi sacudiendo su melena—. ¿Te refieres a los polvos rojos?
—¡No! ¡Mi
valor
le ha imprimido carácter! —repuso el pequeño vampiro riéndose burlonamente.
Él también llevaba polvos de color rojo en el pelo. Y sus ojeras, que ya de por sí eran oscuras, las había reforzado, exactamente igual que Lumpi, con gruesos trazos negros.
Los dos se habían pintado los labios con bastante torpeza: saliéndose mucho de las comisuras; así que vistos desde cerca tenían un aspecto más bien cómico. Como de payasos de circo.
Anton no pudo evitar reírse irónicamente a pesar del susto que aún tenía metido en los huesos.
El pequeño vampiro debió de tomar la risa de Anton por una expresión de admiración, pues dijo en tono halagüeño:
—¡Tu maquillaje tampoco está mal! En todo caso, es mucho más auténtico que cuando el baile de los vampiros.
«¡Sí, gracias a Anna!», pensó Anton.
Y en voz alta preguntó:
—¿Y Anna dónde está?
—Vendrá más tarde —repuso con indiferencia el pequeño vampiro.
Anton se sobresaltó.
—¿Vendrá más tarde?
¡Ir a casa de Geiermeier y Schnuppermaul sin Anna no le parecía demasiado tentador! Hasta entonces en las situaciones difíciles Anna había sido casi siempre la que se había puesto a favor de Anton y le había ayudado… Como aquella vez de la noche transilvana en la habitación de Anton cuando sus padres descubrieron el terrible desorden que había.
Aquella noche el pequeño vampiro sólo tuvo ojos para Olga… Casi igual que esta noche, en la que parecía interesarse únicamente por Lumpi. ¡Y permitir que Lumpi le pegara un susto de muerte tampoco era muy amable por su parte!
Anton ya estaba pensando si no sería mejor volverse a casa aunque Lumpi y Rüdiger le tacharan de gallina y de aguafiestas…, pero entonces vio salir de detrás de la capilla a una pequeña figura envuelta en un ropaje blanco que le llegaba hasta el suelo.
En un primer momento creyó que era un fantasma, ¡pero luego comprendió que era Anna!
También ella tenía un aspecto extraño: el pelo salvajemente amontonado y teñido de rojo y la boca pintada de color rojo oscuro.
Ella le sonrió a Anton y dijo disculpándose:
—¡Espero no haber tardado demasiado!
—¡Pero si Anton estaba en la mejor compañía!… —repuso Lumpi riéndose de forma atronadora.
Y dándole un fuerte golpe en el costado a Rüdiger añadió jovialmente:
—¡Bueno, y ahora a la fiesta de disfraces!
Se dio media vuelta y echó a andar a grandes zancadas. Mientras tanto, el pequeño vampiro corría detrás de él… haciendo esfuerzos para mantenerse a la misma altura que Lumpi.
Anna y Anton les seguían a alguna distancia.
—¿Y es completamente seguro que Geiermeier está todavía en el hospital? —preguntó Anton.
—Sí, absolutamente seguro —contestó Anna.
Y en tono misterioso añadió:
—Lo sé por propia observación.
—¿Por propia observación?
—¡Sí! Anoche pasé volando por el hospital y vi a Geiermeier acostado en su cama. E imagínate —dijo con una risita—: estaba tan delgado y tan pálido… ¡como un vampiro!
—¿Geiermeier?
—Sí. ¡Si viniera a nuestra fiesta de disfraces, tendría una pinta auténtica!
—Mejor no —dijo rápidamente Anton—. Con Schnuppermaul ya tengo bastante.
«Y con Lumpi», añadió para sus adentros. Observó preocupado al vampiro grande y ancho de hombros que avanzaba decidido hacia la casa del guardián del cementerio, seguido por un nervioso pequeño vampiro.
—¡Es una suerte que estés
tú
aquí! —suspiró.
Anna sonrió y dijo:
—¡Lo que es una suerte es que
tú
estés aquí, Anton! Sin ti no me importaría nada la fiesta de disfraces. ¡Y Lumpi y Rüdiger mucho menos! ¡Si supieras cómo me tienen los dos hasta el gorro con su «sociedad filarmónica para hombres»!
—¿Con qué? —preguntó anonadado Anton.
—¡Con su «sociedad filarmónica para hombres»! Pero no les digas que yo te lo he dicho.
—No, no.
—¡Esta noche, por cierto, quieren preguntarle a Schnuppermaul si quiere entrar en su sociedad!
—¿Schnuppermaul ?
—Sí. Dicen que tiene unos discos buenísimos. Y una guitarra de verdad, con tres cuerdas.
Anton sacudió la cabeza irritado.
—Yo creía que lo que querían fundar era un nuevo
grupo
de hombres. Pero una sociedad filarmónica para hombres… ¿Es que tienen alguna idea de música?
—¡Qué va: nada de nada! Lo que pasa es que Lumpi dijo que los grupos de hombres los hay hoy como chinches en la cripta. Y que en cambio una sociedad filarmónica para hombres es algo completamente nuevo. Y además que era mucho más…, mucho más…, ¡positivo!; justo: ¡eso es lo que dijo!
—Y a ti seguro que también te preguntan si… —siguió diciendo Anna, pero de repente se interrumpió sobresaltada.
Cogió a Anton del brazo y antes de que él supiera cómo, le había arrastrado detrás de un arbusto que había al borde del camino.
—¡Chsss…! —le chistó poniéndose un dedo en la boca para que él no dijera nada—. ¡Tía Dorothee!
—¿Tía Dorothee? —balbució Anton sintiendo cómo le entraba el miedo en todos los miembros de su cuerpo.
—¡Sí, allí delante, con Lumpi y con Rüdiger! —dijo susurrando Anna.
Y en voz baja añadió:
—A nosotros todavía no nos ha descubierto.
—¿Todavía? —dijo Anton castañeteándole los dientes.
El tupido matorral le impedía la visión; así que no podía ver ni a Lumpi ni a Rüdiger ni a la terrorífica Tía Dorothee. Pero los ojos de los vampiros eran mucho más agudos que los de los seres humanos…
—No debemos movernos del sitio —susurró Anna—. ¡A mí con el vestido puesto no debe verme de ninguna manera, y a ti mucho menos aún!
Anton oyó aterrado cómo la voz de Tía Dorothee resonaba por el cementerio:
—¿Lumpi? ¿Rüdiger?
—Sí, ¿qué pasa, tiíta? —respondió Lumpi de una forma tan natural como si no le hubiera sorprendido absolutamente nada encontrarse allí con Tía Dorothee.
—¿A dónde vais? —preguntó tajante Tía Dorothee.
Anton notó que se le aflojaban las rodillas.
—A la ciudad a asustar a la gente —contestó Lumpi—. ¿Es que no se ve?
—¿Por eso os habéis arreglado tanto?
—Sí, para que la gente eche a correr gritando —dijo Lumpi riéndose roncamente—. ¡Eso te da fuerza, eso da vigor, te mantiene en forma y te lo pasas bien!
—¡Ay, vosotros y vuestras chiquilladas! —dijo Tía Dorothee ya con el ánimo más templado—. Pero tened en cuenta las reglas: ¡con los seres humanos sólo pueden mantenerse aquellos contactos que aprovechan a la conservación de nuestra especie!… ¡Nada de amistades!
—Eso se da por descontado, Tía Dorothee —repuso jactancioso Lumpi.
—¿Y Rüdiger qué? —inquirió Tía Dorothee—. ¡Ya ha tenido prohibición de cripta una vez por trabar amistad con un chico!
Cuando Anton oyó aquellas palabras le entraron escalofríos.
—Con una vez ya ha tenido bastante —aseguró Lumpi—. No lo volvería a hacer, ¿verdad, Rüdiger?
—¡No, no, jamás! —llegó rápidamente la respuesta del pequeño vampiro.
—Está bien —dijo Tía Dorothee—. Pues por mí entonces marchaos a asustar a los seres humanos. ¡Yo me iré a la cripta a acostarme!
—¿Cómo? ¿Ya? —preguntó Lumpi.
—Sí. Me siento un poco rara —explicó Tía Dorothee—. ¡Quizá sea simplemente que he comido demasiado! —dijo ella entonces riéndose con estridencia.
—¡Que te mejores, tiíta! —dijo Lumpi con voz aflautada.
—Gracias —dijo muy digna Tía Dorothee.
—¡Se marcha! —susurró Anna.
Anton suspiró profundamente.
—Bueno, ya está en la cripta —anunció Anna poco después.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó él.
—He oído el ruido de la piedra que tapa nuestro agujero de entrada. ¡Ven!
Ella salió de la sombra del arbusto y Anton la siguió vacilante.
—¿Y… y si Tía Dorothee vuelve? —preguntó Anton con la voz áspera.
—¿Por qué iba a hacerlo? —repuso Anna—. No, seguro que se echa una siestecita.
A pesar de aquella afirmación, a Anton no se le quitó la sensación de angustia que tenía.
—¿Y Lumpi y Rüdiger? —preguntó él con voz ronca luchando contra su creciente miedo—. ¿Los ves?
—No —contestó Anna—. Supongo que ya estarán en casa de Schnuppermaul.
—¿En la casa? ¿Crees tú que no nos esperan?
—¿Esperarnos? ¡Sí, a ti quizá sí! —dijo Anna.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Anton.
—¡A
mí
Rüdiger seguro que no me esperaría! ¡Con lo celoso que es!…
—¿Celoso?
—¡Efectivamente! —declaró Anna—. ¡A Rüdiger no le gusta
compartirte conmigo
!
A Anton se le puso de repente un nudo en la garganta.
—¿Compartirme… contigo?
—No es lo que tú te crees —dijo Anna con una risita—. ¡Me refiero como amigo!
—Ah, bueno —murmuró Anton.
¿Serían quizá los celos el motivo por el cual aquella noche el pequeño vampiro le había «ignorado» tan expresamente?
—A Rüdiger le hubiera gustado ir a recogerte para ir a la fiesta de disfraces —dijo entonces Anna confirmando las sospechas de Anton—. Pero Lumpi dijo que teníamos que jugárnoslo a los dados y que quien sacara la puntuación más baja iría a recogerte… ¡Y, naturalmente, gané yo! —añadió ella complacida—. Yo saqué un uno y Rüdiger un seis.
«¡Pobre Rüdiger!», pensó Anton… Pero, por si acaso, se lo guardó para sí.
El camino hacía entonces un recodo y detrás del recodo, para alivio de Anton, se encontraron con Rüdiger y con Lumpi.
Ambos estaban apoyados en la puerta del jardín de Geiermeier acechando con la vista hacia la casa.
—¡Por fin estáis aquí! —gruñó Lumpi.
Anton se colocó al lado del pequeño vampiro junto a la puerta.
—Hola, Rüdiger —dijo en voz baja.
El pequeño vampiro le lanzó una mirada de soslayo.
—Hola, Anton —contestó…, algo más amable que antes, según le pareció a Anton.
—¿Por qué estáis aquí todavía? —preguntó Anna—. ¿Es que hay algo que no marcha?
—Bueno… —dijo Lumpi estirando la palabra—. Es que acabamos de celebrar una conferencia.
—¿Una conferencia?
—Sí, hemos estado pensando quién de nosotros sería el más apropiado para llamar al timbre de la casa de Schnuppermaul y ver si está solo.
Al decir aquello miró fijamente y con una amplia sonrisa irónica a Anton.
—¡Yo ya sé quién! —dijo Anna.
—Ah, ¿sí? —dijo Lumpi sin desviar la vista de Anton—. ¡Seguro que estás pensando en este joven amigo a quien tanto aprecia Rüdiger! ¡Sí, vamos a ver lo valiente que es nuestro Anton Bohnsack!
Anton estaba allí muy tieso, como hipnotizado. Tenía la sensación de que todo se le había parado: los latidos de su corazón, su respiración… Pero entonces Anna le cogió del brazo y le sacudió suavemente, como para despertarle.
—¡
Yo
voto por Rüdiger! —declaró ella con firmeza.
—¿Por
mí
? —gritó el pequeño vampiro—. ¡Pero Schnuppermaul es mucho más grande y más fuerte que
yo
!
—¿Sí? —dijo Anna—. ¿Y Anton qué? Schnuppermaul también es mucho más grande y más fuerte que Anton.
—¡Pero no más fuerte que
yo
! —se hizo notar entonces Lumpi—. ¡
Yo
soy mucho más fuerte que Schnuppermaul!
—¿Por qué no vas tú entonces? —dijo sagazmente Anna—. Siendo tan fuerte como eres…
—Sí, tienes razón —afirmó halagado Lumpi—. Debo ir yo… ¡Yo, Lumpi el Fuerte!
Abrió de un empujón la puerta del jardín y con la cabeza bien alta desfiló hacia la casa.
—¡Fanfarrón! —siseó el pequeño vampiro…, pero en voz tan baja que sólo pudieron oírlo Anton y Anna.
Lumpi se detuvo ante la puerta de la casa y examinó el vestíbulo iluminado mirando por la mirilla oval. Sólo después tocó el timbre. Anton contuvo la respiración.
Se abrió entonces la puerta y salió una figura de un aspecto espantoso. Anton, sin embargo, se dio cuenta en seguida de que era Schnuppermaul, el jardinero del cementerio, por la gran nariz aguileña y las enormes manos. Lo que más terrorífico parecía en su cara blanca como la cal eran los ojos: Schnuppermaul se los había pintado todo alrededor de rojo. Iba vestido con bastante propiedad, con una capa de tela negra que le llegaba hasta el suelo. «¡Probablemente se la ha hecho él mismo!», pensó Anton.