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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y la guarida secreta (6 page)

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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—¿Agradecido? ¿A mí? —dijo Anton poniéndolo en duda.

—¡Seguro que sí! —asintió llena de confianza la señora Schwartenfeger.

Se hizo una pausa.

Anton miró hacia la puerta. Le entraron tentaciones de levantarse y de volver sencillamente a la sala de consulta. Al fin y al cabo, había sido
él
quien había puesto en contacto al señor Schwartenfeger y al pequeño vampiro. ¡La crema solar y la loción solar las había pagado incluso de su propio dinero! Y ahora de repente era repudiado y no era necesario… Era «persona non grappa» o algo parecido…, que era una de las expresiones favoritas de su padre.

—¿Quieres un caramelo? —oyó decir a la señora Schwartenfeger.

—No —gruñó.

—¿O un trozo de chocolate? —preguntó haciendo crujir el envoltorio.

—¡No, gracias, no tengo ganas!… ¡Y leer tampoco quiero! —se le adelantó lanzando una breve mirada a los tebeos.

—¡Está bien! —dijo la señora Schwartenfeger fingiendo que no le importaba— Entonces nos quedaremos aquí sentados esperando a que Rudolf haya terminado la terapia.

Ella miró su reloj y añadió:

—Ya no pueden tardar mucho.

Anton no respondió. Le había entrado de pronto una sensación tan rara… Su exclusión de la terapia, tan repentina, ¿no tendría otros motivos completamente distintos? ¿Por ejemplo, que el señor Schwartenfeger quisiera deshacerse de un testigo peligroso para él? Se esforzó en aguzar el oído a ver si salía acaso algún ruido de la sala de consulta, pero luego se acordó de lo gruesa que era la tapicería que forraba la puerta.

Tapicería… Observó el sofá marrón en el que estaba sentado. ¿No era extraño que en la sala del psicólogo sólo hubiera para él una silla incomodísima, mientras allí le esperaba aquel confortable sofá?

De alguna manera, parecía como si estuviera preparado…, como si el señor Schwartenfeger y su mujer hubieran tramado juntos un plan. Lo de las golosinas y los tebeos también hablaba en favor de ello, con lo cual se reforzaba aún más la sospecha de Anton.

Miró con suspicacia a la señora Schwartenfeger, que estaba jugueteando con su collar de perlas y parecía estar profundamente sumergida en sus pensamientos.

Anton hubiera querido saltar y hacer algo. ¡Pensar que en la sala de consulta podían estarle pasando cosas horribles al pequeño vampiro… y él estaba allí metido sin hacer nada!

Pero, ¿qué remedio le quedaba?

¡Como oyera algún ruido preocupante, entonces sí que intervendría!

Pero el piso, la casa… todo parecía sumido en un sueño tan profundo como el de la Bella Durmiente.

Y cuanto más aguzaba el oído Anton en medio de aquel inquietante silencio, más nervioso e intranquilo se iba poniendo.

Cuando por fin escuchó pasos por el pasillo, sintió un alivio enorme.

Sin pensárselo corrió hacia la puerta. La abrió de un tirón… y se encontró de frente con el pequeño vampiro.

Comentarios estúpidos

—Rüdiger —dijo con alegría… y se quedó paralizado.

Él pequeño vampiro seguía llevando puestas las gafas de sol y parecía bastante abatido.

—¿Qué te pasa en los ojos? —le preguntó asustado Anton.

El vampiro frunció la boca a disgusto, como si le resultara penosa la preocupación de Anton.

—¡Nada! —gruñó.

—¿Nada? —repitió Anton—. ¿Y las gafas?

—¡A Rudolf le gustan tanto las gafas de sol que ya no quiere quitárselas! —dijo entonces el señor Schwartenfeger, yendo un par de pasos detrás del pequeño vampiro y con cara de estar muy satisfecho—. ¡Un éxito enorme! —dijo entusiasmado—. ¡Algo extraordinario! ¡Estoy verdaderamente orgulloso de Rudolf!

El vampiro sonrió halagado.

—Entonces, ¿ha salido todo bien? —preguntó Anton.

—Sí, maravillosamente bien —respondió el señor Schwartenfeger—. ¡Pero ahora Rudolf está muy cansado!


Muy
cansado no —le contradijo el vampiro con una risa ronca—. Después de todo, yo soy conocido por mis fuertes nervios. ¡Dicen que tengo unos nervios como clavos de ataúd!

—¡Ah, ¿sí?! —le dijo burlón Anton.

«Nervios como clavos de ataúd»: aquella expresión la había empleado Lumpi; pero no refiriéndose a Rüdiger, ¡sino a él, a Anton!

—Me parece que tú no puedes soportar que alguien
me
diga algo agradable, ¿no? —bufó el pequeño vampiro—. ¡Pues sin ti la sesión ha sido mil veces mejor! He podido concentrarme como es debido y nadie se ha peleado conmigo ni me ha hecho perder la concentración con comentarios estúpidos.

Dio un sonoro resoplido como para subrayar sus palabras.

—Y para que lo sepas —continuó diciendo levantando la voz—¡De ahora en adelante renunciaré por completo a tu compañía, Anton Bohnsack! ¡La próxima vez vendré yo solo a ver al señor Schwartenfeger, sí señor!

Dicho aquello se dio media vuelta y desapareció por el pasillo de la casa.

—¡Espera, Rudolf! —dijo el señor Schwartenfeger apresurándose a seguirle.

Lentamente e hirviendo de rabia por dentro, Anton les siguió. Se sentía como un imbécil…

Él
se preocupaba por el pequeño vampiro, quería ayudarle, estar a su lado ante el peligro… ¿Y qué hacía el vampiro?

En cuanto se le presentaba la oportunidad dejaba tirado a Anton y ya no se preocupaba ni lo más mínimo de él. El pequeño vampiro era un desagradecido y un traidor… ¡Y pensaba única y exclusivamente en su propio provecho!

Cuando Anton llegó a la puerta de la casa ya apenas se asombró de encontrar allí solamente al señor Schwartenfeger.

Era evidente que el señor Schwartenfeger estaba entusiasmado. Con una amplia sonrisa se dirigió a Anton y le explicó agitado:

—¡Ha sido una sesión extraordinaria que permite tener grandes esperanzas!

—¿De veras? —dijo simplemente Anton.

¡No estaba de humor para oír cómo el señor Schwartenfeger entonaba un canto de alabanza al pequeño vampiro!

—Y yo ahora estoy «dado de baja», ¿no? —observó.

—¿Dado de baja? —repitió el señor Schwartenfeger haciéndose el indignado—

¡Por supuesto que no! ¡En cierto sentido tú eres incluso el protagonista!

—¿Yo? —dijo Anton riéndose secamente.

El cuento del «protagonista» ya lo había oído él una vez… durante su primera visita a la consulta del psicólogo. En aquella ocasión quizá la expresión fuera apropiada… pero ahora a Anton le parecía más bien un burdo intento de consolarle de su indignación y de su decepción.

—Buenas noches —dijo, y salió desfilando.

—¡Anton, te olvidas la bolsa! —oyó que decía el señor Schwartenfeger.

Pero Anton no respondió nada. ¿Qué le importaban ya el aceite bronceador, los calcetines amarillos y la banda para la frente?

Sin volverse ni una sola vez se metió por el angosto y oscuro camino. Protegido por los matorrales extendió los brazos por debajo de la capa, los movió con fuerza arriba y abajo… y salió volando.

La hora de Anton

Anton aterrizó bastante agotado en la cornisa de su ventana. En el piso todo estaba a oscuras; de ello ya se había dado cuenta según se acercaba volando.

¡Por lo menos aquella noche se iba a librar de la bronca con sus padres!

Bien es verdad que había cerrado con llave por dentro la puerta de su habitación, pero su madre se negaba sencillamente a considerar lo de cerrar la puerta con llave un derecho de Anton a «una vida privada sin que le molestaran»…, a pesar de que en este punto él se podía apoyar incluso en el señor Schwartenfeger. Sin embargo, ella hablaba de «falta de confianza» y de «secretos».

¡Pero es que los «secretos» eran obligados cuando se era amigo de un vampiro!

Amigo… Anton apretó los labios.

¡No, tal como había transcurrido aquella noche, él ya no estaba seguro, ni mucho menos, de si debía seguir considerando amigo suyo al pequeño vampiro! Empujó la ventana hacia dentro y saltó del alféizar al interior de la habitación.

Cuando las puntas de los pies de Anton tocaron el suelo empezó de repente a sonar música: «El sol sale cada día», la canción de la caja de música.

—¡Rüdiger! —exclamó con alegría.

Al parecer el pequeño vampiro se había dado cuenta de que se había portado bastante mal al despedirse. ¡Sin duda no pediría disculpas, pues eso no lo hacía nunca, pero a su manera seguro que querría reparar lo que acababa de ocurrir!

Sin embargo —cosa extraña— el pequeño vampiro no dijo absolutamente nada.

Sólo se oía la clara y metálica canción.

Anton guiñó los ojos. El vampiro estaba sentado en la cama y se había echado su capa negra por encima de la cabeza.

—¿Rüdiger? —volvió a decir Anton, ahora de una forma algo más cautelosa.

—¡No! —llegó la respuesta… muy rotunda.

Y Anton de repente comprendió:

—¡Anna! —exclamó.

Se encendió la lámpara de la mesilla de noche y Anton vio a Anna, que se quitaba la capa con gesto apesadumbrado.

—Yo…, yo pensaba que eras Rüdiger —balbució Anton, al que no se le ocurrió nada mejor que decir.

—¡Ya me he dado cuenta! —le contestó de mal genio Anna.

—Yo… la música… —dijo Anton tragando saliva.

Abochornado, se quitó la capa de vampiro y la colocó en la silla del escritorio.

—Es que, ¿sabes? la caja de música…, creía que era de Rüdiger.

—Y lo es —repuso Anna—, pero yo la he cogido prestada.

—¿Prestada? —repitió Anton… contento de que Anna pareciera no estar ya tan furiosa.

—Sí —dijo ella—. ¡Y también me he inventado una letra para esta música! —dijo muy animada a continuación.

Pero luego, de un momento para otro, su cara volvió a cobrar una expresión desconfiada.

—¡Pero si tú no piensas siempre más que en Rüdiger, seguro que no quieres oír mi letra!

—Oh, claro que sí —le aseguró Anton, y añadió:

—Rüdiger y yo ya no somos amigos… Por lo menos no del todo.

—¿De verdad?

Aquella novedad pareció gustarle a Anna, pues sonrió satisfecha y dijo:

—Está bien, ¡entonces empiezo!

Abrió la caja de música y empezó a cantar:

«Anna se levanta cada noche

en la lúgubre ronda del cementerio

y cada noche inicia su marcha

la bella y recelosa hora de Anton.»

—¿Qué? ¿Qué te ha parecido mi letra? —preguntó muy esperanzada.

—Yo… —dijo Anton carraspeando—. Lo de
cada
noche es un poco exagerado —dijo por decir algo—. ¡Hacía por lo menos dos semanas que no nos veíamos!

—¡Efectivamente! —confirmó Anna ahuecándose el pelo, que lo llevaba sorprendentemente bien peinado.

¡Tenía que haber dedicado mucho esfuerzo para que le hubiera quedado tan liso y tan brillante!

—Es que estaba furiosa contigo —declaró.

—¿Estabas? —repitió Anton palpitándole el corazón.

Ella se puso colorada.


Estoy
furiosa contigo —rectificó rápidamente—. ¡Por permitir que Lumpi, Rüdiger y Schnuppermaul se rieran de mí! Además, te quedaste mirando sin hacer nada cuando me marché corriendo.

—¡No, eso no es verdad! —repuso Anton—. Incluso salí corriendo detrás de ti.

—¿Tú?

—¡Sí! Pero Rüdiger me agarró de la capa y me dijo que me sacarías los ojos si intentaba alcanzarte.

—¿Eso dijo? —exclamó indignada Anna—. ¿Que yo te sacaría
a ti
los ojos?

La expresión de su rostro volvió a cambiar, y muy suavemente dijo:

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