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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y la guarida secreta (8 page)

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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—¿Tú crees? —preguntó insegura Anna.

—¡Sí! —le aseguró Anton… aunque él tampoco se sentía muy bien del todo al ver así al pequeño vampiro a través del cristal…, ¡sin tener la posibilidad de hacer algo en caso de que la cosa se pusiera seria!

¡Por otra parte, había sido decisión del propio Rüdiger excluir a Anton de las sesiones!

—¿Y para qué va a ser bueno estar tendido? —preguntó Anna—¡Si Rüdiger ha estado todo el día en el ataúd!…

—Probablemente el señor Schwartenfeger esté hablando con él —dijo Anton—. O quizá le esté leyendo algo en alto.

—¿Le lee en alto? ¿Y eso ayuda?

—¡Quizá sea una historia sobre el sol!

—¿Sobre el sol? —se rió burlona Anna—. Si así fuera, te garantizo que Rüdiger no estaría ahí tumbado tan tranquilo.

—¡O quizá sí! —repuso Anton—. Eso es precisamente lo más especial del entrenamiento. Poco a poco te hace enfrentarte a cosas que te dan miedo. Pero como estás muy relajado, de repente ya no te dan miedo.

—Ah, vaya…

Anna inspiró y expiró un par de veces de tal modo que se la oyó hacerlo.

—¿Y qué pasa ahora? —preguntó ella.

El señor Schwartenfeger se había levantado de su silla giratoria. Con un gesto autoritario le tendió la banda amarilla para la frente y los calcetines amarillos al pequeño vampiro, que había vuelto a abrir los ojos.

—Me parece que Rüdiger tiene que ponerse guapo —respondió Anton.

—¿Ponerse guapo?

—¡Sí!

Justo en ese momento el vampiro se estaba metiendo la banda por sus salvajes greñas. Y lo hacía poniendo unas muecas terribles. Pero, con absoluta decisión, se caló aún más la banda en la frente, remetiéndose un par de mechones por debajo.

—¡Iiiih! —exclamó despectiva Anna—. Un vampiro no debería llevar prendas amarillas.

—Pero si es por la fobia al sol… —dijo Anton, dándole la razón en secreto: con la piel blanca como la leche del pequeño vampiro y con sus oscuras ojeras, la banda amarilla le quedaba realmente repulsiva… ¡Todo lo contrario que la cinta
roja
oscura que llevaba Anna!

—¿Tú crees que yo también tendré que llevar una banda amarilla como ésa si hago la terapia? —preguntó Anna.

Anton asintió… esforzándose mucho por no reírse, pues el pequeño vampiro había empezado a quitarse ropa: primero los extraños zapatos de tela negros… y luego su par de leotardos de lana; o no: los dos pares de leotardos, pues parecía que llevaba dos.

—¡No mires! —dijo entonces Anna.

—¿Por qué no? —preguntó sorprendido Anton.

—¡Porque no quiero que veas con qué cosas tan miserables tenemos que ir por ahí! —declaró ella.

—Pero si ni siquiera pienso en ello… —repuso Anton—. Es sólo por la terapia… y porque tengo que saber cómo sigue el programa.

—¡A pesar de eso! —contestó Anna—. Ya te diré yo cuándo puedes volver a mirar.

Anton volvió la cabeza. Mientras desviaba la vista hacia la calle se imaginó el olor que soltarían los pies de Rüdiger y sus antiquísimos y agujereados leotardos.

«¡Menos mal que están por medio esos gruesos cristales!», pensó. Los cristales amortiguaban los ruidos… ¡y los olores!

—¡Bueno, ya puedes mirar! —oyó que decía la voz de Anna.

Anton se dio la vuelta… y le faltó un pelo para pegar un grito: el pequeño vampiro estaba tendido en la silla de relajación con sus terriblemente blancas piernas desnudas. Los pies los tenía metidos en los calcetines amarillos de lana, que eran, por lo menos, de una talla mayor.

Y encima la banda amarilla en la frente… Una visión que le hacía estremecerse a Anton y, al mismo tiempo, le provocaba risa.

—¡Y a eso le llamas tú ponerse guapo! —dijo Anna.

—Pero funciona —repuso Anton—. ¡Rüdiger tiene cara de estar muy satisfecho!

Ceguera de amor

—Sí, parece satisfecho —le dio la razón Anna.

El pequeño vampiro había vuelto a cerrar los ojos y parecía estar soñando.

—Probablemente está pensando en Olga —dijo Anton con una risita irónica.

—No me hables de Olga —bufó Anna—. ¡Ya tengo bastante con que vaya a venir pronto aquí!

—¿Sabéis ya cuándo? —preguntó Anton.

—Dicen que dentro de cuatro o cinco semanas —dijo de mal humor Anna—. ¡Pero si me lo preguntas a

, aunque apareciera por aquí dentro de ocho semanas, seguiría siendo demasiado pronto!

«¡Ojala sean ocho semanas!», pensó Anton. «¡O mejor doce!».

¡Sólo así el pequeño vampiro tendría tiempo suficiente para repetir los ejercicios del señor Schwartenfeger tantas veces como fuera necesario para dominarlos realmente! Por el contrario, si Olga venía demasiado pronto, Rüdiger, impulsado por su ceguera de amor, quizá se expondría a los rayos del sol antes de tiempo… A Anton le entraron escalofríos de pensarlo.

Ceguera de amor… Como si hubieran sido las palabras mágicas, el señor Schwartenfeger arrimó el carro con el aparato luminoso a la silla de relajación, mientras el pequeño vampiro se ponía las gafas de sol haciendo un lento movimiento.

Y luego, antes de que Anton pudiera prevenir a Anna, se iluminaron los tubos de la luz.

—¡Iiiih! ¿Qué es eso? —gritó Anna con voz chillona tapándose los ojos con la mano.

—Es un aparato luminoso —le explicó cortado Anton.

Anna pestañeó.

—¿Y para qué se necesita esa terrible luz deslumbrante?

—Rüdiger tiene que estar un rato mirándola —a través de sus gafas de sol, naturalmente— para que sus ojos se vayan acostumbrando a una luz más clara.

—¡Pero yo no llevo gafas de sol! —exclamó Anna.

—Tendrás unas si haces la terapia —aseguró Anton.

—¿Y ahora qué? —preguntó Anna con la voz temblorosa por la excitación—. ¡Ahora también he visto la luz, y sin ninguna protección en los ojos!

Ella sollozó.

Anton tenía remordimientos. ¡No había pensado para nada en que Anna también estaba en peligro!

—¿Ya no te acuerdas de cómo ocurrió aquella desgracia con la foto? —preguntó Anna con voz llorosa.

—Sí.

Anton se acordaba muy bien de que durante la Noche Transilvana sus padres llegaron de improviso… y de que a su padre se le ocurrió la fatal idea de hacerles una foto a Anna y a Anton.

Por el deslumbrante fogonazo del flash semanas después Anna todavía tenía terribles dolores de cabeza y problemas con la vista.

—Pero la luz del aparato no es
tan
fuerte como la de aquella vez… —intentó animarla Anton.

Como Anna no contestaba, preguntó preocupado:

—¿Te están doliendo ya los ojos?

—No sé —murmuró ella, abriendo y cerrando los párpados—. No —dijo—, parece que está todo en orden… ¡Y
a ti
todavía puedo verte perfectamente! —añadió, y al decir aquello su voz se animó de nuevo, y sonrió.

Tú eres diferente

—Yo… hubiera debido prevenirte del aparato luminoso —observó entristecido Anton—. ¡Pero es que no me he dado ni cuenta…! —dijo tosiendo tímidamente—. ¡Lo siento!

Anna había agachado la cabeza.

—¿Sigue mirando Rüdiger la luz? —preguntó ella en voz baja.

«¡Suena como si ya casi se le hubiera pasado el enfado!», pensó Anton, y miró hacia el interior de la habitación.

—Sí, Rüdiger sigue ahí sentado como si tal cosa.

—¿Y el señor Schwartenfeger?

—Está hablando con él.

—¿Eso es todo?

—Me parece que ahora el señor Schwartenfeger va a apagar el aparato luminoso.

—¿Va a apagarlo? —dijo Anna suspirando—. ¡Ojala!

—Yo podría comprarte unas gafas de sol también a ti —propuso Anton.

—¿A mí? —dijo Anna pasándose la mano por los ojos—. No, ya es demasiado tarde.

—No, digo para el sábado que viene —repuso Anton—. Por si acaso venimos también y el señor Schwartenfeger vuelve a trabajar con el aparato luminoso.

—Ah… —dijo Anna.

Miró cautelosamente hacia Anton y con una sonrisa coqueta dijo:

—Sí, si de verdad quieres hacerlo y no te importa demasiado gastarte tu dinero en eso…

—¿Cómo me va a importar demasiado… siendo para ti? —dijo perplejo Anton—. ¡Claro que no! Sólo me importaría demasiado si fuera para Rüdiger.

—¿Para Rüdiger? —preguntó sorprendida Anna.

—¡Sí!

En aquel momento se extinguió la clara luz. Anton engurruñó los ojos.

Susurrando declaró:

—Ya te he dicho que Rüdiger y yo ya no somos amigos; por lo menos no somos amigos de verdad.

—Sí, ya lo sé —contestó Anna susurrando también. ¡Porque te ha echado de las sesiones de terapia!

—Y porque lo único que hace siempre es aprovecharse de mí —completó Anton.

Dentro, en la sala de consulta, el pequeño vampiro había empezado a hacer nuevos ejercicios de relajación. Anton vio cómo levantaba los hombros y los volvía a dejar caer.

—Yo tengo que gastarme mi dinero en él —dijo furioso Anton— y Rüdiger sólo piensa en sí mismo. ¡Es un verdadero egoísta!

—Es cierto —opinó Anna.

Después de hacer una pausa, ella añadió suavemente:

—Pero es que también somos así por naturaleza.

—¿Por naturaleza?

—Bueno, sí… —dijo ella tosiendo apocada—. Ninguno de nosotros podría sobrevivir si no pensara antes que nada en sí mismo.

—¡Pero tú eres diferente! —repuso Anton.

—Sí, todavía sí —dijo Anna con una risita avergonzada—. Sólo que… ¡podría ser que también me volviera como Rüdiger!

—¿Tú?

—Humm, sí… Si me salen dientes de vampiro y tengo que convertirme en un auténtico vampiro…

Anton sintió que se le ponía la carne de gallina. Involuntariamente se separó un poco de Anna.

—Pero precisamente por eso quiero seguir el tratamiento del señor Schwartenfeger —aseguró rápidamente Anna—. ¡Para que tarde mucho, mucho tiempo!

Miró con ternura a Anton y le preguntó:

—¿O es que acaso has cambiado de idea?

Anton sabía a qué se refería: a la negativa de él a convertirse en vampiro.

—¡Mi idea al respecto no cambiará nunca! —declaró con voz firme.

Una sombra nubló el rostro de ella.

—¿Nunca?

—¡No!

—Pero hay otra cosa que tampoco cambiará nunca —dijo Anna riéndose ahora con picardía—. ¡Que yo nunca dejaré de seguírtelo preguntando!

La masa misteriosa

Ella se volvió hacia la sala de consulta y con una voz completamente diferente y preocupada preguntó:

—¿Ahora Rüdiger tiene que comer?

Anton, que últimamente había prestado más atención a Anna que a lo que estaba ocurriendo en la habitación del psicólogo, se asustó.

El señor Schwartenfeger le había dado al pequeño vampiro una bandeja en la que había una masa grande de color amarillo.

—¿Comer? —dijo Anton poniéndolo en duda.

No, aquella extraña masa amarilla no parecía ser comestible.

¿O sí? Vio cómo el vampiro se acercaba aquella misteriosa masa a la nariz y la olía.

Luego le dijo al señor Schwartenfeger un par de palabras que Anton no pudo entender y empezó a modelar entre sus manos la masa amarilla formando una figura en forma de salchicha.

—¡Pasta, es pasta! —susurró animado Anton.

—¿Eso es pasta? —preguntó perpleja Anna—. Pero si vosotros lo que tenéis normalmente son
monedas o billetes…

—¡No, no me refiero a ese tipo de pasta! —dijo Anton con una risita—. Es plastilina. Con ella se pueden modelar coches, casas, personas…

—¿Personas?— dijo Anna sonriendo irónicamente—. ¡No creo que Rüdiger vaya a modelar personas!

Y tenía razón: lo que salió de entre los huesudos dedos del pequeño vampiro parecía un ataúd… un mini ataúd.

Anton se sonrió.

—Última moda: ¡un ataúd
amarillo
!

Sin embargo, modelando, el pequeño vampiro parecía haberse olvidado incluso de su repugnancia al color amarillo, pues hizo además dos cruces de tumba y una rata. Cuando lo terminó ya había gastado toda la plastilina.

El pequeño vampiro levantó la cabeza y miró al señor Schwartenfeger muy esperanzado, pero el psicólogo sacudió la cabeza riéndose con buena intención.

—Al parecer la sesión de Rüdiger ha terminado por hoy —susurró Anton.

—¡
Yo
también tengo ya bastante! —le contestó Anna susurrando también.

Anton le dirigió una mirada sorprendida. A él los ejercicios le parecían siempre casi un juego. El pequeño vampiro, por el contrario, parecía estar muy agotado después de las sesiones. ¡Y parecía que a Anna le ocurría exactamente lo mismo a pesar de que sólo había estado mirando!

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