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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y la guarida secreta (4 page)

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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—¿Yo? —dijo el vampiro abriendo ahora del todo los ojos—. Yo no canto… ¡Hoy por lo menos no!

El señor Schwartenfeger sonrió.

—Tampoco tienes por qué hacerlo, Rudolf. ¡Sólo tienes que levantar la tapa igual que he hecho yo!

—¿Levantar la tapa?

—¡Sí! —dijo el señor Schwartenfeger metiendo la mano en su cajón y sacando una caja de música forrada de terciopelo amarillo.

Anton contuvo la respiración: ¡con sus picos amarillos y una cara sonriente pegada, la caja de música representaba sin lugar a dudas un sol!

Sin embargo, Rüdiger no parecía en absoluto tener miedo o estar asustado…, sino más bien estar sorprendido e incluso sentir algo de curiosidad.

—¿Y esta repugnante cosa amarilla es lo que hace una música tan bonita? —preguntó con incredulidad.

El señor Schwartenfeger asintió con la cabeza.

—Sólo tienes que abrirla y empezará a sonar la canción… ¡Solamente para ti!

—¿Para mí solo? —dijo el pequeño vampiro dudándolo—. ¡Pero si Anton también la está oyendo!

—Si te gusta la caja de música —contestó el señor Schwartenfeger con ceremoniosa seriedad—, y si quieres tenerla… ¡te la regalo!

El vampiro levantó desconfiado las cejas.

—¿Se desprende usted de la caja de música… así, sin más?

—No —le contradijo el señor Schwartenfeger—. «Regalar» no significa «desprenderse así, sin más». Yo te la regalaría porque puede ayudarte a superar tu miedo a los rayos del sol.

—¡Ah, es por eso! —dijo el pequeño vampiro, a cuyo rostro asomó una sonrisa de alivio—. Ahora entiendo —hizo crujir las uñas y murmuró—: Si no fuera por ese asqueroso color amarillo… Pero la música… ¡es realmente estupenda!

—Y a Olga le encanta la música… —añadió tras una pausa.

Al parecer, el pensar en Olga era lo que le había hecho decidirse al pequeño vampiro, pues acto seguido, con su insolencia habitual, declaró:

—¡Bien, si es bueno para la terapia, me llevaré la caja de música!

—¿Si no, no te la hubieras llevado? —le preguntó el señor Schwartenfeger.

—¡No! —repuso muy digno el vampiro—. Yo no acepto nada de seres humanos —dijo haciendo desaparecer la caja de música bajo su capa—. Con una excepción…

—¡Sí! —observó burlón Anton—. A excepción de mis libros, de mis libros favoritos.

El pequeño vampiro le lanzó una mirada divertida.

—¡Alégrate de que yo de ti sólo quiera libros! —dijo con una risa socarrona—. Pero es que desgraciadamente con la lectura no me sacio —declaró poniéndose serio otra vez y levantándose.

Tarareando la melodía de la caja de música se dirigió hacia la puerta.

—¿Cómo era la letra? —preguntó hablando consigo mismo—. ¿«Cada noche salen las estrellas»? Sí, exactamente: «Cada noche salen las estrechas»…

Dicho aquello, salió de la consulta dando un portazo.

—¡Pero espérame! —exclamó Anton.

—¡Sí, espera! —dijo también el señor Schwartenfeger, a quien con su gruesa barriga le costaba salir de detrás de su escritorio.

Rüdiger ya había alcanzado la puerta de la casa cuando apareció el señor Schwartenfeger en el descansillo de la escalera.

—¡Hasta el sábado que viene, Rudolf! —exclamó—. ¡Y que tengas mucho éxito con la caja de música!

—¿Éxito? —gruñó el vampiro.

Pero luego se rió burlón y dijo:

—Sí, es verdad. Mi caja de música me proporcionará incluso un enorme éxito… ¡con Olga!

Con una risa ronca abrió de un tirón la puerta de la casa.

Ya fuera se elevó por los aires y se alejó con rápidos y fuertes braceos sin preocuparse ni lo más mínimo de Anton.

Anton echó a volar detrás de él lo más deprisa que pudo…, decidido a decirle al pequeño vampiro su opinión: ¡que aquel día Rüdiger estaba volviendo a mostrar la faceta más negativa de su persona!

Rasgo de amistad

Después de un rato el pequeño vampiro redujo la velocidad de su vuelo y se volvió hacia Anton con una risita de reconocimiento.

—No está mal —dijo—. Vuelas tan velozmente como si llevaras un siglo haciéndolo.

—Bah… —dijo Anton estirando la palabra—. Me conformo con estar haciéndolo así hoy. No tengo ninguna gana de regresar volando siempre solo.

—¿Eso es un reproche? —se puso furioso el pequeño vampiro.

—Más bien una propuesta —repuso Anton.

—Seguro que es un golpe al agua —dijo burlón el pequeño vampiro.

—O un golpe
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en la cara —le contestó Anton.

—¡No me empieces ahora con sermones! —bufó el vampiro— Suelta ya de una vez lo que quieres decir.

—¡Está bien! —dijo Anton carraspeando—. Mi propuesta es la siguiente: el sábado que viene también iré contigo a ver al señor Schwartenfeger.

El pequeño vampiro se quedó perplejo y mirándole fijamente.

—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó—. Si tú me acompañas siempre…

—¡Eso es lo que tú te crees! —dijo Anton moviendo con fuerza los brazos un par de veces.

—¡Sí, pero es lo acordado! —exclamó el vampiro.

—¿Lo acordado? —se rió secamente Anton—. Y aunque así fuera: yo no estoy obligado a acompañarte.

—Pero es que yo sin ti no puedo… —dijo de repente muy apocado el vampiro—. No es posible que tú quieras que vaya solo a ese…

—¡Es verdad que no lo quiero! —dijo Anton en un tono marcadamente condescendiente—. Y además te acompañaría si…

Dejó la frase sin terminar para que aumentara todavía más la tensión.

—¿Si qué? —exclamó el pequeño vampiro.

—¡Si tú te portas como un amigo! —declaró Anton riéndose irónicamente para sus adentros.

—¿Yo… como un amigo?

Durante unos segundos dio la impresión de que el pequeño vampiro le iba a saltar al cuello a Anton, pero luego pareció haber comprendido que en aquel momento Anton tenía todas las bazas en su mano.

Haciendo rechinar los dientes dijo:

—Está bien, me portaré como un amigo… ¡si tú te empeñas!

—¡Claro que me empeño! —dijo Anton saboreando su triunfo—¡Y ya sé también cuál es el primer rasgo de amistad que me puedes mostrar!

—¿Cuál? —preguntó desconfiado el vampiro.

—Ahora, como un verdadero amigo, me acompañarás hasta la puerta de mi casa; ¡no, hasta la ventana!

—Tus clases particulares de amistad empiezan de una forma muy emocionante —gruñó el pequeño vampiro.

Sin embargo, acompañó volando a Anton… hasta la colonia donde Anton vivía.

—Ya es suficiente con esto, ¿no? —resopló el vampiro.

—No. Querría que me llevaras hasta mi ventana —declaró Anton.

El pequeño vampiro soltó un bufido de rabia, pero luego, de repente, empezó a reírse irónicamente.

—Sí, sí, muy bien —dijo con una amabilidad exagerada—. ¡Con la condición de que después

también me muestres a

un rasgo de amistad!

Y para que Anton entendiera a qué se refería dejó al descubierto sus colmillos, afilados como agujas.

A Anton se le puso la carne de gallina.

—Yo… esto… no hace falta que me acompañes hasta la ventana —dijo precipitadamente.

—¿Así, de pronto? —preguntó con suavidad el vampiro.

—Ejem…, es que ya no está lejos y… —balbució Anton.

—¡Típico de Anton Bohnsack! —observó desdeñoso el pequeño vampiro—. A

me exiges un rasgo de amistad, pero cuando te toca el turno a
ti
, no estás dispuesto a nada… ¡Ni siquiera al más pequeño rasgo de amistad!… Y además —añadió—, a un verdadero amigo nunca se le hubiera olvidado la bolsa, ¡no señor!

Resolló muy satisfecho de sí mismo, según le pareció a Anton… y luego se marchó de allí volando sin despedirse.

—¡Por mí de ahora en adelante puedes ir a casa de Schwartenfeger tú solo! —le gritó Anton.

Un pretendiente

A pesar de todo, el sábado siguiente la furia de Anton ya se había esfumado.

Después de que sus padres se hubieran marchado poco más tarde de las siete para ir a un concierto, estuvo en su habitación esperando impaciente al pequeño vampiro.

La bolsa con las cosas amarillas ya la había puesto en la ventana abierta. Pero el tiempo pasaba sin que Rüdiger apareciera. «¿Se sentirá ofendido el pequeño vampiro?», pensó Anton, que ya casi se arrepentía de haberle reprochado a Rüdiger que no era un verdadero amigo.

Pero luego, a las nueve menos veinte, el pequeño vampiro aterrizó en el alféizar de la ventana de Anton… bastante sofocado.

—¡Las hermanas pequeñas son una verdadera peste! —bufó en lugar de saludar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó perplejo Anton.

—¡Ja! ¡Por culpa de Anna ahora voy a llegar tarde a la terapia!

—¿Por culpa de Anna? —se asustó Anton—. ¿Ha pasado
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algo?

—¡Pasado, pasado! —resopló el vampiro—. ¡Apremia!

—¿Qué?… —preguntó sin entenderlo Anton, que nunca había oído aquella palabra.

—¡Que hay que darse prisa! —tronó el vampiro—. Bueno, vamos, ponte la capa y vente.

—Sí, sí—murmuró Anton mientras se ponía rápidamente la capa de vampiro y se metía la bolsa debajo del jersey.

Mientras volaban el uno junto al otro, preguntó cautelosamente:

—¿Qué es lo que pasa con Anna?

—¡Bah, sólo un maldito pretendiente! —contestó el vampiro haciendo un ademán desdeñoso.

—¿Un… pretendiente? —dijo Anton sintiendo cómo su corazón empezaba a latir impetuosamente—. ¿Anna tiene un pretendiente?

El vampiro se rió socarronamente.

—¡Ella no! ¡No, Tía Dorothee! Pero Anna me ha estado dando tanto la lata que al final he tenido que irme volando con ella a ver a ese pretendiente.

—¿Le… le has visto? —le preguntó Anton,— que se acordó de lo que el señor Schwartenfeger le había contado hacía algún tiempo sobre su misterioso paciente: que Igno Rante estaba interesado en una dama—vampiro.

Ya entonces Anton había pensado que aquella dama—vampiro podía ser Tía Dorothee…

—¿Y qué aspecto tiene? —preguntó con voz ronca Anton.

—¡Qué más da! —contestó desabrido el pequeño vampiro—. Bastante bajo, bastante delgado, capa de vampiro, pelo negro y untuoso…

—¿Pelo negro y untuoso? —exclamó Anton, al que le tembló la voz de excitación.

Lo más llamativo de Igno Rante habían sido dos cosas: su cabello, peinado hacia atrás y con mucha pomada y que era tan negro que, a la fuerza, tenía que ser teñido… y su olor a lirio de los valles.

—¿Y no te ha llamado la atención ninguna otra cosa? —preguntó esforzándose porque no se le notara su nerviosismo.

—¿Alguna otra cosa? —repitió el pequeño vampiro, y empezó a reírse burlón—. ¡Sí! Tía Dorothee le saca la cabeza y por eso tiene que ponerse de puntillas cuando va a darle…, ji, ji…, un beso.

—¿Y su olor? —preguntó Anton—. ¿No olía a nada raro?

El vampiro sacudió la cabeza.

—¡Ni siquiera un poquito!… Pero, ¿cómo se te ocurre eso? —preguntó de mala gana después de una pausa—. ¿No te habrá llevado ya también Anna a que le veas?

—No, yo no he vuelto a ver a Anna desde la fiesta de disfraces en casa de Schnuppermaul —repuso Anton.

—¡Efectivamente! —dijo el pequeño vampiro riéndose burlón—Anna estaba muy decepcionada contigo… ¡porque no la defendiste de Lumpi!

—¿De Lumpi? —dijo sorprendido Anton.

—¡Sí! —confirmó el vampiro—. Cuando Lumpi hizo aquel simpático chistecito de que bajo su vestido ella tenía que llevar unos leotardos agujereados…

—¿Lumpi?

Anton se acordaba muy bien de quién había hecho aquel odioso chiste que había echado a Anna de la fiesta de disfraces: ¡el propio Rüdiger!

Sin embargo, como no quería volver a pelearse con el pequeño vampiro —y mucho menos antes de la visita al señor Schwartenfeger —prefirió no entrar en el tema.

—Ese pretendiente —dijo— …si oliera a perfume de lirios del valle, podría ser el paciente misterioso del señor Schwartenfeger: Igno Rante.

—Pero su olor es completamente normal —contestó el pequeño vampiro.

—¿Ni siquiera un poquito dulzón? —preguntó Anton.

—¡No! —respondió el vampiro riéndose—. Huele casi tan bien como tú —dijo mirando de soslayo la capa de Anton.

—¡Cómo que yo! —dijo Anton poniendo una cara muy digna—. ¡Yo no tengo la culpa de que el olor a aire viciado esté impregnado en la tela!

—¿Olor a aire viciado? —preguntó evidentemente halagado el vampiro—. Sí, mi tío Theodor despedía un aroma muy personal… y verdaderamente agradable ¡a azufre y huevos podridos!… Pobre Tío Theodor —añadió después de una pausa—. ¡Sólo su aroma le ha permanecido fiel!

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