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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Drama, Relato

El perro (5 page)

BOOK: El perro
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Los petroglifos, las excavaciones y las vasijas de barro dejaron de ser importantes, y pasó ahora más tiempo en cuartuchos atestados, respirando un humo denso que se pegaba al pelo y a la ropa, que en los viejos montes y las oscuras cuevas que constituían antaño toda su vida de buscador incansable.

Se adentró paso a paso por el mundo de la intriga, y fue el primer sorprendido al advertir que tenía dotes de mando; que su criterio era a menudo el más justo, y que otros con más experiencia en los avatares políticos le aceptaban como un dirigente nato, un sensato organizador capaz de poner orden donde antes sólo había caos.

En menos de un año, Arístides Ungría —Ari para sus amigos— fungió de líder, y en menos de otro, Arístides Ungría —Ari para sus enemigos— acabó con sus huesos en un campo de forzados, condenado a veinte años de trabajos por «Conspiración contra el Estado».

Durante largos meses aún mantuvo vivo el fuego de sus ideales y el convencimiento de que aquella no era más que una etapa triste de su vida, a la que seguirían tiempos de gloria. Pero los días son muy largos picando piedra al borde de un camino del último confín del mundo, y las noches muy vacías, encadenado a otros treinta presos en un barracón hediondo y asfixiante.

Las cartas de amor comienzan a espaciarse; los paquetes de comida desaparecen en manos de los vigilantes, y de pronto, una tarde, se descubre que a nadie le importa nada el destino de aquellos que quisieron luchar por un futuro mejor para su patria.

Los campos de concentración, las cárceles y los cementerios, están repletos de seres que se preguntan por qué diablos se emperraron en sacrificarse por un mundo de tan mala memoria, y sentado allí, al borde del río, muerto de sueño y sin poder dormir, Arístides Ungría —Ari para amigos y enemigos— sonrió con amargura al comprender que, en realidad, era uno de ellos.

—Abigail Anaya —comentó en voz alta—. Quédate tranquilo, que si salgo de ésta, no querré volver a saber de ti, y de tanto hijo de puta disfrazado… No hay nadie en este país que se merezca que me pase un solo día más picando piedra…

Le despertó un ligero rumor, y la sensación de peligro le alertó al instante.

Lo buscó en la otra orilla, y ya no estaba; tan sólo un levísimo agitarse del agua en el centro de la corriente le reveló su posición exacta.

Una pequeña nube había ocultado la luna, desdibujando los contornos del río y de los árboles, y comprendió que el momento que había escogido para echarse al agua era perfecto, y probablemente había estado aguardando esa nube toda la noche.

No le importó mucho, y dejó que se alejara corriente abajo sin apresurarse en perseguirlo. Ya había comprendido que en el agua el Hombre le aventajaba y debía buscar la forma de apartarlo de ella.

De algo estaba seguro: no podía pasarse el resto de su vida junto al río, y por su parte no tenía prisa.

La experiencia y su instinto le dictaban que aquel hombre era inteligente. Mucho más que él, sin duda alguna, y los humanos contaban, además, con infinidad de recursos que le estaban negados, como aquel de las armas de fuego que su amo le había enseñado, desde cachorro, a respetar sobre todas las cosas.

Los hombres le parecieron siempre seres superiores, y por eso aceptó que uno de ellos fuera su dueño y le obedeció ciegamente, sin dudar ni un solo momento sobre su mayor claridad de criterio. Pero, del mismo modo, el tiempo le había enseñado que los hombres no saben ser pacientes, ni tenaces, y que su memoria es frágil, y que jamás aprenden nada de los errores que cometen, y siempre recaen estúpidamente en ellos.

El quizá no supiera mucho sobre el mundo de los hombres, pero sí comenzaba a saber bastante acerca del hombre que tenía enfrente: su enemigo.

Era listo, pero también era imprudente; era valiente, pero le temía a la muerte, y, sobre todo, le temía a la muerte ajena, porque —habiendo vencido— les dejó a él y a su amo vivos, sin tener presente que nadie está totalmente derrotado hasta que se lo han comido los gusanos.

Aún tenía en el lomo la cicatriz de aquella lección tan duramente aprendida. Entre cuatro acosaron a un jaguar, y su amo lo derribó de un balazo en el pecho. Se aproximó a disfrutar de la victoria, y el maldito gato aún tuvo tiempo de lanzarle un zarpazo que se llevó piel y carne por delante. En su cerebro quedó ya una marca para siempre: sólo es seguro lo que está muerto.

Mas esas cosas carecían de significado para los humanos, y él lo sabía. Tenían demasiada prisa por hacerlo todo, y nunca se preocupaban de los detalles. Por eso, a menudo los había visto tener que repetir un trabajo, y repetirlo mal.

Ahora, tumbado allí, con los ojos abiertos a la noche, observaba, paciente, cómo su enemigo se alejaba en silencio, y calculó que si no se movía, si le permitía creer que lo había engañado, pronto cobraría confianza, no sería capaz de sacrificarse pasando demasiado tiempo en el agua, y saltaría a tierra precisamente en la orilla en que se encontraba antes.

Por ello, cuando lo supo lejos, se introdujo a su vez en el agua, cruzó el río y se lanzó rápidamente y en silencio en persecución del fugitivo, al que pronto dio alcance.

Oculto entre la maleza lo vio pasar, nadando ahora a grandes brazadas, volviendo de tanto en tanto la cabeza a buscarlo en la margen opuesta, cada vez más fatigado y jadeante.

Y cuando, como había calculado, se cansó de estar en remojo y se consideró a salvo, se aproximó a la orilla y puso el pie en tierra exactamente en el punto en que él le estaba aguardando.

Quizá fue un gesto involuntario del otro al tratar de echarse el cabello hacia atrás; quizás, una rapidísima defensa instintiva al cubrirse el cuello en el momento de ver llegar la sombra que ya volaba por el aire; quizá, puramente mala suerte, pero lo cierto fue que su bien medido salto resultó fallido, y en lugar de encontrarse con la garganta entre los colmillos, decidido a cercenar de un solo golpe la yugular, se encontró un brazo sobre el que sus mandíbulas se cerraron con la fuerza de una trampa.

Su mismo impulso los lanzó a ambos al agua, y allí se debatieron desesperadamente durante largo rato, y tan sólo cuando advirtió que el otro le arrastraba al fondo del río, que el aire le faltaba y que sus pulmones estaban a punto de estallar, se decidió a soltar su presa y patalear ansioso buscando la superficie.

Nunca se había encontrado tan cerca de la muerte, y tosió y estornudó furioso, y tuvo al fin que arrastrarse como pudo hasta la orilla, donde se dejó caer, aturdido y confuso.

VI

Tardó en recobrarse de su aturdimiento, y más aún tardó en comprender que continuaba milagrosamente vivo.

El agua corría ahora a sus pies, mansamente, pero por un instante llegó a temer que nunca saldría de allá abajo, y que la maldita bestia continuaría clavándole los colmillos en el hueso hasta que ambos se ahogaran irremediablemente.

—Unos segundos más, y no la cuento —dijo.

Se observó el brazo, desgarrado y sangrante, y advirtió que comenzaba a dolerle en serio, ahora que la excitación del momento había pasado. Cerca de la muñeca se alcanzaba a ver el hueso, y la carne aparecía abierta, con la piel colgante y la sangre manando a chorros.

Dirigió una corta ojeada intranquila al animal, que tosía y escupía allá enfrente:

—¡Casi lo consigues, coño de tu madre! —le gritó—. Y casi consigo ahogarte… —Le mostró el brazo—. ¿Estás satisfecho? A poco me dejas manco.

Arrancó una de las mangas de su camisa de presidiario, y como pudo se la anudó en torno a la herida en un tosco y casi inútil vendaje.

—Espero que lo que tenga es ira y no rabia —masculló—. Si me agarra la garganta, me arranca la cabeza… ¡Maldito animal!

Amaneció, y por primera vez tuvo tiempo de echar una ojeada a su alrededor. Suspiró entre preocupado y satisfecho cuando distinguió allá, muy lejos aún, río abajo, una tosca cabaña que se alzaba en una especie de cortada sobre el río.

—Tendré que decidirme a pedir ayuda —comentó—. Empiezo a creer que hasta el mismísimo Abigail Anaya me parece bueno si logra quitarme de encima esta fiera.

Emprendió tranquilamente la marcha, agotado por el cansancio, el hambre, la falta de sueño y la pérdida de sangre. Podría pensarse que en el transcurso de veinticuatro horas, desde que llegó por primera vez a la orilla de aquel maldito río y el Perro lo alcanzó, había envejecido diez años.

Encorvado, vacilante, con los pies llagados de andar descalzo, el brazo en cabestrillo y la cabeza gacha, se abrió paso por entre la maleza, rumbo a la casa, sin apartarse nunca de la protección del agua, volviéndose de tanto en tanto a comprobar que el animal le seguía del otro lado, con el mismo aspecto de cansancio y derrota, pero inquebrantable en su decisión de matarle.

Tardó casi tres horas en alcanzar la choza y se detuvo, alarmado, cuando dos furiosos mastines le salieron al paso ladrando escandalosamente mostrando amenazantes los colmillos.

Retrocedió lentamente hacia el agua hasta que, junto a la puerta de la casa, apareció una mujer que le observó sorprendida.

—¿Qué pasa? —gritó—. ¿Quién es usted?

—Necesito ayuda, señora… —replicó sin perder de vista a las bestias—. Estoy herido… Por favor… ¿podría calmar a los animales?

—¡
Niño
! ¡
Perla
! Vengan acá…

Los mastines obedecieron al instante, y se aproximaron sumisos y en silencio, buscando refugio a sus pies. Avanzó más tranquilo, y apartó el vendaje mostrando su herida.

—¡Dios Santo! exclamó la mujer. ¿Qué le pasó?…

Se volvió y, con un gesto de la cabeza, señaló hacia el Perro que les observaba, muy quieto, desde la otra orilla, a unos doscientos metros.

—Me mordió…

La mujer dio un paso atrás, preocupada.

—¿No estará rabioso… ? El «mal», en esta parte del país, no tiene cura… No hay hospitales cerca…

—No, puede estar tranquila. Sólo me persigue… Quiere matarme.

Pareció reparar entonces en su uniforme de presidiario, dudó un instante, pero los mastines parecieron darle confianza y le franqueó la entrada.

—Pase. Veré qué puedo hacer por usted.

Era muy alta, de huesos grandes y fuerte complexión. Facciones bastas pero con una cierta nobleza en los gestos, hermosos ojos oscuros, una piel que hablaba de sus antepasados negros y un pelo largo y lacio de su ascendencia india. Rondaría los cuarenta, pero aún conservaba cierta vivacidad y juventud en sus gestos, y sus enormes manos callosas delataban trabajos muy duros, y toda una vida de lavar ropa a la orilla del río.

—No tengo más que ron como desinfectante —advirtió.

—Mejor eso que nada.

—Beba un trago antes.

Obedeció, sintiendo que le quemaba la garganta y las entrañas, y tuvo que apretar los dientes y hacer un sobrehumano esfuerzo para evitar un alarido cuando le volcó el resto de la botella sobre la herida.

Lo vendó luego con un paño limpio, le colgó el brazo en cabestrillo y se sentó frente a él, al otro lado de la tosca mesa.

—Es todo lo que se me ocurre —dijo—. ¿Tiene hambre? —Sonrió ante el rápido gesto de asentimiento, y comenzó a trastear en la pequeña cocina de barro y leña—. En un momento le preparo algo…

—Gracias…

Al hablar de nuevo lo hizo de espaldas, evitando mirarle para no descubrir si mentía, afanada entre ollas y potes:

—¿Por qué lo metieron preso?

—Política… No me gusta Anaya…

—Son muchos…

De improviso se volvió y lo miró de frente, con detenimiento. Chasqueó la lengua.

—Ya me decía yo que tenía vista su cara. Mi marido me enseñó una vez su foto… el sabe leer —añadió, orgullosa—. Usted es… Julio Castrejo, el líder campesino.

Sonrió sin poder evitarlo:

—No. Castrejo era mucho más viejo que yo, y ya murió… Lo fusilaron hace tres años…

—¡Lástima! Gran tipo ese Castrejo… Mi marido siempre hablaba de él, y mi hijo mayor quería unirse a su guerrilla. Tuve que darle una paliza.

—¿Dónde están ahora?

—Por esos montes de Dios, persiguiendo vacas serreras y cuatreros hijos de puta… Se roban el ganado, y luego el patrón la toma con nosotros…

—No es suya esta tierra?

—¿Nuestra… ? Ni la silla que calienta… Esto es todo del coronel Cedilla…

—¿Cedilla? El Comandante de la Policía Estatal?

—Ése… El «Compralotodo»… Dicen que se pone histérico cuando hay algo que no le pertenece…

Concluyó su faena, llenó hasta los bordes un plato de barro, y lo colocó ante él, que comenzó a devorarlo ansiosamente. Le sirvió agua, y luego se asomó a la puerta, atraída por el escándalo de los mastines, que habían reiniciado su algarabía de ladridos.

Se volvió hacia dentro.

—Ese perro amigo suyo ha cruzado el río…

Se puso en pie de un salto, alarmado:

—¿Tiene un arma?

Le observó con sorpresa:

—No. Ninguna… ¿Tanto miedo le tiene?

—Es una fiera… No parará hasta matarme…

—¿Por qué?

—Cuando escapaba, maté a su amo; un guardián…

—¡Vaya… ! Bueno… Mis animales lo alejarán… ¡
Niño
! ¡
Perla
! ¡Vayan por él!…

Los mastines no esperaban más que la orden, porque se lanzaron de un salto hacia delante, a la busca del Perro, que al verlos venir pareció estudiar sus probabilidades de triunfo. Calculó su posición, de espaldas al río y en espacio abierto y, por fin, con un giro brusco, dio media vuelta y salió huyendo. »La mujer sonrió:

—Ésos lo corren hasta la montaña.

Volvió dentro, vio que el plato ya estaba vacío y lo llenó de nuevo. Al colocarlo sobre la mesa, se inclinó, sus pechos grandes y aún atractivos quedaron a la vista, y captó la larga mirada que él les dirigía. Cuando sus ojos se encontraron, el hombre pareció avergonzarse.

—Lo siento —se disculpó—. Perdone…

—No hay de qué… ¿Cuánto tiempo lleva sin ver a una mujer?

—Cinco años…

—¡Dios bendito… ! No se le debe hacer eso a un hombre. Con razón se vuelven fieras…

Le observó mientras comía, guardó silencio un instante y al fin preguntó:

—¿Qué ocurrirá si lo agarran?

Se llevó la mano al cuello en ademán de degüello.

—Maté a un vigilante.

Él concluyó de comer, se recostó en la pared y se observaron en silencio.

La vio venir, grande, fuerte, impetuosa, y se esforzó por conservar la calma y recordar cuanto había aprendido en situaciones semejantes.

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