Read El perro Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Drama, Relato

El perro (6 page)

BOOK: El perro
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El lugar era bueno, con la espalda contra la pared, protegido su flanco izquierdo por una cortadura del terreno, y había logrado lo que se propuso desde un principio: distanciarlos; conseguir que las acometidas vinieran por separado, aunque fuera tan sólo cuestión de un instante.

Lo peor era tenerlos a los dos enfrente, ladrándole y acoplándose para saltarle a un tiempo, pero ahora, ella —sin duda la madre— le saltaría encima antes de que el macho, más pequeño e inexperto, los alcanzara.

La vio venir, aguardó tranquilo y en el último momento quebró el cuerpo, se echó a un lado y dejó que pasara de largo y fuera a estrellarse contra el terraplén. Sin darle tiempo a recuperarse del aturdimiento, se precipitó en avalancha contra el macho que llegaba en ese instante y que no tuvo tiempo de salir de su sorpresa al encontrarse de atacante en atacado.

Quiso frenar su ímpetu, pero el segundo que duró su desconcierto sobró a su enemigo para atraparle la garganta, cerrar sus poderosas mandíbulas y voltearlo en el aire, muerto antes de caer al suelo.

El Perro se volvió ahora a la madre y se estudiaron. En cualquier otra circunstancia, nunca la hubiera atacado, y ni aun se hubiera atrevido a hacer frente a una hembra. Iba contra su instinto y sus costumbres, pero ella estaba allí, intentando interponerse entre él y el Hombre, y eso era algo que no iba a consentir a nadie, porque su amo le había dado una orden: «¡Mátalo!», y aún no la había cumplido.

Gruñeron al unísono, y ella avanzó despacio a olisquear el cadáver de
Niño
. Lanzó un corto lamento y se diría que aún no acababa de abrirse paso en su mente la idea de que lo habían matado en tan corto espacio de tiempo. Cuando se volvió a mirarlo, podría creerse que en sus ojos había una cierta mezcla de odio, miedo y admiración. Un animal que decide una pelea tan limpiamente, no era un animal cualquiera.

Se enseñaron los dientes. En ella era amenaza; en él, advertencia.
Perla
dudó, pero al fin su furia pudo más que su prudencia, y tiró la primera dentellada.

Sus colmillos encontraron el aire, y su paletilla izquierda encontró los colmillos del Perro, que agitó la cabeza, desgarrando la carne, y se apartó luego velozmente, antes de que ella pudiera repetir el intento.

Se estudiaron de nuevo y sintió lástima. No era más que una pobre perra campesina, buena para perseguir conejos y venados. Nunca había tenido un amo especializado en enseñar animales, ni había pasado por un duro entrenamiento en la Escuela de Perros Policías. Era simple, instintiva y sin malicia, y su enorme cuerpo y su fiero aspecto no le servirían de nada en una lucha como aquella.

Recordó a su amo cuando le ordenaba: «¡Amaga! ¡Esquiva! ¡Ataca ahora! ¡Échate a un lado… !», y comprendió que se sentiría orgulloso si pudiera comprobar hasta qué punto había asimilado sus lecciones.

La perra estaba ahora furiosa, fuera de sí, y eso la colocaba en mayor desventaja. Atacó de nuevo ciegamente, con los ojos inyectados en sangre, y con un nuevo quiebro esquivó sus mandíbulas y le atrapó la pata trasera, que le quebró de una sola dentellada.

Luego la dejó marchar, cojeando, aullando de dolor y llorando de miedo, a buscar refugio bajo las faldas de su ama.

Saltó de la cama, desnuda como estaba, y corrió, con los grandes pechos balanceándose, a abrir la puerta, ante la que
Perla
gimoteaba.

Se inclinó sobre ella; horrorizada, temblorosa e incrédula, y acarició compasiva el maltrecho cuerpo sangrante.

Luego su vista recayó en el Perro, que a no más de cien metros, la observaba altivo, desafiante y con la boca aún roja de sangre.

—¡Ese animal es una fiera loca! —comentó—. Entra, pequeña. ¡Entra!

La arrastró como pudo al centro de la estancia y buscó trapos y agua con los que curarle las heridas.

El Hombre, desnudo también, acudió en su ayuda, y aunque no servía de mucho con tan sólo un brazo, hizo lo que pudo.

—Lo lamento —se disculpó—. Debí advertirle que no es un perro cualquiera…

Fuera resonó un ladrido corto y seco, como una llamada. Se asomaron a la ventana y lo vieron allí, a no más de tres metros de la casa, feroz y desafiante, retador y pendenciero.

—Le creo capaz de tumbarme abajo el rancho —comentó ella—. Si al menos tuviéramos un machete de cortar caña… Pero se lo llevó mi marido al monte.

—¿Cuchillo…

—El de la cocina… Poca cosa para esa fiera, y menos con su brazo inútil…

—Siento haberla metido en esto… Será mejor que me vaya…

—¿A dónde, hombre de dios? Si pone el pie fuera, ese bicho lo mata…

—Me basta con llegar al río. En el agua estoy a salvo…

—No puede pasarse todo el tiempo en remojo. —Súbitamente pareció tener una idea—. Entre aquellos matorrales esconde mi hijo su curiara… —señaló—. ¡Llévesela! Río abajo encontrará un pueblito. Sebastián, el dueño de la taberna luchó con la guerrilla de Castrejo. Él le esconderá. Entréguele la embarcación, y ya iremos a buscarla.

—No quisiera causarle más molestias…

—¡Bueno, m’hijo… ! —rió—. ¿Ahora somos amantes, no? El único que he tenido en veinte años… Es lo menos que se puede hacer por un amante.

Y le acarició el lacio cabello, y se encaminó a la gran cama de hierro. Comenzó a vestirse, pero ella le interrumpió con un gesto —le lanzó un remendado par de pantalones.

—Tire ese uniforme. Le denuncia a una milla… Lo que no tengo es calzado… Ya sabe: aquí la gente pobre va «pata en el suelo».

Concluyó de abrocharse los pantalones, sujetándoselos con la misma cuerda que le servía de cinturón al uniforme, y cuando se consideró dispuesto, se asomó a la ventana y observó al Perro.

—Distráigalo un momento, mientras yo salto por atrás —pidió—. Si me alcanza antes de tirarme al agua, me jode…

Lo besó con afecto en la frente:

—Suerte, hijo…

—¡Gracias por todo!

—¡Bicho piojoso, animal de mierda. ¡Pulguiento garrapatoso!

Abrió el ventanuco, saltó fuera y corrió enloquecido hacia el agua. A los pocos instantes sintió a sus espaldas el jadear de la bestia; por un momento se sintió perdido, pero sacando sus últimas fuerzas de donde no las tenía, dio las últimas zancadas y se tiró de cabeza al río.

Volvió sobre sus pasos, se detuvo ante la cabaña y observó unos instantes a la mujer, que continuaba en la ventana, siguiendo atenta todas las incidencias de la persecución.

Sabía que su enemigo estaba momentáneamente a salvo en el río, pero se sentía satisfecho de haberle obligado a salir de la casa, donde él no hubiera logrado entrar.

Experimentaba un extraño respeto o temor hacia las casas. Nunca le gustaron, y odiaba verse encerrado entre cuatro paredes, bajo un techo que en cualquier momento podía venírsele encima, abrumado de extraños olores, sin aire para respirar ni espacio para moverse.

Ni aun a la casa de su amo había logrado acostumbrarse, y prefería dormir siempre fuera, bajo la ventana, desde donde escuchaba su respiración o sus ronquidos, pero donde, al mismo tiempo, nada le atosigaba.

Allí hacía fresco, el porche le protegía de la lluvia, y cuando no tenía sueño paseaba sin que nadie le riñera por moverse.

Ahora contempló la cabaña, aspiró los olores ofensivos a su olfato, estudió su construcción basta y rudimentaria. Y paseó la vista, casi sin verla, sobre la mujer que le insultaba.

Sus ojos repararon al fin en lo que le interesaba, un frágil enrejado adosado a uno de los costados, donde cacareaban media docena de gallinas histéricas.

Se aproximó despacio y lo estudió. Había una puerta de malla metálica y marco de madera, y una tranca simple que giraba sobre sí misma y ajustaba a un pestillo.

El cacareo aumentó hasta convertirse en un auténtico pandemónium cuando las cagonas le vieron hurgar la puerta, y la mujer chilló con más fuerza e incluso le arrojó un par de objetos que no llegaron a alcanzarle. Enseñó los dientes, amenazador, y luego, con la pata, abrió el hueco justo para su cuerpo, se introdujo dentro y se lanzó, hambriento y feliz, sobre las aves.

Sació su feroz apetito de todos aquellos días, se cubrió de sangre y plumas, y regresó a la orilla. Buscó al Hombre en la margen opuesta, pero se sorprendió al distinguirlo ya muy lejos, en el centro de la corriente, navegando lentamente sobre una liviana embarcación de madera que impulsaba dificultosamente con el único brazo que le quedaba sano.

Aquello era lo que más le admiraba y desconcertaba de los hombres; su capacidad de valerse de los objetos, e inventar a cada instante nuevas formas de defensa o ataque, lo que les proporcionaba una variedad tal de formas de lucha, que se consideraba incapaz de asimilarlas.

Un jaguar era siempre un jaguar, y sabía de antemano lo que podía esperarse de él y cuáles eran sus mañas. También eran lógicos los perros —incluso los mastines— y los venados, los cunaguaros y hasta los temidos cerdos salvajes que atacaban y se defendían en manada. Pero los hombres no; los hombres podían ser terriblemente débiles e indefensos en un momento dado, y volverse invencibles y terroríficos al siguiente, por el simple medio de conseguirse un arma de fuego, subirse a un vehículo rugiente o inventarse cualquier otro extraño artilugio, como aquel pedazo de madera hueco en el que ahora se perdía de vista río abajo.

Lanzó una última ojeada a la casa, le ladró a la mujer como en un postrero insulto despectivo, se lanzó al trote, acompasadamente, tras la pequeña curiara que transportaba a su enemigo.

VII

La corriente fue ganando fuerza poco a poco, las márgenes aumentaron de altura, y el limo blando fue dejando paso a la lisa roca, de color pizarra, en que se distinguían claramente las marcas que dejaba el agua en las grandes crecidas de septiembre.

Agradeció el impulso que le evitaba el pesado esfuerzo de remar con una sola mano y se limitó ahora a manejar el canalete a modo de timón.

Más tarde, de suave, la corriente se convirtió en impetuosa, y se encontró saltando sobre chorreras y raudales espumosos, a riesgo a cada instante de zozobrar, dificultado para maniobrar y poco práctico en semejante tipo de embarcación, en la que bastaba un simple balanceo para acabar con la quilla al aire.

—No me gustaría ahorrarle el trabajo a ese animal —masculló mientras se fatigaba esquivando rocas y bajíos—. Y sería bien pendejo ahogarme ahora, después de tantas calamidades.

Allá delante, una garganta estranguló el río, Las paredes se alzaron hasta casi cuarenta metros de altura, y, mientras cruzaba a toda velocidad la temible angostura, descubrió en lo alto, hierática y vigilante, la figura del Perro.

Luego, todo fue calma en un remanso de aguas profundas, y mientras se alejaba hacia las sombras del bosque, aún pudo volverse a observar cómo iba quedando atrás, empequeñeciéndose, la temible presencia.

—¡No me he ahogado, si es lo que esperabas! —gritó dirigiéndose a él como si pudiera oírle—. Aún voy a dar mucha guerra, bicho asqueroso…

Cayó la tarde, a la que siguió una vez más una noche suave y tibia, pero no abandonó la corriente, ayudándose ahora de tanto en tanto con cortas paladas, y una hora después, distinguió allá delante, al doblar un recodo, tímidas luces que prometían, al fin, presencia humana.

Se aproximó en silencio y estudió el lugar. La cuarta casa a la orilla del río lucía sobre la pequeña puerta un par de anuncios de bebidas refrescantes, y las escasas idas y venidas de la gente, entrando o saliendo de ella, le hicieron comprender que debía de tratarse del almacén-taberna que buscaba.

Aguardó hasta que el último parroquiano abandonó el local, encalló la curiara, se cercioró de que su enemigo no rondaba en las tinieblas y, aferrando con fuerza el corto remo a modo de maza, se deslizó hasta la puerta y golpeó levemente.

Se le antojó que tardaban un siglo en abrirle, hasta que apareció un hombre esquelético y mugriento, de cabello muy blanco y ojos zarcos, que pareció sorprenderse por la presencia del desconocido.

—¿Qué busca? —farfulló casi ininteligiblemente.

—¿Es usted Sebastián?

—¿Sebastián? —repitió, como si eso le asombrara—. Yo me llamo Sebastián…

—Me dijeron que podría ayudarme… Ando fugitivo de las gentes de Anaya…

—¿Anaya… ? —Se diría que nunca había oído el nombre, pero al fin reaccionó, abrió por completo la puerta y le franqueó la entrada—. Está bien… Pase.

La taberna-almacén aparecía, realmente, tan inmunda como su dueño. Mostrador desbastado y grasiento; estanterías con tres docenas de artículos baratos; una hilera de botellas y barricas sin etiqueta, y tres mesas desvencijadas, escoltadas por unas cuantas sillas igualmente ruinosas.

El viejo tomó asiento sobre un alto taburete al otro lado del mostrador, ante una botella de la que bebió a morro:

—Anaya… —dijo—. Mal bicho… Me arrancó todos los dientes… ¡Mire! —Mostró una boca totalmente desdentada. Y las uñas… —Enseñó las manos, pero era tanta su mugre, que resultaba imposible averiguar si le quedaban o no restos de uñas—. ¡Mal bicho… ! —Bebió un largo trago—. ¿Anda fugitivo? —repitió estúpidamente.

—Necesito descansar un par de días… Y llegar a la Capital.

—¿La Capital… ? Una vez estuve en la Capital… , pero no me gustó… Me arrancaron los dientes y las uñas… ¡Mire! —Mostró de nuevo el triste espectáculo de su boca vacía—. ¡Mal bicho ese Anaya! El Presidente, ¿no?

—Sí. El Presidente. ¿Puedo esconderme aquí?

—¿Esconderse? —meditó con gran esfuerzo—. ¡Ah, sí! —Señaló una escalera de mano que subía hacia una trampa del techo—. Arriba… ¿Quiere un trago… ?

Observó la botella baboseada, advirtió la mugre de la media docena de vasos cagados de moscas y negó con un gesto:

—No, gracias. Prefiero irme a dormir…

El otro no hizo gesto alguno, se enfrascó de nuevo en su botella, y se diría que había olvidado por completo su presencia.

Trepó por la escalerilla y abrió la trampa. Un tufo a humedad y moho le golpeó en el rostro, y por un instante se consideró incapaz de entrar allí y soportarlo. Dudó, se volvió al tabernero, que continuaba emborrachándose concienzudamente, y al fin, comprendiendo que no le quedaba otra alternativa, se zambulló en las tinieblas del desván.

Tardó en acostumbrar los ojos a la oscuridad, y, la nariz, al hedor. Se mantuvo muy quieto hasta que una tenue claridad que se filtraba por dos ventanucos y las rendijas mal tapadas de la pared de madera le permitió distinguir aquí y allá las patatas puestas a secar, las pilas de sacos vacíos, las sillas rotas, las cajas de botellas, los aperos de labranza.

BOOK: El perro
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mend the Seams by Silla Webb
Breathing Underwater by Julia Green
Rain by Michael Mcdowel
A Rancher's Desire by Nikki Winter
Shifted by Lizzie Lynn Lee
The Darkness Rolling by Win Blevins
Fear Weaver by David Thompson