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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Drama, Relato

El perro (9 page)

BOOK: El perro
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Cuando el último parroquiano, borrachito y parlanchín, le dejó al fin solo, el viejo Sebastián se armó de un cabo de vela, una jofaina y unos trapos mugrientos, y trepó al desván a cuidar al herido y ponerlo en condiciones de viajar a la mañana siguiente.

Comprendió que no sería posible en cuanto le echó la vista encima. El hombre deliraba, se lamentaba constantemente, y aparecía tan pálido y demacrado, que comenzó a hacerse a la idea de que tendría que empezar a buscar la forma de deshacerse del cadáver.

—Si muere, lo echo al río y en paz… Irá a hacerle compañía al perro.

Lo curó como pudo, sin mucho convencimiento, y regresó a su taberna, a dormir bajo el mostrador como venía haciéndolo desde veintidós años antes. Se echó al coleto media botella de ron y, cuando cerró los ojos ni siquiera recordaba que tenía un moribundo sobre su cabeza.

IX

No había pasado por tantas calamidades para acabar como un pendejo de una perdigonada accidental.

Aunque parte de su cuerpo pugnaba por dejarse morir de una vez, otra, la más fuerte, le gritaba desde lo más profundo de su subconsciente que debía luchar y sobreponerse, pues ya tenía la salvación y la libertad al alcance de la mano.

«Piensa en Muriel. Piensa en aquel viaje a Galápagos, las últimas, ¡las únicas!, vacaciones de tu vida, bañándonos con las focas en la Bahía de Sullivan; correteando tras los albatros de la Isla de Hood; cabalgando sobre tortugas gigantes en Academy Bay…

»Piensa en las noches del "Hotel Quito"; jugando a la ruleta en el Casino; bailando solos en la terraza; haciendo el amor con la ventana abierta sobre la piscina, con la silueta nevada del Cayambe, allá al fondo, iluminado por la luna.

»Piensa en las largas excursiones al Caroní de Venezuela en busca de nuevos petroglifos, y en el mes que pasaste con los Yanohama, y en el estudio que aún aguarda a que lo termines, y que terminarás algún día si no te dejas derrotar ahora.

»Piensa en todo eso, y no te mueras, Arístides Ungría, que si te mueres, este viejo borracho te tira al río, y ni aun sepultura tendrás para tus huesos.

»Piensa en Muriel tendida en una cama semidesnuda, y dime si no vale la pena hacer un esfuerzo y seguir con vida…

»Piensa en ese maldito perro al que has liquidado, y no le des el gustazo de que te arrastre a la tumba con él… »

Pensó en todo aquello, y decidió continuar en este mundo.

Le costó una semana llegar a un acuerdo consigo mismo, y aún otro par de días encontrarse en condiciones de reemprender la marcha, pero al fin, a los diez días justos de la noche del accidente, y cuando faltaban más de dos horas para la salida del sol, el viejo Sebastián le condujo por las apartadas callejas y le hizo trepar a un desvencijado camión cargado hasta los topes de verduras frescas, en las que le enterró, a punto de asfixiarlo.

—Buena suerte —le susurró al oído.

—Gracias por todo.

—¡Adiós!

Desapareció como tragado por las sombras, y allí aguardó muy quieto, aspirando el aroma de repollos y lechugas, hasta que una puerta se abrió, un hombre orinó contra la esquina, subió a la cabina, puso el motor en marcha, caló el embrague, prendió las luces y enfiló el camino de tierra, rumbo a la noche.

Le durmió el suave balanceo y no despertó hasta ya muy entrado el día, cuando circulaban por una ancha carretera asfaltada, en la que veloces automóviles les adelantaban constantemente.

Les detuvo una alcabala y se enterró aún más profundamente al escuchar las voces de mando y advertir que husmeaban en la carga, pero todo fue pura rutina, y con la caída de la tarde comenzó a reconocer cada detalle del paisaje; las montañas, los ríos, los puentes e incluso cada restaurante y cada hotel escondido.

Muchos le recordaban viejos tiempos, citas secretas, noches de juerga, fiestas familiares… En aquellas montañas descubrió una increíble cueva de los shantas, y cuando la sequía vació por completo el riachuelo, encontraron grabados, en las piedras del fondo, dibujos que le revelaron una ignorada influencia de las primitivas tribus caribes en la región de los lagos.

Aquel era su mundo, y con la noche alcanzaron los arrabales dónde jugó de niño cuando no eran más que terrenos baldíos. Se zambulleron luego en el tráfico inhumano de la gran ciudad, y aprovechó un semáforo de una callejuela tranquila y solitaria para saltar al suelo y alejarse aprisa entre las sombras.

Estaba a salvo, y lo sabía. Atrás habían quedado el Campo, los sufrimientos, la huida, la muerte, e incluso la maldita bestia que le amargó la vida.

Caminó, por tanto, despreocupado, sabiendo de antemano cuál era su destino, y tras adentrarse decidido por un populoso barrio obrero que conocía bien, se detuvo ante un alto edificio, se cercioró de que nadie sospechoso rondaba por los alrededores, y al fin, tras diez minutos de espera, se coló dentro.

Quinto piso, puerta D.

Golpeó levemente. Dentro, una radio bajó de volumen, y una voz de sobra conocida inquirió:

—¿Quién es?

—La Pantera Rosa…

Advirtió un momentáneo desconcierto, pero al fin se entreabrió la rendija de la puerta y un ojo espió temeroso:

—¿Quién?

—Abre, Huascar. Soy yo…

Fue un abrazo largo, afectuoso, lleno de ternura y emoción:

—¡oh, Ari, Ari… ! ¡El gran Ari! Qué alegría ser el primero en abrazarte… Cómo te agradezco que te hayas acordado de mí.

—¿Sabías que había escapado?

—Corrieron rumores. Luego aseguraron que habías muerto.

—Incluso yo estoy por creerlo… De milagro he llegado.

—¿Tienes hambre?

—De lobo…

Puso sobre la mesa pan y salchichón, y comenzó a freírle un par de huevos en la cocinita que ocupaba un rincón de la humilde estancia, pero no apartaba los ojos de su amigo:

—Tienes mal aspecto. —Reparó en el brazo—. ¿Estás herido?

—Herido, mordido, arañado, tiroteado, casi ahogado, y dado por el culo por una cabra loca, pero logré sobre vivir… ¿Cómo va todo por aquí?

—Divididos, asustados, desconcertados, desilusionados y hechos la puñeta, pero logramos mantener la base de los cuadros a la espera de que surgiera un nuevo líder, o regresaras… Ahora todo será distinto.

Negó convencido :

—No por lo que a mí respecta… No pienso quedarme y que me atrapen de nuevo. No lo soportaría. Me iré al extranjero, y desde allí intentaré algo…

Colocó los huevos fritos ante él. Tomó asiento al otro lado de la mesa.

—No es el momento de discutirlo. Ahora come y descansa.

Comió con apetito, mojando enormes pedazos de pan blando y esponjoso en una yema amarilla y goteante, que le chorreaba por la hirsuta barba. El vino era barato, pero cálido y fuerte, y le reanimó el gaznate y el espíritu, ayudándole a reconciliarse con la vida.

—¿Qué sabes de Muriel?

Advirtió que la pregunta era esperada y temida al propio tiempo. Conocía lo bastante a Huascar, alias
Olafo el Amargado
, como para estar seguro de que la respuesta no sería agradable. En los primeros tiempos de la Organización, cuando se vieron en la obligación de buscar seudónimos a todos sus miembros, decidieron inspirarse en personajes de las historietas infantiles, y todos estuvieron de acuerdo en que
Olafo el Amargado
era el nombre que mejor cuadraba a Huascar. Como el famoso vikingo, era rudo, fuerte, simple y sin dobleces, incapaz de disimular sus sentimientos.

—¿Muriel? —repitió, tratando de ganar tiempo—. Hace tiempo que no la veo.

—¿Cuánto?

—Tres o cuatro meses…

—¿Qué hace entonces?

—Bueno… Ella estaba en esto por ti… No le interesaba la lucha. Es una mujer, y ya sabes cómo son estas cosas…

—Entiendo… Quieres decir que anda con otro. Eso ya me lo imaginaba… ¿Quién es?

—Un tipo… Un médico… —Hizo un gesto vago con la mano—. No lo entiendo… Puede ser su padre…

—¿Dónde puedo verla sin peligro… ?

Huascar se inclinó sobre la mesa, extendió la mano y la colocó sobre su brazo sano. Había súplica en su voz cuando rogó:

—¡Olvídate de ella… ! Hay muchas cosas que hacer. Tenemos que volver a la lucha… —Hizo una pausa—. Y no te gustará verla…

Advirtió el tono de su voz.

—Está preñada.

Le hizo daño. Le hizo mucho daño, pese a que en los últimos tiempos estaba acostumbrado a sufrir. Jamás, ni en sus peores momentos, le había pasado por la imaginación algo semejante. Estaba hecho a la idea de que Muriel perteneciera a otro hombre; podía incluso imaginarla besada y acariciada con la misma intimidad con que él la besó y acarició. Tal vez no le hubiera sorprendido saber que tenía un hijo, pero la forma en que Huascar pronunció la palabra preñada tenía algo de obsceno, de terriblemente ofensivo porque significaba que dentro de ella estaba engordando el semen de otro hombre.

Lo que siempre procuraron evitar, un hijo, estaba ahora formándose allí en lo más recóndito de un cuerpo que consideraba suyo, y, sin embargo, no era su hijo.

—Algún día lo tendremos —le había dicho siempre—. Aún eres joven, y los tiempos se presentan difíciles. Te juro que el mismo día que acabemos con Anaya, lo encargamos. Se llamará Héctor.

Pero fue Anaya quien acabó con él, y ahora había un hijo de otro en el lugar que debía ocupar Héctor.

Hacía daño. De verdad que hacía mucho daño.

Concluyó de comer, rebañó el plato con la última miga de pan y sorbió el vino despacio.

—¿Va casarse con ella?

—¿Casarse? ¡Ja! —Su tono era amargo. Es un viejo millonario, con hijas de su edad. —Revolvió en la herida—. Muriel no es más que su querida, ¿entiendes? Su «que-ri-da»… Le compró un apartamento y un auto, y le pasa una cantidad mensual… Eso le da derecho a hacerle un hijo.

Su mano voló hasta el cuello de Huascar, le atrapó por la solapa y lo atrajo hacia sí, furioso:

—¡No te lo consiento! —gritó—. ¡Eres un maldito embustero y no te lo consiento… ! Todo es mentira… ¡Tiene que ser mentira!

Se miraron fijamente. Aún le sujetaba, y estaban muy cerca el uno del otro. Había compasión en los ojos de uno, y profundo dolor y tristeza en los del otro, que aflojó la presión de su mano.

—Perdona —rogó—. ¡Cuesta tanto creerlo… !

—¿Y crees que a mí no… ? Yo la quería como a una hermana. Era una compañera dulce y valiente, y te amaba… Era
Mafalda
, el alma del grupo y tu mujer… ¿Qué crees que sentí al ver que mientras tú te pudrías picando piedra en el infierno, y los demás andábamos jodidos, escondiéndonos y pasando hambre, ella cenaba en el Club 28 en compañía de un viejo abortador que se hizo rico a base de todo lo peor que tiene este sistema asqueroso que luchábamos juntos por cambiar… ? También me costó creerlo, pero es cierto, y no se lo perdono.

X

No había pasado tantas calamidades para acabar como un pendejo, de una perdigonada accidental.

Aunque parte de su cuerpo pugnaba por dejarse morir, otra, la más fuerte, le gritaba desde lo más profundo de su subconsciente que debía luchar y sobreponerse, pues aún no había cumplido la orden que su amo le diera.

—Mátalo! —repitió la voz en su cerebro.

Pasó por su mente el momento en que el Hombre le golpeó la cabeza con la escopeta.

Pasó por su mente la escena en que buitres y zamuros devoraban el cadáver de su amo.

Pasó por su mente la lucha que tuvo con el Hombre en el río, y su pelea con los mastines, y aquella otra lucha en las tinieblas, cuando un disparo atronó la noche y una catarata de fuego y plomo le cayó encima.

Pasó todo eso por su mente, y decidió seguir viviendo.

Pero no bastaba su voluntad para lograrlo, y lo sabía. Acurrucado allí, en el fondo de una cañada, dejó pasar los días, sintiéndose cada vez más débil, cada vez más agotado, viendo cómo la sangre volvía a manar una y otra vez de sus innumerables heridas, sintiendo que con aquella sangre se escapaba su vida.

Estaba solo, completamente solo con las moscas que acosaban sus llagas, y lloró quedamente.

Lloró por su amo muerto, por su venganza frustrada, por la orden que no había cumplido y por el dolor que atenazaba su cuerpo.

Lloró como un perro faldero, como un cachorrillo abandonado, como una madre que ha perdido su camada, como un fiero perro lobo que se siente al fin derrotado.

—¿Por qué lloras?

Le sorprendió la presencia del niño con su cesto de moras bajo el brazo, acuclillado frente a él, preocupado y curioso, al que no había sentido aproximarse, pues de escucharlo se habría tragado su dolor y su llanto.

—¿Por qué lloras ? —repitió, y luego reparó en las moscas, y en las costras rojas, y en la sangre que bañaba su hermoso pelo castaño, sus patas amarillas, su negro hocico y el oscuro suelo.

—¿Estás malito?

Tendió la mano diminuta y le acarició la firme y noble cabeza, que se movió hacia arriba y atrás, agradeciendo el contacto amigo.

—Yo una vez también me caí en una zarza —le explicó—. Y también lloré mucho, pero mamá me sacó los pinchos, me puso una pomada y me curó… ¿Te gustaría que mamá te curase?

Había algo en aquel tono de voz, que no había oído nunca, y no era tan sólo la voz de niño: era una voz dulce amorosa, tierna y compasiva; una voz distinta a todas las otras voces de este mundo; una voz que le sirvió de alivio, que le enjugó las lágrimas, que acalló sus lamentos.

Le acarició de nuevo:

—Espera aquí, que vuelvo a buscarte.

Se alejó corriendo y experimentó una profunda angustia al pensar que tal vez no volvería, y se sintió tan solo como nunca lo estuvo, hasta que escuchó un chirriar metálico y se detuvo ante sus ojos una vieja carretilla que apestaba a abono y legumbres.

—¡Ven! Sube, que te llevaré a casa… ¡Vamos! No tengas miedo, que mamá te cura…

Luchó con sus escasas fuerzas, empujando y resoplando, y al final, dejándose una pata atrás, un rabo bajo la rueda y una cabeza medio colgando, logró colocarlo arriba, y comenzó a empujar trabajosamente.

—Pesas mucho, pachucho… —comentó, y al parecer le gustó el juego de palabras, pues rió divertido—. Mucho, pachucho —repitió—. ¿Te gusta el nombre? Como estás malito, te llamaré
Pachucho

«Mucho,
Pachucho
… »

Se dejó llevar suavemente, mecido por la carretilla y las palabras del chiquillo; se sintió bien y tranquilo; se supo a salvo, y permitió que una dulce somnolencia se apoderara de todo su cuerpo, cerrara sus ojos y le arrastrase muy lejos.

BOOK: El perro
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