El planeta misterioso (19 page)

BOOK: El planeta misterioso
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—Discúlpanos —dijo Sheekla Farrs—. Tenemos que volver a hablar, en privado. Descansad y tranquilizaros, os lo ruego. Las asistentas os traerán comida y bebida.

—Muy bien —dijo Anakin.

Después levantó los brazos y juntó las manos detrás de la cabeza. El muchacho volvió a sonreír, todavía más alegremente que antes, cuando Farrs y Gann salieron por la puertecita. Las asistentas retrocedieron con rostros solemnes.

—Veo que algo te divierte —dijo Obi-Wan.

—Me alegro de estar vivo —explicó Anakin—. Y tengo más que tú —añadió—. ¡Incluso más que Vergere!

Obi-Wan le puso un dedo en los labios para indicarle que no debían hablar de Vergere.

—No sabemos que ese otro cliente fuera ella.

— ¡Tuvo que ser ella! —dijo Anakin—. ¿Quién iba a ser si no?

Obi-Wan no dijo nada, pero sospechaba que el muchacho tenía razón.

—Y en cualquier caso, ¿cómo sabemos que más es mejor? —le previno.

—Siempre lo es —dijo Anakin.

Comieron en el frescor silencioso de la estancia: delgadas tortas marrones servidas en bandejas de piedra tallada, agua fresca en jarras de cerámica que sudaba condensación. Sus copas estaban hechas de lámina verde surcada por franjas rojas y el agua, fresca y pura, tenía un sabor ligeramente dulce. Anakin parecía feliz, incluso con ganas de echarse a reír. Miraba a Obi-Wan como si esperase que su maestro reventara aquella burbuja en cualquier instante.

Obi-Wan se reservó su opinión acerca de qué tal lo estaban haciendo hasta el momento y si habían hecho alguna clase de progresos.

Pasados diez minutos, Gann volvió solo. Anakin puso cara de consternación en cuanto vio la expresión sombría del ferroano.

—Hay una dificultad —les dijo Gann—. El magister es de la opinión que no deberíais pasar al diseño y la forja hasta que haya hablado con vosotros.

— ¿Y eso es bueno o malo? —preguntó Anakin—. ¿Podremos hacer la nave?

—No lo sé —dijo Gann—. El magister rara vez ve a nadie.

— ¿Cuándo vendrá? —preguntó Obi-Wan

—Vosotros iréis a él —dijo Gann secamente, haciendo girar los ojos en sus órbitas como si eso debiera ser obvio—. E iréis a verlo cuando el magister lo crea conveniente. —Los contempló desde debajo de sus gruesas cejas fruncidas—. Mantendremos listos a vuestros compañeros-semilla y cuando volváis, si todo ha ido bien, iniciaremos el diseño y la conversión, y procederemos al templado y el moldeado.

26

E
l capitán Kett saludó cortésmente al comandante cuando este subió a la cubierta de navegación del
Almirante Korvin.

—Nos estamos aproximando al punto de emersión —le dijo a Sienar.

Sienar asintió distraídamente.

Las cubiertas de los ventanales se hicieron a un lado, y Sienar dio media vuelta para no tener que contemplar el retorcido panorama de estrellas que desfilaba ante él.

—Inversión en las coordenadas fijadas —murmuró.

—Como usted ordene, señor—asintió Kett.

— ¿Cuál es el nivel de eficiencia de las instalaciones de duplicación de la nave, capitán Kett? —preguntó Sienar.

—Nuestro complemento astromecánico es capaz de efectuar muchas reparaciones de importancia en vuelo —le informó Kett.

El E-5 estaba operando bastante bien con sus nuevas capacidades, y el tallador de sangre reaccionaba favorablemente a su nueva perspectiva. Hasta el momento todo iba bien, pero aún quedaba mucha distancia por recorrer.

Sienar miró a Kett y le alargó una cajita de tarjetas de datos.

—Quiero que estos programas sean cargados en el manufactorio de la nave y que sean introducidos en todos los androides de combate. La programación será duplicada a partir de estas tarjetas de datos y a continuación deberá ser activada en cada unidad, sustituyendo a cualquier otra programación. Cualquier otra, capitán Kett. Y, naturalmente, llevaré a cabo pruebas de verificación.

La expresión educadamente cortés de Kett se convirtió en una mueca helada.

—Eso no está autorizado, señor. Va contra la política de la Federación de Comercio.

Sienar sonrió ante aquella recaída en las viejas costumbres.

—Cuando volvamos, todas nuestras armas serán entregadas a la República. Esta programación satisface todos los requisitos fijados por la República, y hará que el androide responda al control de la República.

—Aun así, no me parece correcto... —empezó a decir Kett.

—He recibido instrucciones personales de Tarkin, y no pueden ser más explícitas —dijo Sienar sin inmutarse.

Sabía que como comandante, y con el respaldo de Tarkin, su orden sería suficiente, por lo menos ahora que podía ejercer cierta influencia sobre la Fuerza.

Ahora que no tendría que enfrentarse a un infortunado accidente si hacía algo inesperado que no querían que hiciera.

El androide baktoide E-5 salió del turboascensor con paso sorprendentemente rápido y decidido y entró en el puente de la nave insignia. Después se detuvo justo debajo de la cubierta de navegación, claramente visible para todos los que se hallaban presentes en el puente. Su comportamiento no llevaba implícita ninguna amenaza, y no era más que una demostración de la nueva situación imperante a bordo. Normalmente, aquel androide no habría sido activado hasta la batalla.

Kett lo contempló con evidente preocupación.

—Entendido, señor —dijo finalmente.

—Y enséñeme los informes del servicio astromecánico en cuanto el trabajo este terminado —dijo Sienar, lamiéndose los dientes.

Kett lo miró en silencio durante un par de segundos, sin molestarse en tratar de ocultar su disgusto.

Sienar fingió no haberse dado cuenta y miró por el ventanal.

—Inversión —anunció el oficial de control del hiperimpulsor.

— ¡Espacio real! —gritó el capitán Kett en el mismo instante en que las estrellas volvían a la perspectiva correcta y el espacio y el tiempo recuperaban su dominio acostumbrado.

—Ya iba siendo hora —dijo Sienar con un suspiro.

Después accionó una palanca, y la cubierta de navegación avanzó a lo largo de sus ríeles hacia el gran ventanal hasta que el panorama ocupó todo su campo visual.

Sienar habría acogido con placer cualquier paisaje estelar, pero lo que estaba viendo en aquellos momentos era realmente muy, muy impresionante. La cinta desplegada hacia el exterior de los componentes de la gigante roja y la enana blanca llenaba sus ojos con ese extraño resplandor que sólo puede verse en los sueños. Semejante espectáculo era un raro privilegio.

Ahora que sus sistemas de armamento habían sido reforzados con una pequeña dosis de la sutileza y la creatividad que había estado buscando durante toda su vida, Sienar incluso se sentía capaz de disfrutar del espectáculo.

—El planeta hacia el que nos dirigimos está a la vista, y hemos iniciado una órbita de mantenimiento alrededor del sol amarillo del planeta —dijo Kett—. No nos aproximaremos más hasta que usted así lo ordene, comandante.

Kett, que seguía dando vueltas a sus opciones, no quería abandonar el puente.

Sienar no tenía nada en contra del pensamiento independiente, con tal de que no llegara a volverse demasiado independiente.

—Puede ejecutar mis instrucciones..., ahora —dijo, señalando la popa.

—Sí, señor.

Kett fue a toda prisa hacia el turboascensor, con los ojos parecidos a gemas hundidos en las cuencas metálicas del androide E-5 firme y ominosamente clavados en el hueco entre sus omóplatos.

27

E
l transporte aéreo sekotano los llevó al sur sobrevolando algunos de los paisajes más extraños que Obi-Wan Kenobi hubiera visto jamás. Volando a poco menos de mil metros de altura, la pequeña nave aplanada se deslizó con vertiginosa velocidad por encima de enormes boras de gruesos troncos con hinchadas hojas semejantes a globos que ondulaban y se bamboleaban al sentir su estela.

—Creo que los colonizadores usan esas hojas para fabricar sus aeronaves —dijo Anakin, mirando hacia atrás por el parabrisas que se curvaba alrededor del transporte abarcando casi todo su casco.

Obi-Wan asintió, absorto en sus pensamientos. Si los compañeros-semilla preferían a los Jedi, se imponía llevar a cabo algunas investigaciones. Sólo los organismos capaces de entrar en sintonía con la Fuerza podían detectar a los Jedi. Cada vez resultaba más evidente que las formas de vida de aquel mundo —Sekot, como llamaba Gann a la totalidad viva— eran muy especiales, y que se sentían fuertemente atraídas por su padawan.

—Esto es realmente precioso —dijo Anakin—. El aire huele de maravilla, y la jungla es magia total.

—No te encariñes demasiado con ella —le advirtió Obi-Wan.

—Nunca había estado en un lugar semejante.

—Acuérdate de lo primero que sentiste acerca de Sekot.

—No lo he olvidado —dijo Anakin.

—Hablaste de una sola ola, algo que estaba ocurriendo ahora o que ocurriría en el futuro.

—Sí —dijo Anakin, inclinando la cabeza hacia adelante para señalar la puerta que les ocultaba al piloto.

Obi-Wan alzó la mano.

—No puede oír lo que decimos, es importante que analicemos lo que está ocurriendo antes de que nos veamos involucrados más profundamente en ello.

—Esa sensación de una sola ola viene y va. Puede que me haya equivocado.

—No te has equivocado. Yo también la estoy percibiendo en este momento. Algo viene hacia nosotros muy deprisa, y es algo peligroso.

Anakin meneó la cabeza con expresión apenada.

—Espero que no ocurra nada antes de que hayamos podido hacer nuestra nave.

Obi-Wan entornó los ojos en señal de desaprobación.

—Me preocupa que estés perdiendo la perspectiva.

— ¡Hemos venido aquí para obtener una nave! —dijo Anakin, y se le quebró la voz—. Y para averiguar qué ha sido de Vergere. Ella no consiguió su nave, así que ahora es todavía más importante para nosotros. Eso es todo —concluyó, cruzándose de brazos.

Obi-Wan dejó que aquellas palabras flotaran entre ellos durante unos segundos antes de volver a hablar.

— ¿Qué significa la nave para ti? —preguntó con afable dulzura.

—Una nave que es capaz de adaptarse a sí misma a la necesidad de velocidad... ¡Uf! —dijo Anakin—. Para mí sería la amiga perfecta.

—Eso es lo que pensaba —dijo Obi-Wan.

—Pero no hará que me olvide de mi adiestramiento —le aseguró Anakin.

Una vez más, Obi-Wan tuvo la sensación de estar perdiendo el control de la situación. Antes de que Anakin se convirtiera en su aprendiz, Qui-Gon había alentado en el muchacho ciertas conductas que Obi-Wan no aprobaba. Y el que el Consejo y Thracia Cho Leem los hubieran enviado a aquel mundo estaba volviendo a tentar a Anakin de maneras que Obi-Wan encontraba bastante inquietantes.

—Vamos a donde nos envía la Fuerza —dijo Anakin en voz baja, anticipándose a la dirección de los pensamientos de su maestro—. No sé qué más podemos hacer aparte de observar y aceptar.

—Y luego actuar —dijo Obi-Wan—. Debemos estar preparados para el curso que aparece ante nosotros y ser receptivos a lo inesperado. La Fuerza nunca es una niñera.

—Cuando algo esté a punto de ocurrir, lo sabré —dijo Anakin con tranquila confianza—. Me gusta este planeta. Y a los seres vivos de aquí les gusto. Tú también les gustas. ¿No sientes que..., que algo cuida de nosotros?

De hecho Obi-Wan lo sentía, pero la sensación no le parecía muy tranquilizadora. No sabía quién o qué podía desplegar semejante influencia sobre ellos, y especialmente sobre su padawan.

El viaje prosiguió durante otra hora. Anakin miró hacia el este y señaló una enorme cicatriz marrón en el paisaje que se perdía en el horizonte. Obi-Wan la había visto, o algo parecido, durante unos momentos desde el espacio, pero Charza Kwinn inició el descenso antes de que hubieran descrito una órbita completa alrededor de Zonama Sekot. La cicatriz era tan profunda que llegaba hasta el lecho rocoso. Una corteza rojiza rica en hierro se desplegaba como los bordes de una herida abierta sobre oscuras moles de basalto.

— ¿Que hizo eso? —preguntó Anakin.

—A juzgar por su aspecto no debe de tener más de unos cuantos meses de antigüedad —dijo Obi-Wan. Las delgadas hebras blancas de varias cascadas se deslizaban sobre las laderas rojas del acantilado para precipitarse al fondo de la garganta—. Parece una cicatriz de batalla.

La aeronave viró para poner rumbo hacia el sur, volando por entre las cimas de la cubierta de nubes o a través de ella. Un paisaje aparentemente interminable de volutas y nubarrones empezó a deslizarse por debajo de ellos.

Anakin se volvió en su asiento.

— ¡Mira! —exclamó con súbita excitación, y señaló hacía su derecha.

Estaban virando hacia el suroeste hacia una montaña negro rojiza que atravesaba las nubes, con sus suaves laderas casi desnudas de toda vegetación sekotana y su cima cubierta de nieve. Parecía un viejo volcán erosionado por el paso del tiempo.

—Dentro de tres minutos estaremos en la casa del magister —dijo el piloto—. Espero que hayáis disfrutado de una buena siesta.

Anakin miró a Obi-Wan y sonrió.

— ¡Estamos muy descansados! —dijo.

Volvieron a agacharse para salir del transporte y se encontraron en un campo de lava medio aplastada. A unos metros de ellos un sendero de losas llevaba a un magnífico palacio con apariencia de fortaleza construido con bloques amontonados alrededor de una gruesa torre central. Detrás del palacio, cuatro terrazas volcánicas derramaban agua teñida de naranja sobre unos grandes precipicios multicolores. El aire olía a las profundidades de Zonama —sulfuro de hidrógeno—, alternándose con brisas frescas que soplaban del sur.

Los bloques que circundaban la torre medían más de diez metros de alto por cincuenta de ancho, y sus paredes estaban llenas de ventanas que relucían como arco iris bajo la luz del crepúsculo. El promontorio sólo contenía unos cuantos zarcillos, apenas del grosor de un brazo, esparcidos entre las rocas y alrededor de las terrazas de las aguas minerales como trozos de hilo rojo y verde.

—El magister vive lejos de sus súbditos —observó Obi-Wan, frotándose las manos con el extremo de la túnica para extenderlas luego con las palmas hacia arriba al tiempo que inclinaba el mentón. Sus ojos barrieron el horizonte con una mirada tan sagaz como penetrante—, Y se las arregla con muy pocos asistentes. —Echando un vistazo a las hilachas de nubes que desfilaban sobre sus cabezas y las masas más oscuras visibles hacia el sur, Obi-Wan calculó que se encontraban a unos mil kilómetros por debajo del ecuador—. Costumbres peculiares. Parecen preferir que sus clientes dispongan de la mínima información posible y nunca sepan a qué atenerse.

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