El planeta misterioso (22 page)

BOOK: El planeta misterioso
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Bajo la experta aunque excéntrica guía del gran arquitecto de Zonama Sekot, Obi-Wan sintió volver gradualmente su propia sensación de libertad juvenil, y se encontró pasando continuamente de la estructura interna de la soberbia nave que iba cobrando forma en el espacio al que accedían sus tres cascos al espacio de su propia memoria.

Un recuerdo de un tiempo antes de que se convirtiera en aprendiz de Qui-Gon. Juventud: difícil, pesada e incómoda, más brillante que un millar de soles. Una juventud llena de sueños de viajes y naves veloces y gloria ilimitada, un futuro infinito de desafíos y nuevas capacidades y, a su debido tiempo, conocimiento y sabiduría.

No era distinto de Anakin Skywalker.

No en nada que importara de verdad.

«¡Ah, sí pudiera creerlo!», pensó Obi-Wan.

29

E
l tallador de sangre presentó su informe a Raith Sienar en una pasarela suspendida del techo del hangar donde estaba almacenada la mayor parte del escuadrón de androides de combate. Todavía se encontraban demasiado lejos de Zonama Sekot para poder llevar a cabo observaciones detalladas, por lo que Sienar había enviado a Ke Daiv al planeta a bordo de una nave espía biplaza de la flota provista de toberas camufladas, parte de la dotación de pequeños navíos auxiliares del
Almirante Korvin.
Ke Daiv había subido a la nave espía con un piloto seleccionado por Sienar entre el personal más experimentado de la Federación de Comercio.

—Fuimos allí y volvimos sin ser detectados —dijo Ke Daiv—. El planeta está medio cubierto de nubes.

— ¿No hicisteis ningún intento de ver por debajo de las nubes?

—Examinamos lo que era inmediatamente visible y nada más —confirmó Ke Daiv.

Sienar asintió.

—Excelente. A juzgar por lo que me han contado, todo el planeta posee un elevado nivel de sensibilidad.

—Hay pocos detalles visibles en el hemisferio sur —prosiguió el tallador de sangre—. La cima de una montaña solitaria atraviesa las nubes, un antiguo volcán: nada más.

—Sí —dijo Sienar, asintiendo como si todo aquello fuera familiar para él.

—El hemisferio norte se halla comparativamente libre de nubes, aunque las tormentas se desplazan de sur a norte, dejando caer grandes cantidades de lluvia y un poco de nieve.

—Naturalmente —dijo Sienar frunciendo el labio.

Ke Daiv hizo una pausa llena de indignación, como si temiera estar aburriendo al comandante, pero Sienar levantó la mano.

—Continúa.

—Hay signos de lucha reciente: un mínimo de quince fracturas en la corteza de más de tres kilómetros de anchura de origen no natural. Las nubes del sur ocultan la mayor parte, pero vi largas franjas de un nivel bastante más bajo en la capa de nubes a lo largo del ecuador, lo cual significa que tiene que haber hendiduras de muchos kilómetros de profundidad. Quizá hayan sido causadas por armas orbitales de grandes dimensiones, aunque de una potencia y un tipo con los que no estoy familiarizado.

El rostro de Sienar perdió toda expresión. Estaba pensando.

— ¿Estás seguro de que no son una excavación? ¿Algún proyecto de construcción a gran escala, tal vez?

—No —dijo Ke Daiv—. En la hendidura visible por encima del ecuador hay bordes irregulares, zonas ennegrecidas y terreno desmoronado. Pero en el hemisferio norte había muchas elevaciones, de gran tamaño y forma rectangular, que se encontraban considerablemente alejadas de las regiones habitadas. Todas esas elevaciones muestran un tamaño uniforme, de cuatrocientos kilómetros por doscientos, y se hallan cubiertas por una densa capa de vegetación.

Sienar ladeó la cabeza y clavó el pulgar en su barbilla. Después agitó la mano y el pulgar, como si estuviera tratando de localizar algo escondido detrás del hueso de su mandíbula.

— ¿Viste el valle de las factorías?

—Sí —dijo Ke Daiv—. Aunque llegados a ese punto, pensamos que sería mejor volver para evitar ser observados.

—Bien hecho. Háblame del valle.

—Mide mil kilómetros de longitud por tres de ancho y está limitado a ambos lados por frondosas masas de vegetación, mucho más grandes que cualquier otra de las que pudimos ver.

—Jentaris —murmuró Sienar—. Qué no daría yo por tener ese valle instalado en otro mundo, en algún emplazamiento más práctico —dijo con voz pensativa—. ¿Viste alguna nave?

—No. El valle estaba muy ocupado fabricando objetos de grandes dimensiones: no eran naves, pero podrían ser componentes de naves o equipo. Algunos estaban siendo transportados hacia el extremo sur del valle, donde desemboca en un río muy caudaloso. Varios transportes estaban estacionados allí esperando, algunos ya cargados. De pronto, y sin previo aviso, el valle se cubrió de enormes ramas y brotes vegetales que no dejaban ver nada. No creía que estuviéramos siendo observados, pero aquello me preocupó lo suficiente para decidir que debíamos regresar.

—Excelente, excelente —dijo Sienar.

Ke Daiv no reaccionó. Entre los talladores de sangre, los elogios y los insultos apenas se diferenciaban los unos de los otros: ambos podían llevar a un duelo. Pero Ke Daiv había colocado a Sienar en una categoría especial que quedaba fuera de la etiqueta normal de los talladores de sangre.

—Ahora debemos dar el paso siguiente, y éste es crucial. Tenemos que actuar con rapidez. Tarkin te informó de que intentaríamos capturar una nave, ¿verdad?

—Sí.

—Tarkin no tenía la más remota idea de lo difícil que puede resultar eso: la gente como él cree que el poder es más veloz que la razón. Está demasiado acostumbrado al dinero para caer en la cuenta de lo útil que puede llegar a ser.

—El poder —repitió Ke Daiv.

—Olvídate del poder por ahora. Eres tan eficiente que voy a rebelarte otra parte de mi no-tan-pequeño secreto.

Ke Daiv parecía una estatua de piedra inmóvil en la pasarela. Debajo de ellos, los androides estaban siendo activados y preprogramados. El estrépito de millares de diminutos motores zumbando y tintineando dificultaba considerablemente la audición incluso en lo alto de la pasarela, pero los faldones nasales del tallador de sangre también operaban como captadores de sonidos. Ke Daiv se inclinó hacia adelante para captar las palabras de Sienar.

—Tenemos con nosotros una preciosa navecita espacial estacionada en su propio hangar de este navío insignia. No forma parte de la dotación normal: es una de mis naves particulares, obviamente el vehículo de un individuo acomodado. Su identidad ha sido borrada, pero está esperando un nuevo propietario. —Sienar sonrió al pensar en lo difícil que resultó conseguir que Tarkin aprobara aquella adición. Había intentado sugerirle, fingiendo una especie de enfado infantil, que el verse privado de todos sus juguetes lo volvería menos efectivo como líder, Tarkin acabó mostrándose de acuerdo sin molestarse en tratar de ocultar que eso volvía todavía más despreciable a su antiguo compañero de clase—. Un dueño rico y bien educado —prosiguió Sienar—, que se ha tropezado por casualidad con uno de los pilotos y representantes de ventas autorizados de Zonama Sekot, y que lo ha convencido de su riqueza y de que está sinceramente interesado en el arte del diseño de naves espaciales. Un experto, ¿comprendes? Y tú serás ese experto. Antes de partir de Coruscant investigué a fondo, y sé que provienes de una familia influyente.

—Poderosa, no rica —le corrigió Ke Daiv con un tenue siseo, porque aquel humano conseguía sacarlo de sus casillas incluso después de haber sido incluido en una categoría protegida.

—Sí, ciertamente, dado que la concentración de recursos es una especie de pecado entre los de tu especie. Bien, pues ahora tienes pecados de sobra para trabajar con ellos: tienes a tu disposición más de seis mil millones de créditos, en bonos de la República a los que nadie podrá seguir la pista. Es una suma más que suficiente para comprar una nave sekotana.

Los ojos de Ke Daiv se empequeñecieron a medida que se hundían en su cráneo. Aunque era constitucionalmente incapaz de sentirse impresionado por el dinero, sabía cuánto eran seis mil millones de créditos y lo mucho que esa suma impresionaría a otros.

— ¿Cómo sabes tantas cosas sobre Zonama Sekot?

—Eso no es asunto tuyo —respondió Sienar afablemente, disfrutando de las reacciones de Ke Daiv mientras se decía que la constante sensación de estar pisando terreno peligroso era muy estimulante.

Sin mostrar la menor inquietud, como si estuviera trabajando con un animal asustado y supiera cuándo podía darle la espalda y cuándo no debía hacerlo, Sienar se inclinó sobre la barandilla para contemplar las armas Xi Char. Los elegantes y potentes cazas estelares androides estaban almacenados en largos bastidores rodantes, con sus barquillas terminadas en garras colapsadas y retraídas hacia dentro. Unidades astromecánicas desplazaban los bastidores de un extremo a otro del hangar para llevarlos a los esbeltos navíos de descenso de color gris oscuro provistos de sistemas de camuflaje.

El
Almirante Korvin
contenía tres navíos de descenso, cada uno de los cuales transportaba diez de los versátiles cazas estelares. Con sus esbeltas barquillas que podían dividirse, rotar y convertirse en patas, aquellos androides eran flexibles e ingeniosos y disponían de un poderoso armamento. Quizá fueran los mejores sistemas de armamento controlados centralmente de la Federación de Comercio.

Dentro de las grandes bocas de los módulos de armamento de los navíos de descenso, los tambores de carga giraban con un sordo traqueteo. Los cazas estelares eran rápidamente conectados a los enormes discos de los tambores para ser desplegados justo encima de la atmósfera del planeta mediante una rápida serie de salvas. Los tambores, a su vez, eran montados en rotores verticales. Cuando los cazas estelares fueran lanzados, saldrían de los módulos como balas disparadas de un cilindro rotatorio. Cuando un tambor hubiera quedado vacío, sería eyectado al espacio y el tambor siguiente avanzaría por el rotor para ocupar su puesto.

Sienar admiraba a los ingenieros de Xi Char que habían diseñado y construido los cazas estelares, pero dudaba que los androides fueran a resultar decisivos.

Una feroz batalla acababa de ser librada, y al parecer terminó con la victoria de los lugareños. Lo que había dejado aquellas terribles señales sobre la superficie del planeta, fuera lo que fuera, ya no existía. —Me gustaría presentarte a tu patrocinador en Zonama Sekot, el representante autorizado, en mis alojamientos, dentro de una hora —le dijo Sienar al tallador de sangre.

Ke Daiv tal vez sintiera curiosidad —las emociones o los impulsos apenas dejaban huella en el rostro del tallador de sangre de noble cuna—, pero se limitó a inclinar la cabeza y juntar sus faldones nasales, volviendo a crear aquella hachuela tan desconcertante que indicaba respeto y sumisión, así como —con ciertos cambios de color— rabia, ira y la firme determinación de matar.

30

L
a aeronave ritual negra y roja los llevó más allá de las últimas viviendas de Distancia Media y por un estrechamiento del desfiladero. A aquella distancia hacia el noroeste, los muros rocosos estaban húmedos y resbaladizos pero se hallaban casi totalmente desnudos de vegetación sekotana. Los boras no podían encontrar ningún asidero en aquella zona. Velos de nubes se precipitaban al interior del desfiladero y saturaban de humedad el aire alrededor de la barquilla.

Anakin estaba inmóvil en la proa, con un pie apoyado sobre una de las muescas del maderamen en una postura heroica. Sus compañeros-semilla se habían agrupado a su alrededor, inmóviles por una vez, para atisbar por encima de la barandilla con sus penetrantes ojillos negros como si estuvieran contemplando su futuro.

Obi-Wan esperaba a dos pasos por detrás de Anakin, permitiendo que el muchacho disfrutara de aquel momento. Sospechaba que en los próximos días no habría demasiadas alegrías. Lo que Anakin había detectado hacía unos días —y llamado «una sola ola»— ya estaba cargando el espacio que los rodeaba con la sensación de un inminente y descomunal cambio en la Fuerza, que Obi-Wan sólo podía describir como un vacío. Ni Qui-Gon ni ningún otro Maestro Jedi habían hablado jamás de tales cosas. El hecho de que el cambio procediera de Zonama Sekot, no obstante, no resultaba tan evidente para Obi-Wan como lo había sido para Anakin. «Percibo algo que se encuentra muy cerca y que ha sido activado por algo de fuera. Pero Anakin tiene razón: será una prueba muy dura.»

Los cables de guía de la aeronave se flexionaban bajo la presión de los vientos que subían del profundo desfiladero y las aguas que corrían por debajo de ellos. La piloto estaba teniendo ciertas dificultades para impedir que la aeronave ejerciera una tensión excesiva y rompiera los cables. Entre aquellos vientos y con tan poco espacio para maniobrar, bastarían un par de minutos para que la aeronave se hiciera pedazos contra los resbaladizos muros de roca cortada a pico..., ¡lo cual sería un fin realmente ignominioso para un grupo de clientes!

Aquella clase de peligros nunca inquietaban demasiado a Obi-Wan: eran inmediatos y manejables, si se confiaba en el artefacto y en su piloto, y la joven que lo pilotaba parecía lo suficientemente experimentada. Ninguno de los otros pasajeros —ni Gann, ni Sheekla Farrs ni los tres asistentes— mostraban señales de alarma. De hecho, parecían sentir el mismo extraño júbilo que se había adueñado de Obi-Wan.

Anakin miró atrás y sonrió a su maestro.

—Las semillas están temblando. ¿Sientes cómo tiemblan? ¡Saben que algo grande está ocurriendo!

Gann se agarró a la barandilla con ambas manos
y
se acercó un poco más a Obi-Wan.

—El muchacho tiene un don natural —dijo por encima del rugir del viento—. Sólo puede haber un piloto. ¿Habéis decidido cuál de vosotros pilotará la nave?

—El muchacho será el piloto —dijo Obi-Wan, sabiendo que nunca podía esperar igualar las capacidades de Anakin en aquel aspecto.

Gann asintió aprobadoramente.

—Sí, obviamente ha de ser él —dijo—. ¡Pero tiene tantos compañeros! Nunca habíamos reunido a tantos. —Meneó la cabeza con cierta consternación—. No sé cómo os las vais a arreglar para controlarlos. Tengo muchas ganas de oír qué dirá Shappa Farrs.

Los muros del desfiladero se separaron un poco más, y la aeronave se aproximó al borde este. Sus cables de guía colgaban de largas ramas sin hojas extendidas por los boras de troncos nudosos y retorcidos que crecían junto al precipicio. La piloto mantuvo una tensión uniforme en los cables mediante una serie de diestras maniobras.

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