Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
—No confío en ese tallador de sangre, señor. Su pueblo es famoso por su temperamento imprevisible y su tendencia a jugar sucio.
—Fue escogido personalmente por Tarkin. Sus órdenes dejan muy claro que debe disfrutar de una cooperación total en cualquier cosa que pueda hacer.
«Incluido el asesinar a su comandante en el caso de que las cosas salgan mal.»
—Ya lo sé, señor.
—Entonces ¿a dónde quiere ir a parar, capitán Kett?
—Deseo comunicarle mi preocupación, señor.
—Tomo nota de ella. Espero que mantendrá su vigilancia.
—Sí, señor.
Sienar cortó la conexión y la imagen se desvaneció con un tenue pitido.
Usar al tallador de sangre como cliente no era una estratagema excesivamente brillante, pero serviría. A juzgar por todo lo que le había sonsacado al piloto de la nave sekotana desactivada que guardaba en su hangar de las profundidades de la ciudad, antes de que ese piloto muriera...
Cosas que Sienar no había revelado a Tarkin, llegando al extremo de mentirle acerca de cómo había obtenido aquella nave. Hechos que había descubierto mucho antes de que Tarkin, tan artero y retorcido como de costumbre, tratara de involucrar a Sienar en aquella conspiración descabellada y demasiado obvia.
Basándose en lo que el piloto de Gensang había dicho durante su agonía, en el curso de la cual fue estimulado a hablar mediante las sutiles drogas de Agrilat, Sienar llegó a la conclusión de que los colonizadores de Zonama Sekot andaban detrás de algo, o que eran simplemente gentes muy codiciosas; de que habían descubierto un tesoro de increíbles proporciones y, en vez de organizar una explotación juiciosamente administrada, con guerras de pujas orquestadas entre miembros de la Federación de Comercio, habían seguido un camino decididamente arriesgado, satisfaciendo los deseos de los niños ricos y mimados de la galaxia y embarcándose en una notable pero en última instancia fútil mascarada para ocultarse a sí mismos.
Los colonizadores necesitaban capital para comprar cosas, cosas muy caras. Necesitaban obtenerlo deprisa y discretamente, y debían tenerlo lo más pronto posible.
El piloto, un ladrón de especia de Gensang que acababa de enriquecerse y cuyos antepasados llevaban más de mil generaciones dedicándose al contrabando sin demasiado éxito, se había hecho con un curioso modelo de androide de protocolo compacto en un palacio del juego de Serpine.
Aquel androide había llegado a manos del piloto de Gensang gracias a un joven rodiano tan temerario como asombrosamente rico durante una partida de entrega total a vida o muerte. El destino del joven rodiano no fue la vida. Lo que hizo fue lanzar una bola-joom tallada en un rubí tan grande como un puño por el clásico tobogán en espiral, después de lo cual la bola-joom cayó dentro de la boca de un viejo passar muy quisquilloso que babeaba veneno. A continuación el passar balbuceó con su asquerosa voz burbujeante una profecía insultante para el extremadamente supersticioso emperador-gobernador de Serpine, y los escandalizados guardias del palacio hicieron pedazos al rodiano. Todas sus posesiones, incluida su nave espacial llena de bonos al portador, fueron entregadas al gensang, quien no podía creer en aquel golpe de suerte.
El pequeño androide que formaba parte del botín contó una historia fantástica a su nuevo dueño. El androide afirmaba estar plenamente cualificado para llevar clientes a un mundo misterioso que fabricaba las naves espaciales más rápidas etc., etc., etc., un viaje que el rodiano no había vivido el tiempo suficiente para efectuar.
El gensang quedó muy intrigado. Superó el sorprendente test socio-psicológico al que le sometió el androide, le enseñó una parte de su tesoro en bonos, más que suficiente, y fue advertido de que experimentaría la mayor aventura de su vida en un mundo exótico, algunos detalles de la cual olvidaría casi por completo poco tiempo después.
El gensang tuvo la inmensa mala suerte de comprar su nave sekotana y tropezarse con unos ladrones. Estos se llevaron al gensang, el androide y los restos en rápido proceso de desintegración de la nave y los vendieron a los agentes de Sienar por una suculenta suma. Después los agentes de Sienar mataron a los ladrones.
Así era el interminable ciclo de la codicia y el dinero. El pueblo del tallador de sangre quizá hiciera bien al sentir tamaño desdén hacia la riqueza.
Sienar yacía sobre el estómago junto al ventanal de la sala de estar, nuevamente abierto a las estrellas y con Zonama Sekot eternamente visible. Antes de su comunicación con Kett, había terminado una cena ligera de galletas y ponche de vino alderaaniano, uno de los pocos gustos que compartía con Tarkin.
Generalmente apenas prestaba atención a la comida y la bebida, y casi nunca se sentía tentado por los demás placeres de la carne. Lo que realmente le hacía hervir la sangre era el poder. El poder de diseñar y construir cosas extraordinarias. El poder de hacer que tus viejos amigos lamentaran haber tratado de engañarte con un doble juego tan burdo.
«Yo, que he construido naves para los seres más poderosos de la galaxia... ¡Yo, de entre todas las personas, manipulado por un aprendiz de soldado de segunda categoría que se ha engañado a sí mismo hasta convencerse de que ve la forma de un nuevo orden con más claridad que su superior intelectual!»
La mera idea frunció sus labios e hizo que sus ojos se entornaran hasta convertirse en dos oscuras rendijas.
Sienar había permitido que el androide de protocolo sometiera al tallador de sangre a sus pruebas. Tal como sospechaba, el tallador de sangre las superó sin dificultad: la elegancia, la educación, una buena familia y la visión de tantísimos créditos esparcidos sobre el suelo de la cabina del comandante casi hicieron estallar los pequeños circuitos del androide.
¡Qué locos tenían que estar los líderes de aquel mundo perdido para confiar tales juicios a un androide de protocolo!
En aquellos momentos el androide iba hacia Zonama Sekot con Ke Daiv a bordo de la nave estelar particular de Sienar. Si Ke Daiv volvía con una de las maravillosas naves del planeta, Sienar ya tenía preparadas todas las herramientas quirúrgicas y de borrado mental necesarias para convertir al tallador de sangre en su propio chófer personal. Analizaría el navío viviente sekotano, aprendería sus secretos y le daría la vuelta al juego de Tarkin con tan vertiginosa rapidez que su antiguo amigo nunca se recuperaría.
Y eso quizá le proporcionaría el poder y la influencia necesarios para hacer sus propios tratos con cualquier nuevo poder político emergente.
Delicioso. Absolutamente delicioso. Mucho mejor que incluso el más selecto de los vinos de Alderaan, calentado en la más delicada copa de cristal de motas doradas encima de un pequeño fuego de madera almizclada,
Sienar dejó escapar otro prolongado suspiro. El juego se había vuelto realmente interesante. «Mi querido capitán Kett —pensó—, mi honor no es más puro que el tuyo. Pero al menos yo no soy un hipócrita.»
N
o tardaron en descubrir que llegar a la rampa de atraque sólo era el principio de un nuevo tramo de su viaje. Anakin, Obi-Wan, Jabitha y Gann bajaron por los escalones tallados en la pronunciada pendiente rocosa de un tubo volcánico hasta llegar a una caverna de techo bastante bajo iluminada por la tenue claridad de varias linternas.
Desde allí podían oír el sonido de un curso de agua.
—Un río subterráneo —dijo Anakin.
Jabitha asintió, extendió la mano y le acarició la coronilla. El muchacho se encogió sobre sí mismo y Jabitha sonrió.
— ¡Sólo es una manera de decir lo listo que eres! Pero todavía tendremos que recorrer cierta distancia antes de llegar al río.
A Obi-Wan nunca le habían gustado las profundidades subterráneas. Aunque nunca lo hubiese admitido ante nadie, prefería el espacio abierto a las entrañas de un planeta.
Unos veinte minutos después salieron por el final del tubo para encontrarse en una gran estancia redonda excavada en el basalto. Una losa de piedra entraba en las veloces aguas que fluían alrededor de ella con un gruñido gutural. Salpicaduras frecuentes y regulares oscurecían la áspera superficie de la roca. Una esbelta embarcación flotaba lejos de las salpicaduras a la sombra de la losa. Delante de ellos, apenas podían entrever una abertura que seguía profundizando en la corteza del planeta.
Subieron a la embarcación y dos ayudantes la apartaron del atracadero. Después Gann empuñó una pértiga para sacarlos de la zona de calma y entrar en la veloz corriente. El río los llevó rápidamente por el ancho canal oscuro.
Los compañeros-semilla estaban muy quietos, y Anakin temió que se hubieran mareado o incluso que estuvieran muertos. Jabitha le aseguró que no era ese el caso.
—Saben que vamos a ver a los forjadores y moldeadores —dijo—. Es un momento muy importante para una semilla.
— ¿Cómo lo saben? —preguntó Anakin.
—Este río alimenta las factorías del valle —dijo ella—. Hace millones de años que sus aguas llevan semillas. Simplemente lo reconocen.
— ¿Qué son los jentaris? —preguntó Obi-Wan.
—El abuelo fue el primero en adiestrarlos. ¡Los adiestró o los creó, o ambas cosas! Son unos moldeadores enormes que trabajan para nosotros y con nosotros. Ya lo verás —dijo Jabitha, que parecía sentirse muy orgullosa de ellos.
A medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, pudieron ver largas líneas rojas que brillaban en el techo del túnel, muy por encima del agua. Gann paseó el haz de una linterna por encima de la roca, revelando gruesos haces de zarcillos rojos y negros.
—Sekot los despliega a través de los ríos, los túneles y las cavernas —dijo reverentemente—. Todas las partes del planeta están interconectadas.
—Salvo el sur —dijo Jabitha en voz baja y suave.
— ¿Y por qué allí no? —quiso saber Obi-Wan.
—No lo sé —dijo ella—. Padre dijo que allá abajo todo había terminado.
—Allí es donde está su casa —dijo Anakin.
Gann decidió intervenir.
—El sur murió de una enfermedad hace unos meses, y todo el hemisferio pereció —murmuró.
Su rostro había adquirido un aspecto ceniciento, y sus facciones parecían ondular bajo las luces oscilantes de la linterna de la embarcación y su antorcha.
«Le tiemblan las manos», observó Obi-Wan.
— ¿Fue una guerra? —preguntó Anakin.
Gann tensó los músculos de las mandíbulas y meneó la cabeza.
—No —dijo—. Sólo fue una enfermedad.
—No deberías seguir hablando de eso —dijo Jabitha—. Ni siquiera yo sé qué ocurrió allá abajo.
— ¿Tu padre lo sabe? —preguntó Obi-Wan.
Jabitha le lanzó una mirada velada en la que había bastante ira. Sería mejor no insistir en el asunto.
El viaje por el río duró varias horas. Anakin y Jabitha se habían sentado en el banco de popa y hablaban. Obi-Wan permitió que sus ojos fueran siguiendo el curso de los zarcillos que relucían como conchas trazadoras paralizadas en plena huida.
Fuera cual fuese su destino, un transporte aéreo sekotano habría podido llevarlos allí en unos cuantos minutos. Los colonizadores esperaban poder ocultar algunos secretos a sus clientes, o quizá comprendían el valor del ritual.
Personalmente, Obi-Wan siempre había encontrado aburridos los rituales. El adiestramiento Jedi se hallaba notablemente libre de ellos, y sólo los momentos de mayor importancia venían marcados por alguno.
Cuando la conversación con Anakin languidecía, Jabitha se entretenía resolviendo los complejos rompecabezas geométricos de una pequeña caja de lámina que llevaba debajo de la capa. Cuando dejó la caja encima del banco de la embarcación, Anakin vio que una esquina de ella se unía a la lámina del banco. Y cuando Jabitha terminaba un rompecabezas, las piezas se alteraban a sí mismas para adquirir nuevas formas. La muchacha nunca tendría que resolver el mismo rompecabezas dos veces.
Comunicación, coordinación, contacto constante: aquellas personas habían logrado hacerse con el control de una maravillosa red de seres vivos que parecían estar tan íntimamente relacionados entre sí como una inmensa familia.
¡Qué devastador tenía que haber sido para ellas que literalmente la mitad de la familia muriese a causa de una enfermedad! O enfrentarse a la destrucción causada por las misteriosas energías que habían arañado el planeta hasta poner al descubierto el lecho rocoso a lo largo del ecuador.
Aquel viaje quizá estuviera siendo tan tortuoso no debido a un innecesario sentido del ritual, sino a causa del miedo.
S
u nave ha llegado a la meseta norte —le dijo el capitán Kett a Sienar—. Hemos recibido una señal de baliza láser enviada por el mismo Ke Daiv. El androide de protocolo ha verificado sus credenciales y lo ha presentado, y ahora Ke Daiv está esperando ser transportado a Distancia Media.
Kett precedía al comandante por el pasillo brillantemente iluminado que llevaba al hangar de lanzaderas del
Almirante Korvin.
Sienar acogió la noticia con un distraído asentimiento de cabeza. Se disponía a inspeccionar el escuadrón. Si Ke Daiv no conseguía comprar una nave sekotana, el próximo paso sería obviamente tarkiniano: una exhibición de diplomacia del poder a distancia mínima.
Sienar se permitió una fugaz visión en la que cambiaba un destructor de la República por todas las naves de su escuadrón. «Preferir lo enorme e impresionante no es nada propio de ti. ¿Estás empezando a pensar igual que Tarkin? ¿No estás seguro de que Ke Daiv consiga cumplir su misión? La sutileza se alzará con la victoria. Tienes lo que necesitas.»
Confiaba en que podría lograr que aquello de lo que disponía pareciese una amenaza muy tangible, dadas las circunstancias. «Algo ya los ha quemado. Y quien ya se ha quemado una vez, quizá tenga el doble de miedo al fuego que antes... A menos que se hayan enfrentando a una amenaza todavía más grande y lograran salir triunfantes.»
Pero Sienar no veía cómo aquello podía ser posible. El planeta sólo estaba ligeramente desarrollado y tenía muy poca población. Prácticamente era territorio virgen. ¿Quién iba a tomarse la molestia de organizar una invasión para dejar unas cuantas señales en un planeta?
Subieron por la corta rampa y entraron en la diminuta lanzadera.
Kett se tomó con filosofía el prolongado silencio. Empezaba a acostumbrarse al estilo de su comandante, aunque no le gustaba. Sienar recogió su larga capa y se sentó en el sillón central, donde tendría una buena visión del paisaje estelar que avanzaba lentamente más allá de la larga proa ahusada de la lanzadera.