Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
— ¿Alguna cosa más sobre esas hendiduras?
—No, señor.
— ¿Cicatrices dejadas por una batalla? —murmuró Sienar con voz pensativa, porque le habían recordado los cortes practicados a lo largo de la carne operada por un experto cirujano.
—Creo que acabarán resultando ser anomalías geológicas —dijo Kett.
—Mantenga distancia de escuadrón y reduzca al mínimo todas las comunicaciones entre las naves —dijo Sienar—. Quiero que nadie examine ese planeta. No estarnos aquí. Envíe una directriz específica a todas las naves recordándoselo.
—Sí, señor.
—Estamos muy cerca —dijo Sienar, pasándose las manos por los codos para descubrir que estaban inexplicablemente mojados de sudor—. No tolerare ningún error.
U
na tenue claridad verdosa rezumaba del extremo del túnel como espeso jarabe. El río había reducido la velocidad de sus aguas a un suave flujo bamboleante conforme se ensanchaba la caverna. Gann guiaba la embarcación con algún que otro vaivén de la pértiga que empuñaba con confiada destreza. Pasaron por debajo de una cornisa natural festoneada de zarcillos verdes y rojos. Un espacio abierto había sido mantenido vacío en lo alto de la cornisa, y Gann y los dos ayudantes les pasaron los cabos a dos ferroanos vestidos de negro y gris.
La embarcación fue remolcada y acabó pegada a los protectores del muelle como un animal que frotara su hocico contra una vieja amistad.
Obi-Wan fue hacia la proa y vio que su padawan se había quedado dormido. La larga noche había acabado pudiendo con él. Anakin dormía profundamente, rodeado por sus compañeros-semilla, todos ellos inmóviles. Su rostro estaba deliciosamente tranquilo y vacío de toda expresión, las cejas rectas y los labios entreabiertos por una respiración lenta y regular que lo convertía en una obra de arte viviente tan sencilla como profunda. Sentada junto a su cabeza, Jabitha acariciaba los sedosos cabellos del muchacho con la mano y miró a Obi-Wan, el labio inferior presionado entre los dientes.
—Es muy guapo —dijo—. ¿Por qué no le dejamos dormir un rato? Hay tiempo de sobra.
Anakin dormía como un bebé en presencia de la muchacha. Eso era significativo. Obi-Wan sabía que solía tener pesadillas. Dormido, Anakin parecía mucho más joven. Obi-Wan no tuvo que esforzarse demasiado para traer a su memoria al niño de nueve años que se había convertido en su aprendiz, ahora dos palmos más alto pero con los mismos rasgos regulares y agradables y la nariz un poco más grande.
«Echa de menos a la hembra. Thracia Cho Leem lo sabía.»
Obi-Wan extendió el brazo hacia él y después titubeó. Sintió un intenso impulso de no despertar al muchacho, de permitir que siguiera durmiendo así para siempre, absorto en la espera eterna de una gran aventura mientras soñaba un sueño interminable de alegría y triunfo personal. La emoción contenía demasiado sentimentalismo y debilidad para que pudiera ser tolerada, pero Obi-Wan se permitió sentirla. «Así es como se siente un padre cuando contempla a su hijo dormido y se preocupa por su incierto futuro —pensó—. No quiero verlo fracasar. Pero perder a este muchacho sería muchísimo peor. Casi prefiero detener el tiempo aquí, y detenerme a mí mismo con él, antes que enfrentarme a eso.»
Alguien familiar parecía estar inmóvil junto a su hombro y, absorto en aquella emoción tan poco propia de un Jedi, dudando de sí mismo y súbitamente lleno de desconcierto, Obi-Wan murmuró:
—No es más especial que cualquier otro niño, ¿verdad?
—Para ti lo es —contestó una voz que parecía hablar en susurros—, Y ahora lo sabes.
Obi-Wan giró sobre sus talones y vio venir a Gann. La voz que acababa de oír no era la de Gann.
—Hora de irse —dijo Gann, escrutando el rostro perplejo y extrañamente empalidecido de Obi-Wan—. ¿Ocurre algo?
—No.
Reprimiendo un leve estremecimiento, Obi-Wan puso la mano sobre el hombro de Anakin y lo sacudió suavemente. Anakin, como siempre, emergió del sueño profundo en un instante para volver a estar alerta y vigilante. Sus compañeros-semilla se removieron y volvieron a agarrarse a su túnica y sus pantalones.
Las semillas de Obi-Wan se encaramaron a sus hombros y su pecho, y juntos, maestro y aprendiz bajaron de la larga embarcación. Gann y Jabitha los siguieron.
—He soñado que estaba con Qui-Gon —dijo Anakin—. Me estaba enseñando algo... He olvidado el qué. —El muchacho sonrió y estiró los brazos—. Me dijo que te diera recuerdos suyos. Dijo que siempre cuesta mucho hablar contigo.
Anakin corrió hacia la rampa y subió a la cornisa de piedra.
Obi-Wan se quedó inmóvil, como aturdido por un golpe, y después apretó las mandíbulas y siguió a su padawan.
Un redoble de tambores y la música de muchas cuerdas suavemente pulsadas bajaban por el pozo. Detrás de aquella música muchas graves voces masculinas entonaban una laboriosa especie de cántico.
—Nos esperan —dijo Gann ansiosamente—. ¡La forja está a punto de empezar!
Jabitha echó a andar junto a Anakin.
— ¿Estás nervioso? —preguntó.
— ¿Por qué iba a estarlo? —preguntó Anakin a su vez, haciéndose el valiente.
—Porque eres el cliente más joven que ha habido jamás —dijo ella—. Y porque si triunfas, tu nave quizá sea la mejor que se haya hecho nunca.
—Ah, claro —dijo Anakin, respirando hondo—. Sí, supongo que es para estar un poco nervioso.
Jabitha sonrió y le pasó el brazo por los hombros. Una mueca de dignidad juvenil envaró el rostro de Anakin y aunque no había mucha luz, Obi-Wan detectó un tenue rubor en sus mejillas. Mientras subían, dejaron atrás dos coros de ferroanos que tocaban pequeños tambores y allutas de cuerdas. Los hombres cantaban iluminados por linternas eléctricas, y sus voces siguieron a los cuatro recién llegados hasta el final del conducto.
— ¿Verdad que son magníficos? —preguntó Jabitha.
—Si tú lo dices... —murmuró Anakin.
—
E
ste es el comienzo del valle-factoría —dijo Gann cuando llegaron al final del último largo tramo de peldaños.
La carga extra de compañeros-semilla de Anakin se había vuelto particularmente pesada después de la subida. Jabitha se había adelantado, llegando a lo alto antes que ellos, y vino a su encuentro con el rostro iluminado por una gran sonrisa.
Anakin alzó los ojos hacia las gruesas ramas arqueadas de los boras que se entrelazaban en una densa espesura a cien metros por encima de sus cabezas, formando el techo de una inmensa sala. Los rayos de sol se filtraban a través del grueso dosel, produciendo una fantasmagórica claridad teñida de verde que se derramaba sobre una calzada de piedras. La calzada se extendía varios kilómetros por entre muros rectos formados por largas columnas octagonales de lava pegadas unas a otras.
Muchos peñascos marrones desprendidos habían quedado atrapados en aquellas paredes antes de que se solidificaran, interrumpiendo la estructura regular de postes dispuestos en empalizada. Algunos de los peñascos, tan grandes como la habitación de Anakin en el Templo, se habían resquebrajado, revelando huecos en los que masas de brillantes cristales verdes y anaranjados estaban tan apiñados como las agujas en la almohadilla de coser de Shmi. A lo largo de las paredes, gruesos zarcillos negros surcados por franjas rojas asomaban entre las losas octagonales que pavimentaban la calzada, haciéndolas a un lado y extendiéndose durante docenas de metros para unirse con los troncos de los boras. Zarcillos más pequeños surcados por franjas verdes emanaban de los tallos grandes y se enroscaban dentro de los peñascos huecos, como si estuvieran descansando antes de hacer un último esfuerzo.
El aire debajo del dosel estaba saturado de humedad y se hallaba a la temperatura de la sangre, por lo que costaba respirarlo. Estaba lleno de intensos aromas: flores y pasteles, vino y cerveza, y un intenso olor subyacente a suelo.
—Las piedras ya estaban aquí antes de que llegáramos —dijo Jabitha, el rostro solemne entre la penumbra teñida de verde—. Y los boras también estaban aquí. El año pasado, padre decretó una nueva regla: cuando la factoría empieza a trabajar, los boras ocultan lo que estamos haciendo por si alguien nos pilla desprevenidos.
—Tu padre es un hombre brillante —dijo Gann solemnemente.
Obi-Wan volvió a fijarse en cómo palidecía cada vez que hablaban del pasado reciente.
Un súbito estrepito como de clarines gigantes descendió por entre los muros de piedra, seguido por fuertes ráfagas de aire todavía más húmedo y cargado. Los enormes troncos de los boras se agitaron y temblaron por encima de ellos, y las ramas se removieron y crujieron con un sonido parecido al de muchas voces sibilantes. Fragmentos de piel de bora se desprendieron de ellas para caer sobre la calzada.
Sus compañeros-semilla se estremecieron violentamente.
—No pueden esperar mucho más —dijo Gann,
Anakin no podía creer que realmente estuviera allí. Aquel sitio le parecía tan familiar que se preguntó si no habría soñado con él. A cada paso que daba tenía la sensación de ser dos personas, una que había estado allí antes y que conocía tan bien todo aquello, y un muchacho nacido en otro mundo muy, muy alejado. No estaba muy seguro de cuál ocupaba el primer plano en un momento dado, de cuál llevaba a cabo todo aquel andar y pensar. Miró a Obi-Wan y por un instante no pudo recordar quién era aquel hombre vestido con una túnica ritual sekotana que andaba junto a Gann.
Pero Anakin se lanzó sobre aquellos yo y los obligó a unirse, usando la disciplina Jedi para agudizar y unificar su consciencia, y para unificar los niveles de pensamiento subconscientes al tiempo que los llamaba al orden a todos.
A todos salvo la capa más profunda y privada, aquella que rozaba el no-yo. Era allí donde acechaba aquel otro con sus vagos recuerdos oscuros e independientes.
Anakin decidió que no era el momento más adecuado para comunicar aquella anomalía a su maestro, pero de pronto se vio interrumpido. Lo que parecían enormes insectos rojos, verdes y negros venían hacia ellos por la calzada. Sus cuerpos eran anchos y un tanto aplanados, con tres patas a cada lado y una séptima pata en el centro de la parte delantera. Dos largas protuberancias grises parecidas a espinas sobresalían junto a la pata central para elevarse por encima del cuerpo. Aquellas criaturas parecían haber nacido para transportar cargas pesadas.
Encima de cada una de ellas, un hombre robusto de piel sucia y tiznada montaba a la criatura sentado a horcajadas entre las protuberancias, a las que se agarraba con manos cubiertas por gruesos guantes negros.
— ¿Son jentaris? —preguntó Anakin.
—No —dijo ella con una suave carcajada—. Son carápodos. Los hombres que los montan son forjadores.
— ¿Y los carápodos están vivos?
—Mayormente sí, aunque algunos de ellos son en parte máquinas —dijo Jabitha, que no apartaba los ojos de las criaturas de muchas patas que tenían delante.
Gann bajó la mirada hacia Anakin.
—Te dejamos aquí con los forjadores. Ellos prepararán tus semillas y te llevarán a los moldeadores y los jentaris. —Se le veía triste y un poco resentido—. Nunca he ido más allá de este lugar. Tal es la voluntad del magister.
— ¡Buena suerte! —dijo Jabitha—. ¡Me reuniré con vosotros al otro extremo!
Volvió a los escalones con Gann y lanzó una última mirada a Anakin por encima del hombro, los ojos brillantes y los labios firmemente apretados. Después bajó rápidamente.
—Estoy empezando a cansarme de tanta ceremonia y tanto misterio —dijo Obi-Wan—. Y ya estoy harto de pasar de mano en mano como si fuera un montón de ropa vieja.
—Pues yo lo encuentro mágico total —dijo Anakin. Y no mentía. Era muy emocionante y además lo ayudaba de una manera que no podía expresar con palabras, porque le permitía visualizar la tarea que los aguardaba. Aun así, sabía que Obi-Wan sospechaba que allí estaba ocurriendo algo raro, y que tenía sus razones para ello. Anakin frunció el ceño—. Estoy muy emocionado, y al mismo tiempo tengo un poco de miedo. ¿Por qué me siento así, maestro?
—Esas semillas nos están hablando —dijo Obi-Wan—. Algunas de ellas ya han estado aquí antes, puede que con Vergere.
—Claro —dijo Anakin—. ¡Las semillas! ¿Por qué no se me ha ocurrido pensar en eso?
—Porque llevas tantas encima que te están inundando —dijo Obi-Wan—. Ojalá dispusiera del equipo necesario para medir sus niveles de midiclorianos —murmuró, y una expresión curiosamente introspectiva apareció en su rostro.
—Serían muy altos —dijo Anakin, empujando suavemente el brazo de Obi-Wan con un dedo, como hubiera podido hacer un profesor cuando un estudiante no le prestaba atención.
Obi-Wan enarcó una ceja.
—Pero no tanto como los tuyos, me parece —dijo, y sacudió la cabeza—. Escúchalas, pero controla tu conexión con la Fuerza, padawan. No olvides quién y qué eres.
—No —dijo Anakin, un poco avergonzado de sí mismo.
Los carápodos estaban a unas decenas de metros del sitio en el que se habían detenido a esperarlos, solos, bajo el tembloroso dosel arqueado de los boras. Anakin se quitó el polvo de los ojos y juntó las manos delante de él, como si estuviera empuñando una espada de luz de adiestramiento. Cada carápodo tenía la altura de un hombre en la articulación principal de cada pata. Destellos metálicos brillaban aquí y allá en sus cuerpos, como si los organismos vivos de Sekot se hubieran fusionado con el acero.
La expresión que Anakin acababa de ver aparecer en el rostro de su maestro iba volviéndose más y más peculiar a cada momento que pasaba.
— ¡Algo te está distrayendo, maestro! —gritó el muchacho.
Los carápodos se detuvieron a su alrededor, pero Obi-Wan apenas si les prestó atención.
—Vergere —dijo finalmente—. En las semillas... Ha dejado un mensaje...
Obi-Wan se irguió y recuperó la compostura en el mismo instante en que uno de los jinetes bajaba de su montura y venía hacia ellos con expresión sombría y resuelta.
— ¿Qué nos dice? —preguntó Anakin en voz baja.
—Vergere se ha ido de Zonama Sekot para seguir la pista de un misterio todavía mayor.
— ¿Qué?
—El mensaje no está muy claro. Algo sobre seres desconocidos para los Jedi que viven más allá de los límites. Tuvo que actuar muy deprisa.
El rostro de gruesa piel llena de arrugas del jinete parecía haber sido aplastado y requemado por el sol, y sus ojos eran de un color avellana rojizo, como si estuvieran llenos de fuego.