El agente retrocede.
—¿Drogas?
—¿Qué?
El agente sonríe.
—Bienvenida, señorita Hayden.
—Va a pasar —dice Raúl.
El tuneador dice que necesita mear.
—¡No te relajes demasiado! —grita Raúl—. ¡Aún tiene que pasar por San Onofre!
El teléfono suena en el escritorio de Art Keller.
—Keller al habla.
—Acaba de entrar.
Art sigue a la escucha para que le digan la marca del coche, la descripción y la matrícula. Después telefonea al puesto de la Patrulla de Fronteras de San Onofre.
Adán recibe una llamada similar en su despacho.
—Ha pasado —dice Raúl.
Adán se siente aliviado, pero la preocupación no le abandona. Nora todavía tiene que cruzar el punto de control de San Onofre, y eso es lo que le da miedo. El punto de control de San Onofre se halla en un tramo desierto de la ruta 5, justo al norte de la base de la marina de Pendleton, y la zona está sembrada de vigilancia electrónica e interferencias radiofónicas. Si la DEA quisiera detenerla, lo haría ahí, lejos de las torres de vigilancia de los Barrera o de cualquier ayuda procedente de Tijuana. Es muy posible que Nora se esté precipitando hacia una emboscada en San Onofre.
Nora se dirige hacia el norte por la ruta 5, la principal arteria norte-sur que recorre California como una columna vertebral. Deja atrás el centro de San Diego, el aeropuerto y SeaWorld, el gran templo mormón que parece hecho de azúcar hilado, con aspecto de ir a fundirse bajo la lluvia. Deja atrás la salida de La Jolla, el hipódromo de Del Mar y Oceanside, antes de detenerse por fin en un área de descanso al sur de la base de la marina de Camp Pendleton.
Baja y cierra el coche con llave. No ve dónde están los
sicarios
de los Barrera, que han aparcado cerca, pero sabe que están en uno u otro coche, o quizá en varios, para vigilar su vehículo mientras va al baño. Es muy dudoso que alguien vaya a robar un Toyota Camry, pero nadie quiere correr el riesgo con varios millones de dólares en el coche.
Va al baño, se lava las manos y recompone su maquillaje. La señora de la limpieza espera con paciencia a que termine. Nora sonríe, le da las gracias y un billete de un dólar antes de salir. Compra una Diet Pepsi en una máquina, vuelve a subir al coche y empieza a conducir en dirección norte. Le gusta este tramo de autopista que atraviesa la base de la marina porque, una vez que dejas atrás los barracones, está casi desierta. Tan solo la cordillera al este, y hacia el oeste nada, salvo los carriles de tráfico en dirección sur, y después el Pacífico azul.
Ha cruzado el punto de control de San Onofre cientos de veces, como la mayoría de los ciudadanos del sur de California, si se desplazan desde San Diego al condado de Orange. Siempre ha sido una especie de chiste, piensa, mientras el tráfico de delante empieza a disminuir la velocidad, un punto de control «fronterizo» a cien kilómetros de la frontera. Pero la verdad es qué muchos ilegales se dirigen hacia la zona metropolitana de Los Angeles, y la mayoría utilizan la 5, de modo que quizá sea lógico.
Lo que suele pasar es que llegas al punto de control, frenas y, si eres blanco, el agente de la Patrulla de Fronteras te deja pasar con un ademán aburrido de la mano. Eso es lo que suele pasar, piensa, mientras se detiene a una docena de coches del punto de control, y eso es lo que espera.
Solo que esta vez el tipo de la Patrulla de Fronteras le indica que se detenga.
Art consulta su reloj... otra vez. Debería estar llegando. Sabe cuándo cruzó la frontera, cuándo llegó al área de descanso. Si no ha dado media vuelta en algún sitio, si no se ha puesto nerviosa y cambió de opinión, si... si... si...
Adán pasea de un lado a otro de su despacho. También tiene un horario en mente, y Nora no debería tardar en llamar. No se arriesgaría a llamar cerca de la vigilancia de Pendleton, y no tiene nada que decir hasta que haya cruzado San Onofre, pero ya tendría que haber pasado. Debería estar en San Clemente, debería estar...
El agente le indica que baje la ventanilla.
Otro agente se acerca por el lado del pasajero. También baja la ventanilla, después mira al agente de al lado y le dedica su mejor sonrisa.
—¿Pasa algo?
—¿Lleva alguna tarjeta de identificación?
—Claro.
Busca su cartera en el bolso, y después abre la cartera para que el agente vea su permiso de conducir. Mientras tanto, el agente del lado del pasajero pasa el dispositivo de localización entre el apoyacabezas y el asiento, al tiempo que se inclina para examinar la parte posterior.
El primer agente examina el permiso de conducir un buen rato.
—Lamento las molestias, señora —dice después, y la deja pasar.
Art descuelga el teléfono antes de que termine de sonar el primer timbrazo.
—Hecho.
Cuelga y lanza un suspiro de alivio. La vigilancia aérea ya está en su sitio, una combinación de helicópteros de «tráfico» militares y aviones privados, y podrá seguirla durante todo el trayecto.
Y cuando se reúna con los chinos, nosotros también estaremos allí.
Nora espera a llegar a San Clemente para sacar el móvil y marcar un número de Tijuana. Cuando Fabián contesta, ella dice:
—He pasado.
Cuelga.
Ahora ya solo es cuestión de ir hacia el norte, hasta que los chinos le digan la hora y el lugar del encuentro.
Y eso es lo que hace.
Conducir.
Adán recibe la llamada de Raúl, y este le comunica que Nora ha cruzado el punto de control de San Onofre. Después sale a dar una vuelta. Ya solo es cuestión dé esperar.
Sí, piensa, solo esperar.
Fabián tiene camiones apostados en Los Angeles, esperando a cargar las armas y transportarlas hasta la frontera, en un punto aislado del desierto, donde serán transferidas a otros camiones, conducidas a distintas pistas de aterrizaje y enviadas a Colombia por avión.
Todo está en su sitio... pero antes Nora tiene que efectuar la transacción con los chinos. Y antes de hacer eso, los chinos deben decirle dónde y cuándo.
Art también tiene hombres apostados, escuadrones de agentes de la DEA armados hasta los dientes, jefes de policía federales, el FBI, esperando la orden en San Pedro. El puerto de San Pedro es inmenso, y las instalaciones de GOSCO son enormes, fila tras fila de almacenes de carga, de modo que tienen que saber cuál deben atacar. Es una operación complicada, porque tienen que permanecer quietos hasta que se haya producido el intercambio, y después actuar cuanto antes.
Art está en un helicóptero, contemplando un plano electrónico del condado de Orange y una luz roja parpadeante que representa a Nora. Discute consigo mismo. ¿Ordenar que la siga una unidad de tierra o esperar? Decide esperar cuando ella toma la salida norte 405 de la 5 y se dirige hacia San Pedro.
Ninguna sorpresa.
Pero sí se sorprende cuando la luz roja parpadeante se desvía de la 405 en el MacArthur Boulevard de Irving y gira hacia el oeste.
—¿Qué coño está haciendo? —dice Art en voz alta—. ¡Síguela! —ordena al piloto.
El piloto sacude la cabeza.
—¡No puedo! ¡Control de tráfico aéreo!
Entonces Art comprende qué coño está haciendo.
—¡Maldita sea!
Ordena que unidades de tierra se dirijan cuanto antes al aeropuerto John Wayne, pero el plano le dice que hay cinco salidas posibles del aeropuerto, y que tendrá suerte si consigue cubrir una sola.
Se desvía de MacArthur en la salida del aeropuerto y se dirige hacia el edificio del aparcamiento.
El helicóptero de Art planea sobre la 405, al norte del aeropuerto. Es su única esperanza, que haya entrado en el aeropuerto para eludir la vigilancia radiofónica, que el lugar se halle en San Pedro y vuelva pronto a la autopista.
O, piensa Art, que se quede los millones y suba a un avión. Mira la pantalla, pero la luz roja parpadeante se ha apagado.
Nora llama por el móvil.
—Estoy aquí —dice.
Raúl le da una dirección de la cercana Costa Mesa, a unos tres kilómetros de distancia. Nora sale del edificio y dobla al oeste por MacArthur, alejándose de la 405, después gira por la calle Bear y se adentra en el trazado anodino de Costa Mesa.
Lo localiza, un pequeño garaje en una calle llena de pequeños almacenes. Un hombre con una ametralladora Mac-10 colgada al hombro abre la puerta y ella entra. La puerta se cierra tras de sí, y es como en una carrera de Fórmula 1 a la que asistió una vez en compañía de un cliente: un grupo de hombres saltan al instante sobre el coche provistos de herramientas eléctricas, lo desmontan, meten el dinero en maletines Halliburton, y después en el maletero de un Lexus negro.
Este sería un buen momento para quedarse con el dinero, piensa Nora, pero ninguno de estos hombres se siente tentado. Todos son ilegales, con la familia en Baja, y saben que los
sicarios
de los Barrera están aparcados delante de sus casas, con órdenes de matar a todos los que están dentro si el dinero y el correo no salen del garaje deprisa y a salvo.
Nora les mira trabajar con la diligente y silenciosa eficacia de un equipo de boxes. El único sonido es el chirrido de los taladros eléctricos, y solo tardan trece minutos en desmontar el coche y volver a cargar el dinero en el Lexus.
El hombre de la ametralladora le entrega un móvil nuevo.
Llama a Raúl.
—Hecho.
—Dime un color.
—Azul.
Cualquier otro color significaría que la están reteniendo contra su voluntad.
—Adelante.
Sube al Lexus. La puerta del garaje se abre y ella sale. Vuelve a Bear y diez minutos después se encuentra de nuevo en la 405, en dirección a San Pedro. Conduce bajo un helicóptero de tráfico que da vueltas sobre la zona.
Art contempla la pantalla vacía.
Nora Hayden, admite al fin, se ha esfumado.
Ella lo sabe, lo comprende, está viajando en dirección norte hacia Dios sabe dónde, y ahora está sola. Lo cual no es nuevo para Nora. Salvo por los pocos años con Parada, siempre ha estado sola.
Pero no sabe cómo se supone que debe hacer esto. O qué va a suceder. Lo más fácil del mundo sería quedarse con el dinero y seguir adelante, pero así no conseguirá lo que quiere.
Es de noche cuando cruza Carson, y sus torres perforadoras de gas natural brillan como torres de señales en una especie de versión industrial del infierno. Siguiendo el plan, se desvía por la salida de LAX y llama.
Le dicen el lugar del encuentro.
Una gasolinera de AARCO en la salida 110 dirección oeste.
Camino de San Pedro.
—Dime un color.
—Azul.
—Adelante.
Por un segundo piensa en utilizar el móvil para llamar a Keller al número secreto que le dio, pero el número aparecería en los registros telefónicos y, además, el coche podría llevar micrófonos. De modo que conduce hasta la gasolinera y frena al lado del surtidor. Un coche hace destellar sus luces. Avanza hacia una fila de cabinas telefónicas (Dios, ¿es que alguien utiliza todavía cabinas?, se pregunta) y se queda sentada, mientras un asiático provisto de un pequeño maletín sale del otro coche y camina hacia el asiento del pasajero de su coche.
Ella abre la puerta y el hombre sube.
Es joven, unos veinticinco años, vestido con el traje negro, la camisa blanca y la corbata negra que parece ser el uniforme de los jóvenes ejecutivos asiáticos actuales.
—Soy el señor Lee —dice.
—Sí, y yo la señora Smith.
—Lo siento —dice Lee—, pero haga el favor de darse la vuelta y apoyar las manos sobre la puerta.
Ella obedece y el hombre la cachea en busca de cables. Después abre el maletín, saca un pequeño barredor electrónico y busca micrófonos en el coche.
—Espero que me perdone —dice satisfecho.
—Ningún problema.
—Vámonos.
—¿Adónde?
—Yo la iré dirigiendo.
Se encaminan hacia el puerto.
Art tiene bajo vigilancia las instalaciones de GOSCO en el puerto.
Es su última oportunidad.
Un agente de la DEA está sentado en lo alto de una gigantesca caja, con sus potentes prismáticos de visión nocturna apuntados a la entrada de GOSCO, y ve el Lexus negro acercarse por la calle.
—Vehículo acercándose.
—¿Puedes identificar al conductor? —pregunta Art.
—Negativo. Ventanillas tintadas.
Podría ser cualquiera, piensa Art. Podría ser Nora, podría ser un directivo de GOSCO que viene a inspeccionar un almacén, podría ser un putero buscando un escondrijo para una mamada rápida.
—No lo pierdas.
No quiere hablar demasiado. Los narcos tendrán barredores de audio en marcha, y aunque sus transmisiones están codificadas, la triste realidad es que los narcos cuentan con mayor presupuesto y mejor tecnología.
Continúa sentado en la parte posterior de una furgoneta hippy, a unos cinco kilómetros del puerto, a la espera. Es lo único que puede hacer.
Nora recorre una calle entre dos filas de almacenes de GOSCO que corren perpendiculares a sus dos muelles de carga. Dos enormes cargueros de GOSCO están amarrados en los muelles. Saltan chispas de los soldadores que están haciendo reparaciones en los barcos, y carretillas elevadoras vienen y van entre el muelle y los almacenes. Sigue conduciendo hasta que entra en una zona más tranquila.
La puerta de un almacén se abre y Lee le ordena que entre.
—Los he perdido —dice el agente a Art—. Han entrado en un almacén.
—¿Qué puto almacén?
—Podría ser uno de los tres —contesta el agente—. D-1803, 1805 o 1807.
Art consulta un plano de las instalaciones de GOSCO. Puede tener equipos en el lugar dentro de diez minutos y aislar el grupo de almacenes por dos lados. Cambia de canal.
—Todas las unidades, preparadas para actuar dentro de cinco minutos.
El señor Lee es educado.
Baja, da la vuelta al coche y abre la puerta de Nora. Ella baja y pasea la vista a su alrededor.
Si aquí hay un enorme cargamento de armas, está muy bien disimulado: solo hay un montón de estanterías vacías y un Lexus idéntico al que está conduciendo.
Mira a Lee y enarca las cejas.
—¿Tiene el dinero? —pregunta el hombre.
Ella abre el maletero, y después los maletines. Lee examina las pilas de billetes usados, y después lo cierra todo de nuevo.
—Su turno —dice Nora.