El policía que ríe (19 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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— ¿Qué quieres? —le preguntó de forma antipática.

Se acercó a la mesa, sacó un cigarrillo de uno de los paquetes, lo encendió con manos temblorosas y tiró la cerilla al suelo. Luego añadió:

— Nada, por supuesto. Lo mismo que ese idiota de Rönn, que estuvo ahí murmurando y meneando la cabeza durante dos horas.

Kollberg no respondió.

— Voy a dar de baja el teléfono —dijo de improviso.

— ¿No trabajas?

— Estoy de baja.

Kollberg asintió.

— Una tontería —siguió—. Mi empresa tiene un médico propio. Me dijo que me fuese un mes a descansar al campo, o mejor que viajase al extranjero. Luego me trajo en su coche a casa.

Dio una profunda calada a su cigarrillo y sacudió la ceniza, que en su mayor parte cayó fuera del cenicero.

— De esto hace tres semanas. Habría sido mucho mejor si me hubieran dejado trabajar como de costumbre.

Dio media vuelta y se acercó a la ventana, se asomó a la calle mientras toqueteaba las cortinas con los dedos.

— Como de costumbre —repitió para sí.

Kollberg se removió incómodo en su silla. Las cosas iban a ser peor de lo que había imaginado.

— ¿Qué quieres? —le preguntó ella sin volver la cabeza—. Respóndeme, por el amor de Dios. Di algo.

De alguna manera tenía que romper el aislamiento. ¿Pero cómo?

Se levantó y se fue hasta la gran librería tallada. Tras mirar los títulos, extrajo uno de los volúmenes. Era un libro bastante viejo, el Manual de investigación en el lugar del crimen, de Otto Wendel y Arne Svensson, impreso en 1949. Lo hojeó pasando las páginas de encabezamiento y leyó:

Este libro se publica en edición numerada. El presente ejemplar hace el número 2080, y está destinado AL POLICÍA CRIMINAL LENNART KOLLBERG. El libro pretende ser de utilidad a los policías en su trabajo en el lugar del crimen, a menudo difícil y lleno de responsabilidad. El contenido tiene carácter confidencial y, por ello, los autores apelan a los propietarios para que tengan cuidado de que el libro no caiga en manos equivocadas.

Las palabras «al policía criminal Lennart Kollberg» las había escrito él mismo, hacía muchos años. Se trataba de un buen libro, que le había sido de gran utilidad en los viejos tiempos.

— Éste es mi viejo libro.

— Pues llévatelo —dijo ella.

— No. Se lo regalé a Åke hace un par de años.

— Bueno. Por lo menos no lo ha robado.

Kollberg siguió hojeando el libro mientras reflexionaba sobre qué debería decir o hacer. En diferentes lugares, Stenström había subrayado cosas. En dos pasajes descubrió anotaciones escritas con bolígrafo. Ambas aparecían en el capítulo titulado «Asesinato sexual».

Los asesinos por placer sexual (sádicos) son a menudo impotentes y sus actos criminales constituyen, en tal caso, un procedimiento anormal para la obtención de satisfacción sexual.

Alguien, con toda seguridad el propio Stenström, había subrayado esta frase. Al lado, había trazado un signo de exclamación y escrito: «O al revés».

Un poco más abajo, en otro párrafo de la misma página que comenzaba con las palabras «En caso de asesinato sádico la víctima puede haber sido asesinada…», Stenström había subrayado dos puntos, a saber: «4) después del acto sexual, para evitar una denuncia, y 5) como consecuencia del shock».

Al margen, había escrito el siguiente comentario: «6) para quitar de en medio a la víctima; pero, en tal caso, ¿se trataría verdaderamente de un asesinato sádico?».

— Åsa —dijo Kollberg.

— ¿Sí? ¿Qué pasa?

— ¿Sabes cuándo escribió esto Åke?

Ella se acercó hasta él, echó una rápida mirada al libro y dijo:

— Ni idea.

— Åsa —repitió Kollberg.

Ella estrelló su cigarrillo a medio fumar en el repleto cenicero y se quedó de pie junto al borde de la mesa, con las manos entrelazadas sobre el estómago.

— Sí, ¿qué diablos quieres? —preguntó.

Kollberg se quedó mirándola. Su apariencia era realmente lamentable. En lugar del jersey de punto grueso, hoy llevaba encima una camisa suelta azul, de manga corta. En los brazos tenía piel de gallina. Y aunque la camisa caía en pliegues sobre su cuerpo flaco como un trapo suelto, sus grandes pezones se perfilaban como acentuadas elevaciones bajo la tela.

— Siéntate —le dijo Kollberg.

Ella se encogió de hombros, sacó otro cigarrillo y se alejó en dirección a la puerta del dormitorio, manejando el mechero con torpeza.

— ¡Siéntate! —gritó Kollberg.

Ella se estremeció y miró a Kollberg. En sus grandes ojos castaños apareció un brillo casi de odio. En cualquier caso, se acercó al sillón y se sentó enfrente de él, rígida como una vela, con las manos sobre los muslos. En la mano derecha sostenía el mechero, en la izquierda el cigarrillo, todavía sin encender.

— Vamos a poner todas las cartas sobre el tapete.

Dijo Kollberg y miró de soslayo y avergonzado el sobre marrón mientras meditaba sobre lo tremendamente desafortunada que resultaba la expresión que había empleado.

— Magnífico —dijo ella con voz cristalina—. El único problema es que yo no me guardo ninguna carta.

— Pero yo sí.

— ¿Ah, sí?

— Cuando estuvimos aquí la primera vez no fuimos del todo francos contigo.

Ella frunció sus espesas y oscuras cejas.

— ¿En qué sentido?

— En diferentes sentidos. En primer lugar, tengo que preguntarte si sabías qué hacía Åke en ese autobús.

— No, no y no. No tengo ni idea.

— Nosotros tampoco lo sabemos —dijo Kollberg.

Hizo una breve pausa. Respiró profundamente y luego añadió:

— Åke te mintió.

Su reacción fue violenta. Sus ojos centellearon. Apretó fuertemente las manos. El cigarrillo quedó aplastado entre sus dedos y las partículas de tabaco cayeron sobre la tela del pantalón.

— ¡Cómo te atreves a decirme eso! —exclamó.

— Porque es la verdad. Åke no estaba de servicio ni el lunes, cuando murió, ni tampoco el sábado de la semana anterior. La verdad es que llevaba sin apenas trabajar todo el mes de octubre y las dos primeras semanas de noviembre.

Ella lo miró fijamente, sin decir nada.

— Así es —continuó Kollberg—. Otra cosa que quiero saber es la siguiente: ¿Solía llevar pistola cuando no estaba de servicio?

Pasó un rato antes de que ella respondiera.

— Lárgate de aquí y deja de torturarme con vuestras técnicas de interrogatorio. Además, ¿cómo es que no ha venido el gran interrogador en persona, Martin Beck?

Kollberg se mordió el labio inferior.

— ¿Has llorado mucho? —preguntó.

— No, no es mi estilo.

— Bueno, respóndeme, joder. Tienes que ayudarnos.

— ¿A qué?

— A coger al que lo mató. A él y a los demás.

— ¿Por qué?

Permaneció callada un rato. Luego dijo, en voz tan baja que Kollberg apenas pudo oírla:

— Por venganza. Eso es. Vengarse.

— ¿Solía llevar pistola consigo?

— Sí. Por lo menos a menudo.

— ¿Por qué?

— ¿Y por qué no? Al final, resultó que le hizo falta. ¿No te parece?

Kollberg no respondió.

— Aunque no le sirvió de nada —añadió.

Kollberg siguió callado.

— Yo quería a Åke —dijo.

Su voz resultaba clara y objetiva. Parecía fijarse en algún punto situado detrás de Kollberg.

— Åsa…

— ¿Sí?

— El caso es que él pasaba mucho tiempo fuera. Tú no sabes qué hacía y nosotros tampoco. ¿Piensas que puede haber estado con alguien más? ¿Alguna otra mujer, por ejemplo?

— No.

— ¿No lo crees?

— No es que lo crea, lo sé.

— ¿Cómo puedes saberlo?

— Esto no le importa a nadie más que a mí. Y yo lo sé.

De repente, lo miró a los ojos y dijo asombrada:

— ¿Es eso lo que pensáis? ¿Que tenía una amante?

— Sí. Seguimos barajando la hipótesis de que tuviera una amante.

— Pues dadla por liquidada. Está excluida.

— ¿Por qué?

— Ya te he dicho que no te importa.

Kollberg tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa y dijo:

— ¿Pero estás completamente segura?

— Sí, estoy segura.

Kollberg volvió a respirar hondo, como para tomar impulso.

— ¿Era Åke aficionado a la fotografía?

— Sí, la verdad es que era su único entretenimiento, desde que dejó de jugar al fútbol. Tiene tres cámaras. Y en el váter tiene un aparato para hacer ampliaciones, quiero decir en el cuarto de baño. Digamos que era su cuarto oscuro.

Miró extrañada a Kollberg.

— ¿Por qué me preguntas eso?

Empujó el sobre al otro lado de la mesa. Ella dejó a un lado el mechero y extrajo las fotos con mano temblorosa. Miró la primera de todas e inmediatamente se puso colorada.

— ¿Dónde… dónde has encontrado esto?

— Estaban en su mesa, en Västberga.

— ¿Qué? ¿En su mesa?

Pestañeó y dijo inesperadamente:

— ¿Cuántos las han visto? ¿Todo el cuerpo de policía?

— Sólo tres personas.

— ¿Quiénes?

— Martin, yo mismo y mi mujer.

— ¿Gun?

— Sí.

— ¿Y por qué se las enseñaste?

— Porque tenía que venir aquí, y quería que ella viese cómo eres.

— ¿Cómo soy? Querrás decir cómo somos, Åke y…

— Åke está muerto —dijo Kollberg en voz baja.

Seguía todavía sonrojada. Además, el rubor se había extendido también al cuello y los brazos. En su frente se había formado una diadema de gotas de sudor, minúsculas y cristalinas, justo debajo del nacimiento del pelo.

— Las fotos están tomadas aquí dentro —dijo Kollberg.

Ella asintió.

— ¿Cuándo?

Åsa Torell se mordió el labio inferior con nerviosismo.

— Hace unos tres meses —dijo.

— Imagino que fue él mismo quien las tomó. —Por supuesto. Tiene… tenía todo tipo de instrumental fotográfico: autodisparador, trípode y todo lo demás.

— ¿Por qué hizo estas fotos?

Ella continuaba ruborizada y sudorosa, pero su voz había recuperado algo de seguridad.

— Nos pareció divertido.

— ¿Y por qué las tenía en su escritorio?

Kollberg hizo una breve pausa.

— Lo curioso es que en su escritorio no tenía ni un solo objeto personal —dijo a modo de explicación—. Sólo estas fotografías.

Siguió un largo silencio. Finalmente, Åsa sacudió lentamente la cabeza y dijo:

— No lo sé.

«Es hora de cambiar de asunto» pensó Kollberg. Luego preguntó:

— ¿Llevaba siempre pistola?

— Casi siempre.

— ¿Por qué?

— Le gustaba. Últimamente le interesaban las armas de fuego.

Guardó silencio. Parecía pensar en algo. De repente, se levantó y salió apresuradamente de la habitación. Kollberg la vio cruzar el breve pasillo, entrar en el dormitorio y dirigirse hacia la cama. Junto al cabecero de la cama había dos almohadas aplastadas. Metió la mano bajo una de ellas y dijo vacilante:

— Aquí tengo un trasto… una pistola…

La relativa obesidad de Kollberg, unida a su carácter flemático, no era sino una apariencia que resultaba engañosa para muchos, en diferentes respectos. En realidad, estaba en muy buena forma física y su capacidad de reacción era desconcertante.

Åsa Torell permanecía todavía ligeramente inclinada sobre la cama cuando Kollberg se plantó en el dormitorio y le arrebató el arma.

— No es una pistola. Es un revólver americano. Un Colt 45 de cañón largo. Un Peacemaker, que es como se llama, aunque parezca absurdo. Además, está cargado. Y no tiene el seguro echado.

— Como si no lo supiera —murmuró ella.

Kollberg abrió el cargador y extrajo los cartuchos.

— Encima, cargado con balas con cortes en la punta —constató—. Prohibidas hasta en Estados Unidos. El arma de fuego personal más peligrosa que pueda imaginarse. Con ella se puede matar a un elefante. Si disparas a un hombre a cinco metros de distancia, la bala produce una herida tan grande como un plato de sopa y arroja el cuerpo unos diez metros. ¿De dónde diablos lo has sacado?

Ella se encogió de hombros, perpleja.

— Åke —dijo—. Lo tenía desde siempre.

— ¿En la cama?

Ella negó con la cabeza y dijo en voz baja:

— No, no, fui yo la que… bueno…

Kollberg se guardó los cartuchos en el bolsillo del pantalón, apuntó el revólver contra el suelo y apretó el gatillo. El clic resonó en el piso silencioso.

— Y por si fuera poco, han limado el disparador —dijo—. Para que resulte más rápido y sensible. Un peligro absolutamente mortal. Peor que una granada de mano preparada. Hubiera bastado con que te hubieses dado la vuelta en el sueño para…

Se interrumpió.

— No he dormido mucho últimamente —dijo ella.

— Hmm —murmuró Kollberg para sus adentros—. Debe de habérselo apropiado durante alguna confiscación de armas… O, dicho más claramente, que lo mangó.

Se quedó mirando el enorme y pesado revólver mientras lo sopesaba en la mano. Luego miró la muñeca derecha de la chica. Era fina como la de un niño.

— Bueno, le entiendo —murmuró Kollberg—. Si a uno le fascinan las armas, esto…

Pero de repente alzó la voz:

— ¡Pero a mí no me fascinan! —gritó—. ¡A mí me dan asco estas cosas! ¿Entiendes? ¡Este trasto es un horror que no debería existir! No debería haber armas de fuego. ¡Ninguna! Que todavía se sigan fabricando y todo tipo de gente las tenga guardadas en sus armarios y en los cajones de sus escritorios, o salga con ellas a la calle, es una prueba de que el orden social en su conjunto está pervertido y trastornado. ¿Me comprendes? Hay cabrones que se forran fabricando y vendiendo armas, lo mismo que otros se forran produciendo droga y pastillas, que son un peligro para la vida. ¿Te das cuenta?

Ella lo miró. Esta vez, en su mirada había un matiz distinto, claro y apreciativo.

— Haz el favor de sentarte —le dijo Kollberg secamente—. Ahora sí que vamos a hablar. Esto va en serio.

Åsa Torell no replicó. Se fue inmediatamente al salón y se sentó en el sillón.

Kollberg salió al corredor y puso el revolver en el sombrerero. Luego se quitó la chaqueta y la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se arremangó. Hecho esto, se fue a la cocina, enjuagó un cazo y preparó dos tazas de té, que colocó encima de la mesa. Vació el cenicero, entreabrió una ventana y se sentó.

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