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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (15 page)

BOOK: El policía que ríe
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Cuando se dirigía hacia la puerta, Månsson lo detuvo y, sacándose el palillo de la boca, le preguntó:

— ¿Y ahora qué hago?

— No sé, pregunta a Kollberg —respondió Martin Beck secamente y abandonó la habitación.

— Puedes ir a hablar con la patrona del árabe —sugirió Kollberg.

Escribió el nombre y la dirección en una hoja. Luego se la pasó a Månsson.

— ¿Qué le pasa a Martin? —preguntó Gunvald Larsson—. ¿Por qué está tan borde?

Kollberg se encogió de hombros.

— Tendrá sus razones.

Media hora larga tardó Månsson en llegar hasta Norra Stationsgatan, abriéndose camino entre el tráfico de Estocolmo. Cuando finalmente logró aparcar su coche enfrente de la parada del 47 pasaban varios minutos de las cuatro y ya se había hecho de noche.

En la casa había dos inquilinos apellidados Karlsson, pero a Månsson no le resultó difícil deducir cuál de ellos era el que buscaba.

En la puerta había ocho tarjetas, clavadas con chinchetas. Dos de ellas llevaban el nombre impreso, las otras estaban escritas a mano, en diferentes estilos, y todas contenían nombres extranjeros. Entre ellos no figuraba ya el de Mohammed Boussie.

Månsson llamó al timbre. Abrió la puerta un hombre de tez morena, que vestía unos pantalones arrugados y una camiseta interior blanca.

— ¿Está en casa la señora Karlsson? —preguntó Månsson.

El hombre esbozó una amplia sonrisa, dejando ver sus dientes blancos, y extendió los brazos:

— Señora Karlsson no estar —dijo en sueco chapurreado—. Pronto viene.

— Entonces la esperaré aquí —dijo Månsson, entrando en el recibidor.

Colgó su abrigo y miró al hombre sonriente.

— ¿Conocía usted a Mohammed Boussie, que vivía aquí? —le preguntó.

La sonrisa desapareció al instante del rostro del hombre.

— Sí. Ha sido muy terrible. Espantoso. Mohammed estaba mi amigo.

— ¿Es usted también árabe? —preguntó Månsson.

— No, turco. ¿Usted también extranjero?

— No, yo soy sueco.

— ¡Ah! Me pareció usted tener un poco acento.

Månsson le lanzó una dura mirada.

— Soy policía —dijo— y me gustaría echar un vistazo, si es posible. ¿Hay alguien más en la casa?

— No. Sólo yo. Estoy de baja.

Månsson miró alrededor suyo. El recibidor era oscuro y alargado, amueblado con una silla plegable, una mesita y un paragüero de chapa. Sobre la mesa había un par de periódicos y cartas con sellos extranjeros. Además de la puerta de calle, daban al recibidor otras cinco puertas, una de ellas doble y otras dos más pequeñas, posiblemente las del baño y el guardarropa.

Månsson se acercó a las puertas dobles y abrió una de ellas.

— Ésa es habitación privada de señora Karlsson —dijo asustado el hombre en camiseta—. Está prohibido ir.

Månsson echó un vistazo a la habitación que estaba atestada de muebles y, al parecer, servía a la vez de dormitorio y de sala de estar.

La siguiente puerta conducía a la cocina, amplia y reformada.

— Está prohibido ir en la cocina —dijo el turco tras él.

— ¿Cuántas habitaciones hay? —preguntó Månsson.

— La de señora Karlsson, la cocina y la habitación para nosotros —dijo el hombre—. Y el servicio y los guardarropas.

Månsson frunció las cejas.

— Entonces, dos habitaciones y cocina —constató para sí.

— Usted mirar nuestra habitación —dijo el turco abriendo la puerta.

La habitación sería aproximadamente de unos siete metros de largo por cinco de ancho. Tenía dos ventanas que daban a la calle, cubiertas con cortinas desteñidas. A lo largo de las paredes había dispuestas varias camas de diferentes tipos y, entre las ventanas, un estrecho diván con el cabecero contra la pared.

Månsson contó seis camas. Tres de ellas estaban sin hacer. Por todas partes en la habitación se veían zapatos, prendas de vestir, libros y periódicos. En mitad de la habitación había una mesa redonda lacada en blanco, rodeada por cinco sillas desiguales. Completaba el mobiliario una gran cómoda de tonos oscuros, puesta contra la pared delante de una de las ventanas.

La habitación tenía además otras dos puertas. Una cama estaba colocada delante de una de ellas, que con toda seguridad conducía a la habitación de la señora Karlsson y estaba cerrada con llave. La otra daba a un pequeño guardarropa, lleno de prendas de vestir y bolsos de viaje.

— ¿Y aquí viven seis personas? —preguntó Månsson.

— No, ocho —respondió el turco.

Se acercó hasta la cama que estaba delante de la puerta y sacó a la mitad una cama nido. Luego señaló otra de las camas.

— Hay dos así. La de Mohammed, allí.

— Y las otras siete personas quiénes son, ¿turcos como usted?

— No, somos tres turcos, dos árabes, quiero decir, uno, dos españolos, un fínlandeso y el nuevo, que es griego.

— ¿También comen aquí?

El turco cruzó rápidamente la habitación y movió la almohada de una de las camas. Månsson tuvo tiempo de entrever una revista pornográfica abierta, antes de que la almohada la cubriera.

— Perdono —dijo el turco—, es un poco… no es muy arreglado. ¿Comemos aquí…? No, es prohibido cocinar. Prohibido ir a la cocina y prohibido tener fogón aquí. No se puede hacer comida, no café.

— ¿Cuánto pagan de alquiler?

— Pagamos trescientas cincuenta coronas por cabeza —respondió el turco.

— ¿Al mes?

— Sí, todos meses trescientas cincuenta coronas.

Asintió con la cabeza y se rascó la mata de vello negro hirsuto que sobresalía por el cuello de la camiseta.

— Gano muy bien. Ciento setenta coronas la semana. Yo conducir carretilla elevadora en almacén. Antes trabajo en restaurante y no ganar bien.

— ¿Sabe usted si Mohammed Boussie tenía familiares, padres o hermanos?

El turco negó con la cabeza.

— No, no sé. Éramos muy amigos, pero Mohammed no decir mucho. Era muy asustado.

Månsson estaba junto a la ventana, contemplando al pequeño grupo de personas que, ateridas de frío, esperaban el autobús en la parada final de trayecto.

Se dio la vuelta.

— ¿Asustado?

— No, asustado no. ¿Cómo se dice? Temido.

— Sí, tímido —dijo Månsson—. ¿Sabe usted cuánto tiempo estuvo viviendo aquí?

El turco se sentó en el diván situado entre las ventanas y negó con la cabeza.

— No, no sé. Cuando venir el mes pasado Mohammed ya vivir aquí.

Månsson sudaba enfundado en su grueso abrigo. En el aire del cuarto parecían flotar las emanaciones de las ocho personas que lo habitaban. Sintió una intensa nostalgia de Malmö y de su piso elegante en Regementsgatan.

Sacó del bolsillo su último mondadientes y preguntó:

— ¿Cuándo vuelve la señora Karlsson?

El turco se encogió de hombros.

— No sé —dijo—, pronto.

Månsson se metió en la boca el mondadientes, se sentó junto a la mesa redonda y se dispuso a esperar.

Pasada media hora, echó al cenicero lo que quedaba del mondadientes, hecho pedazos a fuerza de mascarlo.

Habían llegado ya dos de los hospicianos de la señora Karlsson, pero la patrona se hacía esperar.

Los recién llegados eran los dos españoles. Como sus conocimientos de sueco eran escasos y el español de Månsson nulo, éste abandonó rápidamente el propósito de interrogarles. Lo único que pudo sacar en claro fue que se llamaban Juan y Ramón y trabajaban como lavaplatos en un restaurante asador.

El turco se había sentado en el diván y hojeaba con desgana un semanario alemán. Los españoles mantenían una animada conversación mientras se arreglaban para su ocio nocturno, en el que por lo visto iba incluida una chica llamada Kerstin. Al parecer, la conversación giraba en torno a ella.

Månsson miraba incesantemente el reloj. Había tomado la decisión de esperar sólo hasta las cinco y media, ni un minuto más.

Cuando faltaban dos minutos para las cinco y media, llegó la señora Karlsson.

Sentó a Månsson en su sofá elegante, le sirvió un oporto y se deshizo en una jeremiada sobre sus tribulaciones como patrona.

— La verdad es que no es nada agradable, para una pobre mujer sola, tener la casa llena de hombres, Y encima extranjeros. ¿Pero qué puede hacer una pobre viuda sin recursos?

Månsson hizo un cálculo rápido. La pobre viuda se sacaba unas tres mil coronas al mes en alquileres.

— El Mohammed ese, por ejemplo. Me debía un mes. ¿Podría usted, quizá, encargarse de que me lo pagaran? Él, desde luego, tenía dinero en el banco.

Cuando Månsson le preguntó qué opinión tenía de Mohammed, ella respondió:

— Pues la verdad es que era realmente agradable para ser árabe. Suelen ser tan sucios y tan poco fiables. Pero él era un hombre amable y callado, y parecía aplicado. No empinaba el codo, y creo que tampoco tenía chica. Pero dejó sin pagar su último mes, como ya le he dicho.

Resultó que la mujer estaba bastante al corriente de la vida privada de sus huéspedes. De Ramón, por ejemplo, sabía que estaba liado con una individua llamada Kerstin. Pero de Mohammed no había mucho que contar. Tenía una hermana casada, en París, que solía enviarle cartas pero éstas eran completamente ilegibles, pues estaban escritas en árabe.

La señora Karlsson cogió un puñado de cartas y se las entregó a Månsson. En los sobres figuraba el nombre y la dirección de la hermana. Todos los bienes terrenales de Mohammed Boussie estaban empaquetados en una bolsa de viaje de lona que Månsson se llevó también consigo.

Antes de cerrar tras él la puerta del piso, la señora Karlsson volvió a hacer referencia al asunto del alquiler impagado:

— Vieja bruja —murmuró Månsson mientras bajaba las escaleras camino de la calle y del coche.

CAPÍTULO XIX

Lunes. Nieve. Viento. Un frío de todos los demonios.

— Buen tiempo para esquiar —dijo Rönn.

Estaba junto a la ventana, contemplando embelesado la calle y los tejados de las casas, apenas visibles bajo el blanco cendal de niebla. Gunvald Larsson lo observó con suspicacia y le preguntó:

— ¿Es un chiste?

— No. Simplemente estoy pensando en lo que sentía cuando era chaval.

— Extraordinariamente constructivo. ¿Y no podrías plantearte la posibilidad de hacer algo de más provecho? Quiero decir, desde el punto de vista de la investigación…

— Pues sí —dijo Rönn—. Pero…

— ¿Pero qué?

— Sí, eso mismo iba yo a decir: ¿qué?

— Nueve personas han sido asesinadas —dijo Gunvald Larsson—. Y tú, aquí, sin saber qué hacer. Porque eres policía, ¿o no?

— Pues sí.

— Pues entonces investiga, ¡coño!

— ¿Dónde?

— Y yo qué sé. Haz algo.

— ¿Y tú qué estás haciendo?

— ¿No lo ves? Me he puesto a leer el refrito ése que han guisado Melander y los psicólogos.

— ¿Para qué?

— No sé. ¿Cómo voy a saberlo todo?

Había transcurrido una semana desde la matanza en el autobús. Pero la investigación seguía en punto muerto y la carencia de ideas constructivas resultaba manifiesta. Incluso, había comenzado a remitir la catarata de comunicaciones sin interés procedentes de la colaboración ciudadana.

La sociedad de consumo y sus agobiados ciudadanos tenían otras cosas en las que pensar. Aunque todavía faltaba más de un mes hasta Navidad, la orgía publicitaria había comenzado ya y la histeria consumista se extendía rauda e inexorable como la peste negra por las calles comerciales engalanadas. La epidemia resultaba irresistible y no había lugar alguno al que huir. Invadía casas y pisos, envenenando y sometiendo todo a su paso. Los niños lloraban de hartazgo y los padres de familia estaban ya endeudados hasta el verano siguiente. Venía a ser una especie de tocomocho legal que alcanzaba en estos momentos su pleno apogeo. Los hospitales registraban un incremento espectacular de ataques al corazón, crisis nerviosas y úlceras de estómago.

En las comisarías de policía del centro de la ciudad se recibían continuas visitas anunciadoras de la gran fiesta familiar, en forma de papanoeles borrachos como cubas, desalojados de portales y urinarios públicos. En la plaza Maria, dos fatigados agentes del orden dejaron caer en la cuneta a un papá Noel completamente borracho mientras intentaban meterlo en un taxi.

En el revuelo subsiguiente, ambos policías fueron duramente hostigados por niños que lloraban atribulados y por borrachos que blasfemaban fuera de sí. Uno de los agentes perdió la paciencia tras ser alcanzado en el ojo por un trozo de hielo, y echó mano de su porra. Blandiéndola a ciegas golpeó a un pensionista curioso. No era un espectáculo bonito y los detractores de la policía arrimaron el ascua a su sardina.

— Hay un odio latente contra la policía extendido por todas las clases sociales —declaró Melander—. Y basta un leve impulso para que se desencadene.

— Pues vaya —replicó Kollberg sin interés—. ¿Y a qué se debe?

— Se debe a que la policía es un mal necesario —sentenció Melander—. Todas las personas, incluidos los criminales profesionales, saben que en determinadas situaciones la policía es su único recurso. Cuando un ladrón se despierta por la noche y oye ruidos raros en el sótano de su casa, ¿qué hace? Por supuesto, llamar a la policía. Pero cuando no se dan tales circunstancias, la mayor parte de la gente reacciona con miedo o desprecio cuando la policía, de un modo u otro, se mete en su vida o viene a perturbar su tranquilidad.

— O sea, que por si tuviéramos poco, debemos sentirnos como un mal necesario —dijo Kollberg malhumorado.

— El quid de la cuestión —continuó Melander imperturbable— es el carácter paradójico del propio oficio de policía: por un lado, presupone el más alto nivel de inteligencia, así como cualidades físicas, psíquicas y morales extraordinarias en quienes lo desempeñan; pero, por otro lado, no ofrece nada capaz de atraer a personas semejantes.

— Eres terrible —exclamó Kollberg.

Martin Beck había escuchado esta reflexión en numerosas ocasiones y estaba ya harto de ella.

— ¿No podéis proseguir vuestros debates sociológicos en otra parte? —preguntó malhumorado—. Estoy intentando pensar.

— ¿En qué? —preguntó Kollberg.

Sonó el teléfono.

— Sí, aquí Beck.

— Soy Hjelm. ¿Qué tal vais?

— Aquí, nada de nada, dicho entre nosotros.

— ¿No habéis identificado al tipo sin rostro?

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