El policía que ríe (17 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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— Y vio al que disparó y antes de morir le dijo a Rönn algo incomprensible. ¿Se ha recibido algún dictamen de los expertos en referencia a la cinta?

— No. Mohammed Boussie, argelino, empleado en un restaurante, treinta y seis años, nacido en algún lugar de nombre impronunciable que no consigo recordar.

— Qué desidia.

— Llevaba seis años en Suecia, antes estuvo en París. Carecía de compromisos e intereses políticos. El dinero que ahorraba lo ingresaba en una cuenta corriente. Los que le conocen afirman que era tímido y retraído. Había terminado su trabajo a las diez y media y volvía a casa. Buena persona, pero tacaño y aburrido.

— Te estás describiendo.

— La enfermera, Britt Danielsson, nacida en 1940 en Eslöv. Iba sentada junto a Stenström, pero nada hace pensar que se conocieran. Esa noche, el médico con quien mantenía relaciones estaba trabajando en el Hospital de Söder. Se cree que subió al autobús en Odengatan, al mismo tiempo que la viuda Johansson. Volvía a casa. En este caso, no hay márgenes de tiempo: cogió el autobús nada más terminar su trabajo. Por supuesto, no podemos afirmar con absoluta seguridad que no fuera con Stenström.

Kollberg negó con la cabeza.

— Ni la más mínima posibilidad —dijo—. ¿Por qué habría de interesarse Stenström por esa muchachita pálida? En casa tenía todo lo que podía desear.

Melander lo miró sin entender, pero prefirió eludir la cuestión.

— Llegamos entonces a Assarsson. Pulcro por fuera, pero las cosas cambian cuando levantamos la alfombra…

Melander hizo una pausa para ocuparse de su pipa. Luego continuó:

— Un personaje bastante sospechoso, el tal Assarsson. Condenado dos veces por defraudar al fisco y, además, por un delito contra la moralidad pública, a principios de los cincuenta. Abusó sexualmente de una chica de los recados de catorce años. Encarcelado en las tres ocasiones. Assarsson estaba bien de dinero. Carecía de escrúpulos en los negocios y en todo lo demás. Mucha gente tenía motivos para odiarle. Incluso su mujer y su hermano lo encontraban bastante repulsivo. Pero una cosa queda clara: su presencia en el autobús está motivada. Regresaba de una reunión de una especie de asociación y se encaminaba a casa de una amante, apellidada Olsson, que vive en Karlbergsvägen y trabaja en la oficina de Assarsson. La había llamado con anterioridad, para anunciar su llegada. La hemos interrogado varias veces.

— ¿Quién la ha interrogado?

— Gunvald y Månsson. En diferentes ocasiones. Dice que…

— Un momento. ¿Por qué cogió el autobús?

— Al parecer, porque había bebido mucho y no se atrevía a conducir su propio coche. Y tampoco pudo tomar un taxi, debido a la lluvia. El servicio de taxis estaba colapsado y no quedaba un solo coche libre en todo el centro.

— De acuerdo. ¿Y qué dice la dama de compañía?

— Que Assarsson le daba asco. Que era un viejo verde y poco menos que impotente. Que ella lo hacía por dinero y para conservar su trabajo. Gunvald tuvo la impresión de que era una especie de medio puta, una fulana, bastante retrasada. Dice también que se parecía a Schasa Gabor, que vete tú a saber quién es.

— El señor Larsson y las mujeres. Creo que voy a escribir una novela con ese título.

— A Månsson le admitió también que solía hacer servicios (ésa fue la expresión que utilizó) a gente con la que Assarsson tenía negocios. Siguiendo las órdenes de éste. Assarsson había nacido en Gotemburgo, y subió al autobús en el puente de Djurgården.

— Gracias, buen amigo. Así precisamente comenzará mi libro: «Había nacido en Gotemburgo y subió al autobús en el puente de Djurgården». Brillante.

— Todas las horas concuerdan —prosiguió Melander impertérrito.

Martin Beck terció por primera vez en el diálogo:

— Entonces, sólo quedan Stenström y el desconocido.

— Sí —repuso Melander—. De Stenström sabemos que venía de Djurgården, cosa extraña. Y que iba armado. Y del desconocido sabemos que era drogadicto y que tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Nada más.

— Y la presencia de todos los demás en el autobús está justificada —dijo Martin Beck.

— Sí.

— Hemos aclarado por qué se encontraban allí.

— Sí.

— Con lo cual llega el momento de volver a plantear la ya clásica pregunta: ¿Qué hacía Stenström en el autobús?

— Tenemos que hablar con la chica —dijo Martin Beck.

Melander se sacó la pipa de la boca y dijo:

— ¿Con Åsa Torell? Pero si ya habéis hablado con ella. Y luego hemos vuelto a interrogarla una vez más.

— ¿Quién? —preguntó Martin Beck.

— Rönn, hace poco más de una semana.

— No, Rönn no —dijo Martin Beck para sus adentros.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó Melander.

— Rönn es un buen tipo —dijo Martin Beck—, pero no creo que vea claro de qué va este asunto. Además, no tenía mucha relación con Stenström.

Kollberg y Martin Beck se miraron un buen rato. No dijeron nada, y finalmente fue Melander quien rompió el silencio.

— Entonces, ¿qué? ¿Qué estaba haciendo Stenström en el autobús?

— Iba a ver a una mujer —respondió Kollberg de mala gana—. O quizá a un amigo.

En las conversaciones de este tipo, Kollberg asumía siempre el papel de abogado del diablo, pero esta vez no estaba muy convencido de sí mismo.

— Te olvidas de una cosa —dijo Melander—. Hemos hecho visitas puerta a puerta por toda esa zona más de diez veces. Y no hemos encontrado a nadie que en toda su vida hubiera oído hablar de Stenström.

— Eso no prueba nada. Esa parte de la ciudad está llena de cuchitriles peculiares y pensiones poco recomendables. En sitios semejantes, la policía no es precisamente popular…

— En cualquier caso, pienso que podemos abandonar la teoría de la amante —dijo Martin Beck.

— ¿Con qué razones? —preguntó rápidamente Kollberg.

— No creo en ella.

— Pero aceptas que es perfectamente concebible.

— Sí.

— Bueno. Pues entonces, abandónala. De momento.

— La pregunta clave, por tanto, parece ser: ¿qué hacía Stenström en el autobús?

Dijo Martin Beck y fue inmediatamente replicado:

— ¿Y qué hacía el desconocido en el autobús?

— Prescindamos por un momento del desconocido.

— De ningún modo. Su presencia allí resulta tan llamativa como la de Stenström. Por lo demás, no sabemos ni quién era ni qué se traía entre manos.

— A lo mejor simplemente viajaba en autobús sin más…

— ¿Viajaba en autobús sin más?

— Sí. Muchas personas sin domicilio lo hacen. Por una corona puedes hacer dos viajes. Eso son un par de horas.

— El metro es más caliente —dijo Kollberg— Y allí, además, se puede viajar todo el tiempo que uno quiera, a condición de que no cruzar los torniquetes y cambiar de vagón de vez en cuando.

— Sí, pero…

— Además, te olvidas de una cosa importante. El desconocido no sólo tenía restos de hachís y pastillas en sus bolsillos. También llevaba encima más dinero que todos los demás ocupantes del autobús juntos.

— Lo cual, dicho sea de paso, excluye que pueda tratarse de un robo —intervino Melander.

— Por otro lado —dijo Martin Beck—, como tú bien has dicho, esa parte de la ciudad está atestada de cuchitriles y de pensiones extrañas. Quizá viviera en algún sitio de ésos. Pero no, volvamos a la pregunta fundamental: ¿Qué hacía Stenström en el autobús?

Permanecieron callados durante al menos un minuto. En la habitación de al lado sonaban los teléfonos. De vez en cuando se oían voces, como las de Gunvald Larsson o Rönn. Finalmente, Melander rompió el silencio:

— ¿Qué cosas sabía hacer Stenström?

Los tres conocían la respuesta a esta pregunta. Melander asintió despacio y se respondió a sí mismo:

— Lo que mejor se le daba era hacer un seguimiento.

— Sí —asintió Martin Beck—. Era su especialidad. Era hábil y tenaz. Podía pasarse semanas detrás de una persona.

Kollberg se rascó el cuello y dijo:

— Me acuerdo de cómo sacó de sus casillas a ese asesino sexual del barco del canal de Gota, hace cuatro años.

— Fue un acoso en toda regla —sentenció Martin Beck.

Nadie respondió.

— Ya entonces sabía cómo hacerlo —prosiguió Martin Beck—. Pero luego aprendió mucho más.

— Por cierto, ¿te acordaste de preguntar a Hammar al respecto? —dijo Kollberg de repente—. Quiero decir, sobre lo que Stenström estuvo haciendo en verano, cuando nos pusimos a revisar casos sin resolver.

— Sí —respondió Martin Beck—. Pero sin resultado. Stenström fue a ver a Hammar para discutir el asunto. Hammar le hizo algunas propuestas, ya no recordaba cuáles, pero resultó imposible por una cuestión de edad. No porque los casos fueran demasiado viejos, sino porque Stenström era demasiado joven. No quería ocuparse de asuntos sucedidos cuando él tenía diez años y jugaba a policías y ladrones en Hallstahammar. Finalmente, decidió involucrarse en el asunto de aquella desaparición que te ocupaba también a ti.

— Pues a mí nunca me consultó nada —repuso Kollberg.

— Supongo que se habrá limitado a repasar lo que encontró escrito.

— Probablemente.

Volvió a hacerse el silencio y nuevamente fue Melander quien lo rompió. Levantándose, dijo:

— Bueno, ¿y qué hemos sacado en limpio?

— Pues, no lo sé —repuso Martin Beck.

— Disculpadme —dijo Melander y se fue al servicio. Cuando cerró la puerta, Kollberg miró a Martin Beck y dijo:

— ¿Quién va a ver a Åsa?

— Tú. Es trabajo para una sola persona. Y a ti te pega más que a mí.

Kollberg no respondió.

— ¿Es que no quieres? —preguntó Martin Beck.

— No, no quiero —respondió Kollberg—. Pero en cualquier caso lo haré.

— ¿Esta tarde?

— Tengo dos cosas que hacer antes. Una en Västberga y otra en casa. Llámala y dile que llegaré a eso de las siete y media.

Una hora más tarde, Kollberg llegó a su domicilio en Palandergatan. Eran las cinco de la tarde, pero fuera hacía ya varias horas que había anochecido.

Su mujer estaba ocupada pintando las sillas de la cocina. Llevaba encima unos vaqueros viejísimos y una camisa de franela a cuadros. La camisa era de Kollberg, pero hacía mucho tiempo que no se la ponía. Ella la llevaba arremangada y con un nudo descuidado en la cintura. Tenía manchas de pintura en manos y pies, y también en mitad de la frente.

— Quítate la ropa —dijo Kollberg.

Ella se quedó parada, con el pincel en la mano. Le miraba inquisitivamente.

— ¿Tanta prisa corre? —le preguntó en tono burlón.

— ¡Sí!

Entonces se puso muy seria.

— ¿Tienes que volver a irte?

— Sí, tengo un interrogatorio.

Ella asintió y dejó el pincel en el bote de pintura. Luego se secó las manos.

— Se trata de Åsa —dijo—. Un asunto difícil en todos los sentidos.

— Ya. Y necesitas ir vacunado…

— Sí.

— Pues te voy a poner bastante pringoso —dijo ella, desabrochándose la camisa.

CAPÍTULO XX

Delante de una casa situada en Klubbacken, Hägersten, había un hombre cubierto de nieve, mirando pensativo un trozo de papel empapado que comenzaba a deshacerse. No resultaba fácil interpretar el texto en mitad de la ventisca, bajo la escasa luz que emitían las farolas. Sin embargo, parecía que finalmente había llegado al lugar adecuado. Se sacudió como un perro mojado y comenzó a ascender la escalera exterior. Dio unas pisadas enérgicas sobre el suelo del zaguán y llamó al timbre. Sacudió de su sombrero los blancos copos húmedos y se quedó con él en la mano, esperando a que llegara alguien.

La puerta se entreabrió y asomó una mujer de mediana edad. Iba vestida con bata y delantal y tenía las manos llenas de harina.

— Policía —dijo él con voz ronca.

Luego se aclaró la voz y prosiguió.

— Subinspector primero Nordin.

La mujer lo miró asustada.

— ¿Puede usted acreditarse? —dijo finalmente—. Quiero decir…

Él dio un profundo suspiro, se pasó el sombrero a la mano izquierda y comenzó a desabrocharse el abrigo y la chaqueta. Finalmente sacó su cartera y mostró su documento de identificación.

La mujer siguió todo el proceso con mirada aterrada, como temiendo que el hombre fuera a sacar una bomba, una ametralladora o un condón.

Nordin no soltó su documento y ella, para poder verlo, tuvo que entornar los ojos con gesto miope a través de la rendija abierta en la puerta, de apenas unos diez centímetros.

— ¿No tienen los detectives placas de ésas? —preguntó vacilante.

— Sí, señora, tengo una —dijo con tristeza.

Llevaba su placa de servicio en el bolsillo de atrás, y se preguntó cómo podría cogerla sin primero soltar el sombrero o ponérselo en la cabeza.

— Bueno, con esto basta —dijo la mujer, insegura—. ¿Sundsvall? ¿Viene usted desde Norrland para hablar conmigo?

— Bueno, tenía también otras tareas aquí en la ciudad.

— Perdone usted, pero entiéndame, creo que…

Se quedó callada.

— ¿Qué quiere usted decir, señora?

— Creo que hoy en día hay que ser muy precavido. No se sabe nunca…

Nordin se planteó qué hacer con el sombrero. La nieve caía densamente sobre su coronilla y los copos se derretían sobre su calva. No resultaba especialmente agradable quedarse allí de pie con el documento de identificación en una mano y el sombrero en la otra. Quizá, en algún momento, tendría que tomar notas. Ponerse el sombrero sería lo más práctico pero, por otro lado, podría parecer descortés. Y dejarlo en la escalera exterior resultaría ridículo. Tal vez debería pedir a la mujer que le dejase pasar. Pero esto la pondría en la tesitura de tomar una decisión, de tener que decir sí o no, y si las conclusiones a las que había llegado respecto de la mujer eran correctas, semejante decisión podía requerir su tiempo.

Nordin procedía de una región en la que lo habitual era meter a todos los forasteros a la cocina, ofrecerles una taza de café y dejar que se calentaran junto al fuego. Una costumbre bonita y práctica, pensó. Aunque quizá no especialmente adecuada en las grandes ciudades. Finalmente, se armó de valor y dijo:

— Cuando llamó usted hizo referencia a un hombre y a un garaje, ¿no es así?

— Siento muchísimo haberles molestado.

— Al contrario, le estamos muy agradecidos…

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