Read El político y el científico Online
Authors: Max Weber
Si cambiando la terminología dijeran ustedes «futuro del socialismo» o «paz internacional» en lugar de «ciudad natal» o «patria», tendrán el viejo problema completamente actualizado. Todo lo que se persigue mediante la acción política y los medios violentos que ella utiliza con apego a la ética de la responsabilidad, supone un peligro para la «salvación del alma». Tratándose de la consecución de una finalidad de esta naturaleza en el campo ideológico y mediante una pura ética conceptual, esa finalidad puede resultar perjudicada al grado de desacreditarse por muchas generaciones, debido a que entre sus medios no se tuvo presentes las consecuencias inherentes a la responsabilidad. El que obra de esta manera no tiene conciencia de las potencias diabólicas puestas en juego ni de que tales potencias son inexorables y, por consiguiente, capaces de originar resultados adversos que afecten tanto a sus propósitos como a la salud de su alma, ya que frente a ellas se encontrará, de no verlas, completamente indefenso. «Más sabe el diablo por viejo que por diablo»; «el demonio es viejo; hazte viejo para poder entenderlo». No se trata en estos refranes de la edad cronológica del demonio. Nunca me he sentido abrumado en una discusión por las fechas de nacimiento. El simple hecho de que alguien tenga veinte años y yo pase de los cincuenta, no me induce, en definitiva, a pensar que ello constituye un éxito ante el que tenga que temblar de pavor. Lo decisivo no es el número de años desde el nacimiento, sino la capacidad adecuada para hacer frente a las realidades de la vida, para soportarlas y a estar a su altura; si bien es verdad que la política se hace con la cabeza, esto no quiere decir que se haga solamente con la cabeza. En ello tienen razón sobrada quienes defienden la ética de la convicción. Sin embargo, nadie puede sentenciar si hay que proceder conforme a la ética de la responsabilidad o de acuerdo a la ética de la convicción, o cuándo conforme con la una o de acuerdo con la otra. Lo único que puedo afirmar es que cuando, en estos tiempos de excitación que ustedes no creen «estéril» (la excitación no es esencialmente ni siempre una pasión auténtica), veo que aparecen de súbito políticos de convicción vociferando en medio del desorden: «el mundo es necio y abyecto, pero yo no, la responsabilidad por las consecuencias es ajena a mí corresponde a aquellos para los cuales yo trabajo y cuya necedad o cuya abyección yo podré extirpar», empiezo por discutir la consistencia interior que existe en el transfondo de esta ética de la convicción. Me imagino que en nueve de cada diez casos doy con odres llenos de viento que no saben lo que están haciendo y que se inflaman con sensaciones románticas. Humanamente esto no me interesa mucho ni poco y puedo decir que tampoco me conmueve en absoluto.
Por el contrario, es muy conmovedora la actitud de cualquier hombre maduro, de no importa cuántos años, que siente con toda su alma la responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a la ética correspondiente y que, llegado el caso, es capaz de decir: «no puedo hacer nada más, aquí me detengo». Siento que esto es algo realmente humano y me caía hasta lo más profundo. Esta situación puede, en efecto, desafiar a cualquiera de nosotros, a condición de que no estemos muertos. Desde este punto de vista, la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos opuestos entre sí; son elementos complementarios que deben concurrir a la formación del hombre auténtico, a la formación del hombre que pueda tener «vocación política».
Llegado aquí, estimado auditorio, me permito emplazarlos para que hablemos nuevamente de este tema dentro de diez años. Si para entonces, como desdichadamente tengo muchos motivos para temerlo, continuamos dominados por la reacción sin que se haya realizado algo o quizá en absoluto nada de lo que con seguridad muchos de ustedes, y yo también, como lo he reconocido con frecuencia, hemos deseado y esperado (quizá, con toda probabilidad, esto no habrá de aniquilarme, pero supone, claro está, un grave cargo saber que así ha de ocurrir); para entonces, digo, me gustará mucho saber qué «ha sucedido» interiormente con muchos de ustedes que por ahora se sienten auténticos «políticos de convicción» y que, como tales, participan en la embriaguez de la revolución actual. Para entonces sería muy bello que todo ocurriera de tal modo que se pudiese aplicar lo que Shakespeare dice en el soneto 102:
«Entonces era primavera y era tierno nuestro amor Entonces la saludaba cada día con mi canto, Como canta el ruiseñor en la alborada del estío, Y apaga sus trinos cuando va entrando el día».
Sin embargo, el panorama no es éste. Tenemos frente a nosotros algo que no es alborada del estío, antes bien noche polar de oscuridad dura y helada, cualesquiera que sean los grupos actuales que triunfen. Donde no hay nada, efectivamente, no es sólo el emperador el que pierde o carece de derechos, sino también el proletariado. Cuando esta noche se aclare poco a poco, ¿quiénes de aquellos vivirán dentro de la primavera que hoy aparentemente florece con tanta opulencia? ¿Y qué habrá pasado para entonces en el espíritu de todos ellos? Habrán caído en la amargura o en la grandilocuencia vacua o se habrán sometido simplemente al mundo y a su profesión, o habrán elegido una tercera vía, que no es la menos transitada, la de la huida mística del mundo que adoptan aquellos que tienen dotes para ello o que (y esto es lo más común y lo peor) siguen esta ruta para ponerse a la moda. En cualquiera de estos casos, sacaré la conclusión de que no han estado a la altura de sus propios actos, de que no han estado a la altura del mundo tal como realmente es, ni a la altura de su tiempo. Objetiva y verdaderamente, ellos carecieron, en sentido profundo, de la vocación política que creían poseer; y que hubieran procedido en mejor forma ocupándose lisa y llanamente de la fraternidad humana y de su trabajo cotidiano.
La política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias para vencer, lo que requiere, simultáneamente, de pasión y mesura. Es del todo cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible; pero para realizar esta tarea no sólo es indispensable ser un caudillo, sino también un héroe en todo el sentido estricto del término, incluso todos aquellos que no son héroes ni caudillos han de armarse desde ahora, de la fuerza de voluntad que les permita soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren mostrarse incapaces de realizar inclusive todo lo que aún es posible. Únicamente quien está seguro de no doblegarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado necio o demasiado abyecto para aquello que él está ofreciéndole; únicamente quien, ante todas estas adversidades, es capaz de oponer un «sin embargo»; únicamente un hombre constituido de esta manera podrá demostrar su «vocación para la política».
De acuerdo con los deseos manifestados por ustedes, hoy voy a hablarles sobre «la ciencia como vocación». Nosotros, los economistas, poseemos una pedantería muy particular, en la que quisiera mantenerme, y que consiste en partir siempre de las relaciones extrínsecas. Así pues, en la cuestión que nos hemos decidido a abordar podríamos partir de esta pregunta: ¿de qué modo se presenta la ciencia hoy en día como profesión, en el máximo sentido de la palabra? Esta pregunta, desde el punto de vista práctico, es equivalente a esta otra: ¿cuál es la situación de un graduado que ha decidido dedicarse profesionalmente a la ciencia en la propia universidad? Para entender en qué estriba al respecto la particularidad alemana, creo necesario establecer una confrontación, recordando previamente las circunstancias que prevalecen en Estados Unidos de América del Norte, país que tiene muchas diferencias con el nuestro en lo referente a estas cuestiones. Es bien sabido el hecho de que, entre nosotros, la carrera de un joven a quien anima el propósito de consagrarse a la profesión científica se inicia, regularmente, con la función de Privatdozent. El aspirante, después de haberse puesto en comunicación con el titular de la especialidad y de haber obtenido la aprobación de éste, le es calificada su obra original y se le somete a examen en determinada universidad. Allí podrá dictar cursos sin salario y sin otra retribución que aquella que se derive de la matrícula de los estudiantes, fijando sus propios objetivos dentro del ámbito de su venia legendi.
En América del Norte la carrera académica se inicia normalmente con el nombramiento de «assistant». Naturalmente, existe cierta semejanza con lo que suele ocurrir en nuestros grandes Institutos de Medicina y de Ciencias, en los cuales sólo un reducido número de concurrentes, y a menudo muy tarde, se deciden a ser habilitados como «Privatdozent». La diferencia consiste en que, en la práctica, la carrera científica está cimentada definitivamente sobre supuestos plutocráticos, ya que tratándose de un científico joven que carece de bienes de fortuna, resulta muy expuesto, correr los riesgos del profesorado académico, toda vez que le será forzoso sostenerse con sus propios medios durante varios años, sin que le asista la seguridad de que al final de ellos pueda lograr un puesto que le permita vivir de él. En dicha nación norteamericana rige, por el contrario, el método burocrático. El joven percibe un salario desde el principio, aun cuando es de poca cuantía, ya que apenas se equipara al que, en la mayor parte de los casos, recibe un obrero medianamente calificado. Como quiera que sea, el joven cuenta ya con una posición más o menos sólida, dado que el sueldo que recibe es fijo. Sin embargo como suele suceder entre nuestros asistentes, es posible que llegue a ser destituido, y quizá hasta de un modo bastante despiadado si defrauda la confianza en él depositada. Esta consiste en que tendrá que «llenar el aula». No es algo que pueda acontecerle a un Privatdozent alemán, el cual, una vez ha sido nombrado, no puede ser destituido. Naturalmente, no tiene «derechos» adquiridos; sin embargo, es lógica la perspectiva de que, habiendo cumplido durante años el ejercicio del profesorado, sea acreedor a ciertas consideraciones y se le tenga en cuenta, incluso si se presenta la casual circunstancia (a menudo muy importante) de tener que habilitar a otros Privatdozenten. Esta disyuntiva entre si debe habilitarse a los graduados que los soliciten y cuya capacidad haya sido comprobada o si hay que tomar en consideración las necesidades de los docentes, es decir, si a los Privatdozenten ya en funciones se les debe conceder ~ estado de monopolio, resulta muy penosa y está enlazada estrechamente con la doble cara de la profesión académica a la que habremos de referirnos en seguida. En la mayoría de los casos se adopta la segunda de las dos alternativas expuestas, lo cual implica, sin embargo, que cl profesor regular interesado tenga una predilección especial para con sus propios discípulos, por más recto de conciencia que sea. Hablando con sinceridad, hasta yo personalmente me he apegado al principio de que aquellos que se han graduado conmigo deben someterse al examen y habilitarse con otros profesores en otra universidad. Con todo, se ha dado el caso de que uno de mis mejores alumnos se haya visto rechazado en otra universidad, debido a que nadie podía dar crédito al verdadero móvil de buscar en ella la habilitación.
Entre nuestro método y el norteamericano existe todavía una diferencia más. Por lo regular el Privatdozent alemán tiene que dedicarse menos de lo que quisiera a explicar los temas de las clases. De hecho, está facultado a desarrollar cualquier tema de su especialidad; sin embargo, si así lo hiciese, ello se conceptuaría como inaudita falta de consideración respecto de los Dozenten con mayor antigüedad. Generalmente el dictado de las lecciones sobresalientes está a cargo del titular, en tanto que las cuestiones secundarias dependen del Privatdozent. El sistema le resulta ventajoso, aunque no sea, en parte, muy de su agrado, ya que le da libertad para dedicarse a la labor científica durante los años de su juventud. Con el método estadounidense ocurre, en principio, de modo muy distinto. Por el hecho de recibir un sueldo, es precisamente en los primeros años del ejercicio académico cuando el joven científico se encuentra más agobiado por tareas didácticas. Pongamos como ejemplo una dependencia de germanística. El profesor ordinario se conforma con dictar, supongamos, un curso de tres horas por semana acerca de Goethe. Por su parte, el joven asistente puede considerarse satisfecho si además de impartir las primeras lecciones de la lengua alemana durante doce horas semanales de clases, puede incluir conocimientos de poetas de la talla de Uhland o algo así, pues son los titulares de la especialidad los que elaboran el programa, y es obligatorio que el assistant se apegue a él, a semejanza de lo que acontece entre nosotros con respecto a los asistentes de los institutos.
Ahora es posible ver claramente cómo la ampliación de nuestra Universidad, de ayer a hoy, para dar acceso a nuevas ramas de la ciencia, se está haciendo de acuerdo con los patrones norteamericanos. Los importantes institutos de Medicina o de Ciencias se han convertido en empresas de «capitalismo de Estado». Para realizar su tarea requieren medios de gran envergadura, y sin ellos se produce la misma situación que donde sea que intervenga la empresa capitalista, esto es «el apartamiento del trabajador, así como de los medios de producción». El trabajador, que en nuestro caso es el asistente, se encuentra vinculado a los medios de trabajo puestos a su disposición por el Estado. De resultas, tiene tan poca independencia frente al director del instituto como el empleado de una fábrica frente al director de ésta, pues aquél piensa con toda buena fe que el instituto es suyo y procede como si de hecho lo fuese. Su situación suele ser tan precaria como otra forma cualquiera del proletariado, y exactamente igual a la que vive el assistant de la Universidad estadounidense.
Es un hecho que la vida universitaria se americaniza cada vez más al igual que nuestra existencia en los más importantes aspectos, y he llegado al convencimiento de que al correr del tiempo tal evolución habrá de afectar a disciplinas como aquellas en que, a semejanza de lo que ocurre en gran parte con la mía, el propio artesano es dueño de los medios de trabajo (en principio de la biblioteca) así como anteriormente era el amo de su taller. Tal evolución está en pleno desarrollo. Indudablemente, esta situación ofrece ventajas técnicas tal como sucede en cualquier empresa de capitalistas, por más burocratizada que sea. Sin embargo, el nuevo «espíritu» se encuentra muy distante del peculiar ambiente nuestras universidades. Tanto en lo interno como en lo externo se abre un profundo abismo entre el jefe de una empresa universitaria y capitalista de tal índole y el clásico profesor regular al estilo antiguo. Disparidad que influye desfavorablemente en la actitud interna. Pero no es mi intención insistir acerca de este tema. Lo que sí puedo decir es que tanto en el orden interior como en el exterior la primitiva constitución de la universidad se ha tornado ficticia. No obstante, prevalece, todavía con más fuerza, un factor característico de la carrera académica. Se trata de la problemática con respecto a si un Privatdozent o un asistente llegará a tener un día la oportunidad de contar con un puesto de profesor regular o de director de un instituto. Claro está que no todo depende de la casualidad, pero sí es cierto que ésta domina de un modo fuera de lo común. Casi no conozco otra carrera en el mundo en la que el azar juegue análogo papel. Me juzgo tan autorizado para opinar así por cuanto en lo personal debo agradecer a más de una casualidad el hecho de haber recibido, siendo aún muy joven, el nombramiento de profesor ordinario de una materia que a colegas de más edad les supuso elaborar obras muy superiores a la mía. Con esta experiencia, es posible que mi sensibilidad se haya agudizado lo suficiente como para percibir el inicuo destino de muchas personas para quienes el azar ha jugado y juega en sentido adverso y a las cuales, a pesar de su capacidad, no se les concede, por causa de este método de selección fortuita, el puesto que merecen. Este hecho de que justamente la ventura, y no sólo las aptitudes, constituya un factor determinante, no depende exclusiva ni principalmente, siquiera, de las deficiencias humanas que, claro está, se hacen sentir en este sistema de selección como en otro cualquiera. No sería lícito que a la inferioridad del personal del Ministerio o de las Facultades se le echara la culpa de la existencia de tantos mediocres en los puestos importantes de las universidades, hecho del que no hay duda alguna. Esto es algo regido por las leyes de la colaboración humana, que en este caso consiste en la de varias corporaciones, es decir, la Facultad que propone y el Ministerio. Un fenómeno comparable lo encontramos en la elección papal, la cual, dados los procedimientos que podemos observar a través de los siglos, nos ofrece el ejemplo más importante de cómo controlar una selección de personal. En muy contadas ocasiones ha resultado elegido el cardenal a quien se tenía por «favorito». Generalmente la tiara ha sido dada al que estaba en segundo o tercer lugar entre los preferidos. Algo similar ocurre con respecto a los presidentes de los Estados Unidos de Norteamérica. Es excepcional que la «nominatio» partidista y, luego, el triunfo en las elecciones recaiga en el candidato de más popularidad y fama, en cambio, generalmente las gana el que está en el número dos o tres. Los estadounidenses han acuñado ya expresiones técnicas en el plano de la sociología, para señalar a estos ejemplares personajes. Partiendo de tales ejemplos, habría de resultar muy sugestivo inquirir a qué leyes responde una selección realizada por una voluntad de conjunto. No hemos de extendernos ahora en este punto, sin embargo, debemos observar que dichas leyes también tienen validez en lo que a las corporaciones universitarias se refiere y no debe causarnos asombro, precisamente, el que los errores se repitan con frecuencia, sino el hecho de que, pese a todo, lleguen a ser tantos los nombramientos apropiados. Lo cierto es que los mediocres acomodaticios o los arribistas, gente sin escrúpulos, son siempre los únicos que tienen probabilidades de ser nombrados, si está de por medio la intervención parlamentaria, por motivos políticos, o así se trate del monarca o de un dirigente revolucionario, como era usual y sigue siéndolo hasta el presente entre nosotros. No hay profesor universitario a quien le complazca recordar las polémicas suscitadas con motivo de su nombramiento, pues rara vez fueron gratas: sin embargo, puedo asegurar que en los muchos casos de los cuales me ha sido dado tener conocimiento, era evidente la buena voluntad de decidir por motivos exclusivamente objetivos.