El político y el científico (7 page)

BOOK: El político y el científico
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Ante todo, la distribución de los cargos se realiza conforme a los servicios prestados al partido. No obstante, en muchas ocasiones son conferidos a cambio de dinero e incluso existen precios establecidos por cargos determinados. En suma, el sistema es similar al que prevalecía en las monarquías europeas, incluidos los Estados de la Iglesia, durante los siglos XVII y XVIII. El boss está desprovisto de principios políticos definidos, carece de convicciones; a él sólo le interesa la forma en que puede obtener los votos. Tampoco es raro que se trate de un individuo sin cultura, pero correcto e irreprochable en su vida privada. Tan sólo, por lo que se refiere a la política, su ética se acomoda a la moral media de la actividad que rige en su momento, a semejanza de lo que muchos de los nuestros hicieron en épocas de acaparamiento. Le tiene sin cuidado ser despreciado en sociedad como «profesional», es decir como político de profesión. La circunstancia de que no desempeña ni quiera ocupar cargos elevados, es una Ventaja para que resulte factible, a menudo, la candidatura de hombres con inteligencia, ajenos a los partidos, notabilidades incluso (y no solamente de notables de los partidos, como ocurre entre nosotros), cuando el boss cree que habrán de atraer votos. La configuración de tales partidos carentes de convicciones, cuyos jefes son despreciados en sociedad, ha permitido, precisamente, que hombres capaces hayan llegado a la Presidencia, hombres que no la habrían alcanzado nunca entre nosotros. Claro está que los bosses se enfrentan con uñas y dientes a cualquiera que pueda representar algún peligro con respecto a sus fuentes de poder y de dinero; pero nada tiene de sorprendente que, ante su rivalidad por el favor de los electores, se vean forzados a la defensa de aquellos candidatos que se presentan en calidad de adversarios de la corrupción.

Aquí tenemos, pues una empresa de partido, de gran solidez capitalista, organizada rigurosamente en todos sentidos y que se apoya también en clubes consistentes y, a su vez, organizados de manera jerárquica, de la misma índole del Tammany-Hall, que tienen como fin la obtención de utilidades económicas valiéndose del dominio político de la Administración, especialmente de la municipal, que en América del Norte se considera el botín más cuantioso.

Esta estructura vital de los partidos fue posible gracias a la acentuada democracia que predominaba en dicho país, como nueva nación, y dado el enlace entre los dos términos es precisamente a lo que se debe que hoy en día estemos contemplando la expiración paulatina de tal sistema. Ya no es posible que esa nación pueda ser gobernada sólo por diletantes. Hace quince años, los obreros norteamericanos, ante la pregunta de por qué se dejaban gobernar por políticos a los que consideraban despreciables, respondieron: «preferimos tener como funcionarios a gente a la cual escupimos, que crear una casta de funcionarios que sea la que nos escupa a nosotros». Este era el antiguo parecer de la «democracia» norteamericana, en tanto que el de los socialistas, ya en aquel tiempo, era totalmente distinto. La situación resulta ya insoportable. Ya no es suficiente la administración de diletantes; la Civil Service Reform: está creando continuamente puestos vitalicios, dotados de jubilación, dando por resultado que los funcionarios que desempeñan tales cargos tienen formación universitaria con tantas aptitudes como los nuestros e igualmente insobornables. Ya existen casi cien mil cargos que no son parte del botín electoral, dotados de derecho a jubilación y a los cuales se es merecedor mediante exámenes de capacitación. De este modo el spoil system habrá de retroceder paulatinamente y obligará, asimismo, a que la estructura de la dirección del partido sea modificada en un sentido imposible de predecir por ahora.

Hasta el presente, las condiciones fundamentales de la empresa política en Alemania se consideraron como sigue: en primer término, la incompetencia del Parlamento, que trajo por consecuencia el hecho de que ningún jefe permaneciese en él por mucho tiempo. En tales condiciones, ¿qué se podía hacer allí? Al presentarse el caso de una baja en alguna oficina de la administración, era posible que al funcionario del cual dependía el puesto se le dijera: «En mi distrito cuento con una persona de gran inteligencia que podría desempeñar perfectamente ese cargo». Y se le concedía el puesto a dicha persona. Pero eso era casi todo lo que un parlamentario alemán podía hacer para dar escape a su instinto de poder, suponiendo que lo tuviese. En segundo plano, sobresale la gran importancia que el funcionario especializado tenía en Alemania, peculiaridad que condiciona también a la precedente. En esta materia, nos corresponde el primer lugar en el mundo. Claro está que, corno natural consecuencia, de tal importancia se desprendía la aspiración de ese funcionario no sólo a ocupar un puesto de tal nivel, sino también uno ministerial.

En el Landtag bávaro fue donde al plantearse hace algunos años la polémica acerca de la introducción del régimen parlamentario, se dijo precisamente que silos ministerios debían ponerse en manos de los parlamentarios ya no habría quien, estando capacitado, quisiera ejercer como funcionario. Esta administración de funcionarios se substraía, además, de un modo sistemático, a un control semejante al que en Inglaterra ejercen las Comisiones parlamentarias, impidiendo así que, salvo una que otra excepción, se constituyeran jefes administrativos auténticamente eficaces en el seno del Parlamento. Podemos señalar como una tercera peculiaridad la de que en Memania, a la inversa de lo que sucede en América del Norte, teníamos partidos políticos con convicciones, los cuales afirmaban que, por lo menos con bona fide subjetiva, sus miembros simbolizaban una cierta «concepción del mundo» . Entre estos partidos, el partido del Centro (Zentrumpartei), así como la socialdemocracia, eran los dos más importantes, surgidos, sin embargo, con la deliberada intención de subsistir como partidos minoritarios. Los dirigentes del Centro, en el Imperio, nunca trataron de ocultar que estaban en contra del parlamentarismo por causa del temor a encontrarse situados en calidad de minoría, y tropezar entonces con mayores obstáculos para obtener el acomodo de sus cazadores de puestos a base de presionar al gobierno, como hasta entonces. En cuanto a la social-democracia, por principio era un partido de minorías, ofreciendo trabas al parlamentarismo, dado que de pactar con el orden político burgués podía mancharse y quería evitar esto a toda costa. La circunstancia de que ambos partidos propugnaran su propia exclusión del sistema parlamentario imposibilitó la introducción de éste de forma total.

Entretanto, ¿cuál era la suerte de los políticos profesionales en Alemania? Pues, que carecían de poder y de responsabilidad, ya que únicamente jugaban un papel muy secundario como notables, dando por resultado el hecho de que estuvieran animados, en los últimos tiempos, del peculiar espíritu de corporación de todas las profesiones. Tratándose de un individuo que no fuera como ellos, le resultaba imposible ascender lo suficiente en el circulo de aquellos notables, en cuyos puestos ponían sus vidas. En cada uno de los partidos, sin exceptuar el socialdemócrata, podíamos citar muchos nombres que servirían de ejemplo en esta tragedia ya que a sus portadores, por estar precisamente dotados de cualidades para ser jefes, los notables les cerraban el paso. Todos nuestros partidos han seguido por esta vía, que los ha conducido a integrarse en las corporaciones de notables.

Pongamos como ejemplo a Bebel, cuya inteligencia, por modesta que fuera, lo mantenía en calidad de caudillo, debido a su temperamento y limpieza de carácter. Al hecho de ser un mártir y de nunca haber defraudado la confianza de las masas —por lo menos en opinión de ellas— se debe el que éstas lo siguiesen siempre y que, dentro del partido, no existiera ningún poder capaz de oponérsele seriamente. Con su muerte, todo esto se terminó; y tras ella vino la dominación de los funcionarios, pues tanto los sindicales como los secretarios de partido y los periodistas se hicieron cargo de los puestos clave, quedando el partido sojuzgado a la inclinación del funcionario. En realidad se trataba de un tipo de funcionarlo por excelencia honesto, excepcionalmente honesto, si establecemos comparaciones con la manera como actúan los funcionarios en otros países; y pensamos, sobre todo, en la facilidad con que los funcionarios norteamericanos se dejan con frecuencia sobornar. Sin embargo, en el partido surgieron también, al mismo tiempo, las consecuencias de la dominación de’ los funcionarios a las que antes nos referíamos.

A partir de 1880, los partidos eran ya meros gremios de notables. Claro está que, de cuando en cuando, los fines propagandísticos de cada partido los inducían a ganarse personas con talento, carentes de filiación partidista, para poder pregonar «nosotros contamos con tales y tales nombres». De ser posible, se evitaba que dichas personas acudieran a las elecciones, y únicamente eran lanzadas sus candidaturas en caso de hacerse ello inevitable, como cuando el interesado no se dejaba convencer de otro modo. El mismo espíritu regía en el Parlamento. Nuestros partidos parlamentaristas continúan siendo gremios, como siempre. Todos los discursos que se pronuncian en el pleno del Reichstag han sido previamente censurados, lo cual se hace evidente por lo inaudito de su tediosidad. Sólo puede hacer uso de la palabra quien está inscrito como orador. Nada más contrario a la costumbre inglesa y también, aunque por razones opuestas, a la costumbre francesa.

En la actualidad y como consecuencia del colapso al que se ha dado en llamar revolución, parece que todo se encuentra en vías de transformarse. Tal vez sea así, pero no es seguro.

En un principio se intentó instituir otros aparatos partidistas de índole diferente, como por ejemplo, los de aficionados, que generalmente parten de estudiantes de las escuelas superiores, que creyendo descubrir en alguien cualidades de jefe le proponen: «nosotros haremos por usted el trabajo necesario, diríjanos». En segundo lugar, los aparatos de hombres de negocios. Ha sucedido a veces que un grupo de personas acude a alguien a quien suponen cualidades de jefe para pedirle que, a cambio de una cantidad fija para cada elección, asuma la tarea de atraer los votos. Si ustedes me preguntasen honradamente cuál de estos dos tipos de aparato me parece más digno de confianza desde el punto de vista técnico-político, les contestaría, creo, que prefiero el segundo. Ambos fueron, en todo caso, burbujas que se hincharon rápidamente para luego estallar. Los aparatos existentes se recompusieron un poco y continuaron trabajando. Aquellos fenómenos fueron sólo un síntoma de que tal vez se establecerían nuevos aparatos cuando hubiese un caudillo capaz de hacerlo. Pero ya las peculiaridades técnicas de la representación proporcional dificultaban su crecimiento. Sólo surgieron un par de dictadores callejeros que volvieron luego a desaparecer. Y sólo el séquito de estas dictaduras callejeras fue organizado con una firme disciplina; de aquí el poder de estas minorías, hoy en trance de desaparición.

Supongamos que esta situación cambiara. Hay que tener entonces bien presente que, de acuerdo con lo ya hecho, la dirección de los partidos por jefes plebiscitarios determina la «desespiritualización» de sus seguidores, su proletarización espiritual, podemos decir. Para ser aparato utilizable por el caudillo han de obedecer ciegamente, convertirse en una máquina, en el sentido americano, no sentirse perturbados por vanidades de notables y pretensiones de tener opinión propia. La elección de Lincoln sólo fue posible gracias a que la organización del partido tenía este carácter y, como ya se ha dicho, lo mismo sucedió con el caucus en la elección de Gladstone. Es éste justamente el precio que hay que pagar por la dirección de un caudillo. Sólo nos queda elegir entre la democracia caudillista con «máquina» o la democracia sin caudillos, es decir, la dominación de «políticos profesionales» sin vocación, sin esas cualidades íntimas y carismáticas que hacen al caudillo. Esto significa también lo que en las actuales contiendas dentro de un partido se conoce con el nombre de reino de las «camarillas». Actualmente es esto lo único que tenemos en Alemania y su mantenimiento se verá facilitado en el futuro, al menos para el Reich, porque se reconstituirá el Bundesrat que necesariamente limitará el poder del Reichstag y disminuirá así su importancia como lugar adecuado para la selección de caudillos.

La perduración del sistema está asegurada además por la representación proporcional, tal como ahora está configurada. Es ésta una institución típica de la democracia sin caudillos, no sólo porque facilita la colocación de los notables, sino también porque, para el futuro, da a las asociaciones de interesados la posibilidad de obligar a incluir en las listas a sus funcionarios, creando así un Parlamento apolítico en el que no haya lugar para un auténtico caudillaje. La única válvula de escape posible para la necesidad de contar con una verdadera jefatura podría ser el Presidente del Reich, si es elegido plebiscitariamente y no por el Parlamento. Podría también nacer y seleccionarse una jefatura sobre la base del trabajo realizado, si apareciese en las grandes ciudades, como apareció en los Estados Unidos, sobre todo allí en donde se quiso luchar seriamente contra la corrupción, un dictador municipal, elegido plebiscitariamente y provisto del derecho a organizar su equipo con absoluta independencia. Esto exigiría una organización de los partidos adecuada a este tipo de elecciones. Pero la hostilidad pequeño-burguesa que todos los partidos, y especialmente la socialdemocracia, sienten hacia el caudillaje, hacen aparecer muy oscura la futura configuración de los partidos y, con ella, la realización de estas posibilidades.

Por esto hoy no puede todavía decirse cómo se configurará en el futuro la empresa política como «profesión», y menos aún por qué camino se abren a los políticamente dotados las posibilidades de enfrentarse con una tarea política satisfactoria. Para quien, por su situación patrimonial, está obligado a vivir «de» la política se presenta la alternativa de hacerse periodista o funcionario de un partido, que son los caminos directos típicos, o buscar un puesto apropiado en la administración municipal o en las organizaciones que representan intereses, como aún los sindicatos, las cámaras de comercio, las cámaras de agricultores o artesanos, las cámaras de trabajo, las asociaciones de patronos, etc. Sobre el aspecto externo no cabe decir más, salvo advertir que los funcionarios de los partidos comparten con los periodistas el odio que los «sin clase» despiertan. Desgraciadamente siempre se llamará «escritor a sueldo» a éste y «orador a sueldo» a aquél; para quienes se encuentren interiormente indefensos frente a esa situación y no sean capaces de darse a sí mismos la respuesta adecuada a esas acusaciones, está cerrado ese camino que, en todo caso, supone grandes tentaciones y desilusiones terribles. ¿Qué satisfacciones intimas ofrece a cambio y que condiciones ha de tener quien lo emprende?

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