El político y el científico (5 page)

BOOK: El político y el científico
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En todas las asociaciones políticas medianamente extensas, es decir, con territorio y tareas superiores a los de los pequeños cantones rurales, en las que se celebren elecciones periódicas para designar a los titulares del poder, la empresa política es necesariamente una empresa de interesados. Queremos decir con esto que los primariamente interesados en la vida política, y en el poder político, reclutan libremente a grupos de seguidores, se presentan ellos mismos o presentan a sus protegidos como candidatos a las elecciones, reúnen los medios económicos necesarios y tratan de ganarse los votos. No es imaginable que en las grandes asociaciones puedan realizarse elecciones prescindiendo de estas empresas, en general adecuadas a su fin. Prácticamente esto significa la división de los ciudadanos con derecho a voto en elementos políticamente activos y políticamente pasivos, pero como esa diferenciación arranca de la voluntad de cada cual, es imposible eliminarla por medios tales como los del voto obligatorio o la representación «corporativa», o por cualquier otro medio que explícita o implícitamente se proponga ir contra esta realidad, es decir, contra la dominación de los políticos profesionales. Jefatura y militancia como elementos activos para el reclutamiento libre de nuevos miembros, y a través de éstos, del electorado pasivo, a fin de conseguir la elección del jefe, son elementos vitales necesarios de todo partido. Estos difieren, sin embargo, unos de otros en cuanto a estructura. Así, por ejemplo, los «partidos» de las ciudades medievales, como los Güelfos y Gibelinos, eran séquitos puramente personales. Al estudiar los Statutti della parte Guelfa, la confiscación de los bienes de los nobili (originariamente se consideraban nobili todas aquellas familias que vivían al modo caballeresco y podían, por tanto, recibir un feudo), que estaban también excluidos de los cargos y del derecho a voto, los comités interlocales del partido, sus rígidas organizaciones militares y los premios para los denunciantes, se siente uno tentado de pensar en el bolchevismo con sus soviets, sus organizaciones cuidadosamente seleccionadas de milicia y (sobre todo en Rusia) de espionaje, sus confiscaciones, el desarme y la privación de derechos políticos a los «burgueses», es decir, a empresarios, comerciantes, rentistas, clérigos, miembros de la dinastía depuesta y agentes de policía. Aún más impresionante resulta la analogía si se tiene en cuenta que, de una parte, la organización militar de aquel partido güelfo era una pura milicia de caballeros en la que sólo entraban quienes lo eran y que casi todos los cargos dirigentes fueron ocupados por nobles y que, de la otra, los soviets han mantenido al empresario bien retribuido, el salario a destajo, el trabajo en cadena y la disciplina militar y laboral o, más exactamente, han introducido de nuevo todas estas instituciones y se han puesto a buscar capital extranjero; que, en una palabra, para mantener el funcionamiento del Estado y de la economía han tenido que aceptar de nuevo todas aquellas instituciones que ellos combatieron como burguesas e incluso han recurrido de nuevo a los agentes de la antigua Ukrania como instrumento principal de su poder. Pero de lo que aquí tenemos que ocuparnos no es de estos aparatos de fuerza, sino de los políticos profesionales que intentan conquistar el poder a través del prosaico y «pacífico» reclutamiento del partido en el mercado electoral.

También estos partidos, en el sentido que hoy damos a la palabra, fueron originariamente (por ejemplo, en Inglaterra) simples séquitos de la aristocracia. Cada vez que un Par cambiaba de partido, pasaban también al nuevo partido todos los que de él dependían. Hasta la promulgación del Reformbill, las grandes familias de la nobleza, incluida la familia real, tenían el patronato de un inmenso número de distritos electorales. Próximos a estos partidos de la aristocracia estaban los partidos de notables que en todas partes surgieron con la toma del poder por la burguesía. Bajo la dirección espiritual de los grupos de intelectuales típicos de Occidente, los grupos sociales con «educación y bienes» se dividieron en partidos, determinados en parte por diferencias de clase, en parte por tradiciones de familia y en parte por razones puramente ideológicas. Clérigos, maestros, profesores, abogados, médicos, farmacéuticos, agricultores ricos, fabricantes y, en Inglaterra, todo ese grupo social que se incluye entre los gentlemen, constituyeron en un primer momento asociaciones ocasionales o, en todo caso, clubs políticos locales; en momentos de crisis se les sumó la pequeña burguesía y, ocasionalmente, incluso el proletariado, cuando contó con caudillos que por regla general, no procedían de sus filas. En este estadio del desarrollo todavía no existen en el país los partidos como asociaciones permanentes con organización interlocal. La unión entre los distintos grupos locales está asegurada solamente por los parlamentarios; y los notables de cada localidad tienen una influencia decisiva en la proclamación de candidatos. Los programas nacen, en parte, de las declaraciones propagandísticas de los candidatos y en parte, de la adhesión a los congresos de notables y a las resoluciones de los grupos parlamentarios.

La dirección del club o donde éste no existe, la gestión no organizada de la empresa política, queda en manos de las pocas personas que, en tiempos normales, se interesan permanentemente en ella, para las cuales se trata de un trabajo ocasional que desempeñan como profesión secundaria o simplemente a título honorífico. Sólo el periodista es político profesional y sólo la empresa periodística es, en general, una empresa política permanente. Junto a ella no existe más que la sesión parlamentaria. Por supuesto, los parlamentarios y sus dirigentes sabían bien a qué notable local habían de dirigirse cuando parecía deseable una determinada acción política. Sólo en las grandes ciudades existían, sin embargo, círculos partidistas que recibían aportaciones moderadas de sus miembros y celebran reuniones periódicas y asambleas públicas para escuchar los informes de los diputados. La vida activa se reduce a la época de las elecciones. La fuerza que impulsa el establecimiento de vínculos más firmes entre los distintos núcleos que configuran el partido es el interés de los parlamentarios por hacer posibles compromisos electorales interlocales y por disponer de la fuerza que supone una agitación unificada y un programa también unificado y conocido en amplios sectores de todo el país. El partido continúa, sin embargo, teniendo el carácter de simple asociación de notables, aun cuando exista ya una red de círculos partidistas, incluso en las ciudades medianas, hay un conjunto de «hombres de confianza» que abarcan todo el país y con los cuales puede mantener correspondencia permanente un miembro del Parlamento como dirigente de la oficina central del partido. Fuera de esta oficina central no existen aún funcionarios pagados. Los círculos locales están dirigidos por personas «bien vistas» que ocupan este puesto a causa de la estimación de que, por distintas razones, son objeto. Son éstos los notables extraparlamentarios, que disponen de una influencia paralela a la del grupo de notables políticos que ocupan un puesto como diputados en el Parlamento. El alimento espiritual para la prensa y las asambleas locales lo proporciona cada vez en mayor medida la correspondencia editada por el partido. Las contribuciones regulares de los miembros se hacen indispensables y con una parte de ellas se atiende a los gastos del organismo central. En este estadio se encontraban no hace aún mucho la mayor parte de los partidos alemanes. En Francia se estaba parcialmente todavía en el primer estadio, el de una frágil vinculación entre los parlamentarios, un pequeño número de notables locales por todo el país y programas elaborados por los candidatos o por sus patronos en cada distrito y para cada elección, aunque existe también una mayor o menor adhesión local a las resoluciones y programas de los parlamentarios. Sólo en parte se ha quebrantado hoy este sistema. El número de quienes hacían de la política su profesión principal era, así, pequeño y se limitaba en lo esencial a los diputados electos, los escasos funcionarios de los organismos centrales, los periodistas y, en Francia, además, aquellos «cazadores de cargos» que ocupaban un puesto político o andaban buscándolo. Formalmente la política era predominantemente una profesión secundaria. El número de diputados «ministrables» estaba estrechamente limitado, así como también, dada la naturaleza del sistema de notables, el de candidatos. No obstante, eran muchos los interesados indirectamente en la política, sobre todo desde el punto de vista material. Para todas las medidas que un ministerio adoptase y para la solución de todos los problemas personales se tomaba en cuenta su eventual repercusión sobre las posibilidades electorales y, de otra parte, para lograr cualquier deseo se buscaba la mediación del diputado del distrito, a quien el ministro, si era de su mayoría (y por esto todo el mundo trataba de que fuese) estaba obligado a escuchar de peor o mejor gana. Cada diputado tenía el patronazgo de los cargos y, en general, de todos los asuntos dentro de su propio distrito y, a su vez, se mantenía vinculado con los notables locales a fin de ser reelegido.

Frente a esta idílica situación de la dominación de los notables y, sobre todo, de los parlamentarios, se alzan hoy abruptamente las más modernas formas de organización de los partidos. Son hijas de la democracia, del derecho de las masas al sufragio, de la necesidad de hacer propaganda y organizaciones de masas y de la evolución hacia dirección más unificada y una disciplina más rígida. La dominación de los notables y el gobierno de los parlamentarios ha concluido. La empresa política queda en manos de «profesionales» de tiempo completo que se mantienen fuera del Parlamento. En unos casos son «empresarios» (así como el boss americano y el election agent inglés), en otros, funcionarios con sueldo fijo. Formalmente se produce una acentuada democratización. Ya no es la fracción parlamentaria la que elabora los programas adecuados, ni son los notables locales quienes disponen la proclamación de candidatos. Estas tareas quedan reservadas a las asambleas de miembros del partido, que designan candidatos y delegan a quienes han de asistir a las asambleas superiores, de las cuales, a ser posible, habrá varias hasta llegar a la asamblea general del partido (Parteitag). Naturalmente y de acuerdo con su propia naturaleza, el poder está, sin embargo, en manos de quienes realizan el trabajo continuo dentro de la empresa o de aquellos de quienes ésta depende personal o pecuniariamente, como son, por ejemplo, los mecenas o los dirigentes de los poderosos clubs políticos del tipo del Tammany-Hall. Lo decisivo es que todo este aparato humano (la «máquina», como expresivamente se dice en los países anglosajones) o más bien aquellos que lo dirigen, están en situación de neutralizar a los parlamentarios y de imponerles en gran parte su propia voluntad. Este hecho es de especial importancia para la selección de la dirección del partido. Ahora se convierte en jefe la persona a quien sigue la maquinaria del partido, incluso pasando por encima del Parlamento. La creación de tales maquinarias significa, en otras palabras, la instauración de una democracia plebiscitaria.

Está claro que la militancia del partido, sobre todo los funcionarios y empresarios del mismo, esperan obtener una retribución personal del triunfo de su jefe, ya sea en cargos o en privilegios de otro tipo. Y lo importante es que lo esperan de él y no de los parlamentarios, o al menos no sólo de ellos. Lo que principalmente esperan es que el efecto demagógico de la personalidad del jefe gane para su partido en la contienda electoral votos y cargos, aumentando, en consecuencia, hasta el máximo las posibilidades de sus partidarios para conseguir la ansiada retribución. También en lo ideal uno de los móviles más poderosos de la acción reside en la satisfacción que el hombre experimenta al trabajar, no para el programa abstracto de un partido integrado por mediocridades, sino para la persona de un jefe al que se entrega con confianza. Este es el elemento «carismático» de todo caudillaje. Esta forma se ha impuesto en medida muy diversa en los distintos partidos y países, y siempre en lucha constante con los notables y parlamentarios que defienden su propia influencia. Primero se impuso en los partidos burgueses de los Estados Unidos, más tarde en los partidos socialdemócratas, sobre todo en el alemán. La evolución que lleva hacia ella experimenta continuamente retrocesos cada vez que no existe un caudillo generalmente reconocido, e incluso cuando tal caudillo sí existe, es necesario hacer concesiones a la vanidad y a los intereses de los notables del partido. El riesgo principal, sin embargo, lo constituye la posibilidad de que la maquinaria caiga bajo el dominio de los funcionarios del partido en cuyas manos está el trabajo burocrático.

En opinión de algunos círculos socialdemócratas, su partido ha sido víctima de esa «burocratización». Los funcionarios sin embargo, se inclinan con bastante facilidad ante una personalidad de jefe que actúe demagógicamente, pues sus intereses, tanto materiales como espirituales, están vinculados a la ansiada toma del poder por el partido, y además, trabajar para un jefe es algo íntimamente satisfactorio en sí mismo. Mucho más difícil es el ascenso de un jefe donde, como sucede en la mayor parte de los partidos burgueses, además de los funcionarios existen unos «notables» con influencia sobre el partido. Estos notables, tienen puesta su vida en los pequeños puestos que como miembros de la presidencia o de algún comité, ocupan. Su actitud está determinada por un resentimiento hacia el demagogo como «recién llegado» y por su convencimiento de la superioridad de la «experiencia» partidista (que en realidad es importante en muchas ocasiones) y también por la preocupación ideológica por el quebrantamiento de las viejas tradiciones del partido. Todos los elementos tradicionalistas del partido están a su favor. El elector pequeño burgués y más que nada, el elector rural, se guían por el nombre de los notables que ya conocen desde hace mucho tiempo y que les inspiran confianza, desconfían, en cambio, frente al desconocido aunque, sin embargo, si éste alcanza el éxito se entregarán a él inquebrantablemente. Veamos ahora algunos ejemplos importantes de la contienda entre estas dos formas estructurales y del surgimiento de la forma plebiscitaria, estudiada especialmente por Ostrogorski.

Comencemos por Inglaterra. Hasta 1868, la organización de los partidos era allí una organización de notables casi pura. En el campo, los tories se apoyaban en los párrocos anglicanos, en la mayor parte de los maestros de escuela y, sobre todo, en los mayores terratenientes de cada condado, mientras que los whigs, por su parte, tenían el sostén de personas tales como el predicador no conformista (en donde lo había), el administrador de correos, el herrero, el sastre, el cordelero, es decir, todos aquellos artesanos que ejercen una influencia política porque hablan con mucha gente, en las ciudades la división entre los partidos se hacía sobre la base de las distintas opiniones económicas y religiosas o, simplemente, de acuerdo con la tradición familiar de cada cual. En todo caso, los titulares de la empresa política eran siempre notables. Por encima de todo esto se situaban el Parlamento, el Gabinete y los partidos con su respectivo «leader», que era presidente del Consejo de Ministros o de la oposición.

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