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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (13 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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—Estoy seguro de que usted y el doctor St. John pueden dedicarle unos minutos al socio principal de la expedición —le respondió Neidelman, y luego se dirigió a Hatch—: Nadie diría, viéndolo con esa pinta, que Kerry es uno de los mejores criptoanalistas.

—Sí, muy bien —dijo Wopner, pero era evidente que le había gustado el cumplido.

—Tienen un equipo impresionante —dijo Hatch mientras cerraba la puerta—. ¿Eso que veo, a la izquierda, es un escáner CAT?

—Muy divertido. —Wopner se subió las gafas que le habían resbalado por la nariz—. ¿Usted cree que esto vale algo? Esto no es más que el equivalente a una copia de seguridad. El equipo principal está en la isla desde ayer. Y eso sí se puede considerar importante.

—¿Ya han terminado con las pruebas en tiempo real?

—Ahora estoy haciendo la última serie —contestó Wopner, y se echó hacia atrás un mechón que le caía sobre la frente; de inmediato volvió a dirigir su atención al monitor.

—Nuestros técnicos están terminando la instalación de la red en la isla —le dijo Neidelman a Hatch—. Como ha dicho Kerry, éste es el sistema de apoyo, un duplicado exacto de la instalación de la isla Ragged. Es una manera cara de trabajar, pero nos ahorra mucho tiempo. Kerry, muéstrele lo que quiero decir.

—Sí, señor.

Wopner apretó unas teclas y una pantalla que hasta ese momento estaba apagada se encendió por encima de sus cabezas. Hatch vio aparecer en la pantalla un diagrama de malla de la isla, que giraba lentamente sobre un eje central.

—Los programas que hacen funcionar las herramientas fundamentales tienen todos un duplicado en el barco —explicó; apretó unas teclas más y una fina red de líneas verdes se dibujó sobre el esquema de la isla—. Están conectadas por cables de fibra óptica a la central.

Neidelman señaló la pantalla.

—En la isla, todo, desde las bombas a las turbinas, los compresores y las torres de perforación, está conectado a la red. Podemos controlarlo todo desde el centro de mando. Damos una orden, y las bombas se ponen en funcionamiento; otra orden hará funcionar una grúa; una tercera apagará las luces de su despacho, y así con todo.

—Tal como él lo ha dicho —añadió Wopner—. Cobertura total, con delgadas capas OS en los subordinados a distancia. Y todo liado al
wazoo
, puede creerme, los paquetes de datos mínimos y todo lo demás. Es una gran red —mil puertos en dominio único—, pero sin ningún tiempo de espera. Usted no puede imaginarse la rapidez de este grandullón.

—En inglés, por favor —le pidió Hatch—. No domino la jerga. Eh, ¿qué es eso? —señaló otra pantalla, que mostraba una vista de lo que parecía ser una aldea medieval. Pequeñas figuras de caballeros y de magos estaban dispuestas en actitudes de ataque y de defensa.

—Eso es
La espada de Blackthorne
, un juego de rol creado por mí. Tengo el rol de «el señor de la mazmorra» en tres juegos a los que estoy conectado. ¿Le parece mal que me divierta?

—No, si el capitán está de acuerdo —respondió Hatch, mirando de reojo a Neidelman.

Estaba claro que el capitán concedía mucha libertad a sus subordinados. Y era evidente que Neidelman le tenía afecto a este joven tan excéntrico.

Se oyó un fuerte pitido y apareció una columna de números en una de las pantallas.

—Ya está —dijo Wopner mirando los datos—. Escila ya está listo.

—¿Escila? —preguntó Hatch.

—Sí. Escila es el sistema que opera en el barco. Y Caribdis en la isla.

—Las pruebas de la red ya han terminado —explicó Neidelman—. Cuando está completa la instalación de la isla, todo lo que tenemos que hacer es cargarla con los programas de Caribdis. Primero lo probamos todo aquí, y luego instalamos los mismos programas en la isla. —El capitán miró la hora—. Tengo algunos asuntos pendientes. Kerry, estoy seguro de que el doctor Hatch querrá saber algo más sobre su trabajo y el del doctor St. John en los códigos de Macallan. Malin, nos veremos luego en cubierta. —Neidelman se marchó, y cerró la puerta del camarote al salir.

Wopner se dedicó a teclear frenéticamente durante un minuto, y Hatch se preguntó si el joven pensaba ignorarlo por completo. Y poco después, sin apartar los ojos de la pantalla, Wopner cogió una zapatilla y la tiró contra la pared. Y a la zapatilla le siguió un grueso libro de bolsillo sobre informática.

—¡Eh, Chris! —gritó Wopner—. ¡Es la hora del número de la cabra!

Hatch se dio cuenta de que Wopner había arrojado sus proyectiles con la intención de darle a una puerta pequeña que se abría en la pared más alejada del camarote.

—Déjeme a mí —dijo Hatch dirigiéndose a la puerta—. Usted tiene muy mala puntería.

Cuando la abrió, vio otro camarote del mismo tamaño que el del informático, pero arreglado de muy distinta manera. Estaba bien iluminado, limpio y ordenado, y tenía muy pocos muebles. Christopher St. John, el historiador inglés, estaba sentado ante una mesa en el centro de la habitación, y escribía en una antigua máquina de escribir Royal.

—Hola —lo saludó Hatch—. El capitán Neidelman me ha dicho que puede concederme unos minutos.

St. John se puso de pie y cogió varios libros antiguos que tenía sobre la mesa; la expresión de su cara indicaba que no se sentía nada contento con la interrupción.

—Es una placer tenerle con nosotros, doctor Hatch —dijo tendiéndole la mano.

—Llámeme Malin —dijo Hatch.

St. John hizo un gesto de asentimiento y siguió a Hatch al camarote de Wopner.

—Siéntese, Malin —dijo Wopner—. Le explicaré el trabajo que he estado haciendo, y Chris le hablará de todos esos volúmenes polvorientos que se ha llevado a su camarote. Trabajamos juntos, ¿no es así, compañero?

St. John apretó los labios. Incluso aquí, en el mar, Hatch percibía la atmósfera de polvo y telarañas que rodeaba al historiador.

Este hombre tendría que estar en una librería de libros antiguos, y no a la caza de un tesoro, pensó.

Hatch hizo a un lado los papeles y la ropa sucia y se sentó junto a Wopner, que señaló una de las pantallas, todavía apagada. Apretó unas teclas y apareció una imagen digital del tratado de Macallan y de sus crípticas anotaciones marginales.

—Herr Neidelman piensa que la segunda mitad del diario contiene información vital acerca del tesoro —dijo Wopner—. Por eso estamos tratando de descifrar el código desde dos perspectivas distintas. Yo utilizo los ordenadores, y Chris se ocupa de la parte histórica.

—El capitán mencionó la cifra de dos mil millones de dólares —dijo Hatch—. ¿Cómo llegó a ella?

—Bien —comenzó St. John, y carraspeó como preparándose a dar una clase—. La flota de Ockham, como la de casi todos los piratas, estaba compuesta por las naves que había capturado; un par de galeones, unos pocos bergantines, un veloz balandro y creo que también un barco de los que usaban para el transporte de mercancías en las Indias Orientales. En total eran nueve navíos. Estaban tan cargados que eran peligrosamente ingobernables. No hay más que sumar las toneladas de carga que podían llevar, y combinarlas con los manifiestos de los barcos que Ockham saqueó. Sabemos, por ejemplo, que Ockham se apoderó de catorce toneladas de oro que transportaba la flota española, y diez veces esa cantidad en plata. De otros barcos robó cargamentos de lapislázuli, perlas, ámbar, diamantes, rubíes, cornalinas, ámbar gris, jade, marfil, y palo santo. Y todo esto sin contar los tesoros de la Iglesia, robados de las ciudades de las costas del mar Caribe.

St. John se ajustó la corbata en un gesto inconsciente, y en su rostro se adivinaba el placer que le producía esta enumeración.

—Perdón, ¿ha dicho usted catorce
toneladas
de oro? —preguntó Hatch, pasmado.

—Así es.

—Sus barcos eran un Fort Knox flotante —intervino Wopner, relamiéndose.

—Y está también la espada de San Miguel —siguió St. John—, cuyo valor es incalculable. Se trata del tesoro más grande acumulado por un pirata. Ockham era un hombre brillante; muy inteligente y educado, y esto le hacía aún más peligroso.

St. John cogió una delgada carpeta de plástico de un estante y se la dio a Hatch.

—Aquí tiene una biografía resumida que preparó uno de nuestros investigadores. Creo que en este caso encontrará que las leyendas no son en absoluto exageradas. La reputación de Ockham era tan terrible que no tenía más que atracar en puerto con su buque insignia, izar la bandera pirata, disparar una andanada, y todo el mundo, desde los ciudadanos principales al párroco, corrían a traerle todo lo que poseían.

—¿Y las doncellas? —preguntó Wopner, fingiendo un gran interés—. ¿Qué pasaba con ellas?

St. John hizo una pausa, los ojos entrecerrados.

—Kerry, estamos hablando en serio.

—No, si de verdad quiero saberlo —respondió él con su expresión más inocente.

—Sabes muy bien lo que le sucedía a las doncellas —replicó St. John, y continuó hablando con Hatch—: Ockham tenía una tripulación de más de dos mil hombres en sus nueve barcos. Los necesitaba para abordar los barcos que capturaba y para disparar los cañones. Y por lo general, esos hombres tenían veinticuatro horas de licencia cuando llegaban a una infortunada ciudad. Y lo que sucedía allí era realmente horrible.

—No eran solamente los barcos los que tenían grandes mástiles —fijó Wopner con una expresión lasciva.

—Ya ve usted lo que tengo que soportar —murmuró St. John dirigiéndose a Hatch.

—Lo siento, lo siento muchísimo, amigo —replicó

Wopner imitando el acento inglés del historiador. Y luego, dirigiéndose a Hatch—: Hay gente que no tiene sentido del humor.

—Pero el éxito de Ockham también era un estorbo. El pirata no sabía cómo ocultar un tesoro tan grande. No se trataba de unos cuantos cientos de monedas de oro, que podían enterrarse muy fácilmente debajo de una roca. Y es aquí cuando Macallan entra en escena. E indirectamente, y unos cuantos siglos después, nosotros. Porque Macallan escribió su diario en clave.

Palmeó los libros que tenía bajo el brazo.

—Éstos son libros sobre criptología —dijo—. Éste es el
Polygraphiae,
de Johannes Trithemius, publicado a fines del siglo XIV. Fue el primer tratado publicado en Occidente sobre el arte de descifrar códigos secretos. Y este otro es
De Furtivas Literarum Notis
, de Porta, un texto que todos los espías isabelinos conocían de memoria. Y tenemos una media docena más, que cubren todo el saber de la época sobre criptografía.

—Esto parece más difícil que los manuales de medicina de segundo año.

—En verdad, son fascinantes —respondió St. John entusiasmado.

—¿En aquella época era frecuente escribir en clave? —se interesó Hatch.

St. John emitió una risa áspera, parecida a la de una foca, que hizo estremecer sus rosadas mejillas.

—¿Frecuente? Más que eso; era prácticamente habitual, una de las artes fundamentales de la diplomacia y de la guerra. Los gobiernos de Inglaterra y España tenían departamentos especializados en formular sus propios códigos secretos, y en descifrar los de sus enemigos. Había incluso piratas que llevaban en su tripulación especialistas en criptografía. Después de todo, los documentos más interesantes de los barcos estaban escritos en clave.

—¿Y qué tipo de códigos utilizaban?

—Por lo general, se trataba de un nomenclátor, una larga lista de palabras que sustituían a otras. Por ejemplo, en un mensaje, la palabra «águila» podía ser reemplazada por «rey Jorge», y «doblones» sustituida por «narcisos». En ocasiones, una letra, un número o un símbolo reemplazaba a otra letra del alfabeto.

—¿Y la clave que utilizaba Macallan?

—La primera parte del diario está escrita utilizando un código de sustitución monofónico muy astuto. Con respecto a la segunda… aún estamos investigando.

—Ese es mi departamento —dijo Wopner, y en su voz se mezclaban el orgullo y los celos—. Lo tengo todo en el ordenador. —Pulsó una tecla, y en la pantalla apareció una larga lista de signos.

AB3 EJOLA W IEW D8P OL QS9MN WX 4JR 2K WN 18N7 WPDO EKS N2T YX ER9 W DF3 DEI FK IE DF9F DFS K DK F6RE DF3 V3E IE4DI 2F 9GE DF W FEIB5 MLER BLK BV6 FI PET BOP IBSDF K2LJ BVF EIO PUOER WBI3 OPDJK LBL JKF.

—Éste es el texto cifrado del primer código —dijo Wopner.

—¿Y cómo consiguió descifrarlo?

—¡Por favor! Las letras del alfabeto inglés aparecen en proporciones fijas. La E es la más común, y la X la menos frecuente. Hay que crear lo que nosotros llamamos un gráfico de contacto de los símbolos en clave y de las letras. Y el ordenador hace lo demás.

St. John agitó la mano con gesto despectivo.

—Kerry programa en el ordenador los ataques contra el código, pero yo aporto los datos históricos. Sin las antiguas tablas de signos, el ordenador no sirve de nada. No tiene otros conocimientos que los que nosotros hemos introducido en él.

Wopner giró en su silla y miró fijamente a St. John.

—¿Que no sirve de nada? Este menda que ves aquí habría descifrado el código sin tus preciosas tablas de signos. Le habría llevado un poco más de tiempo, pero lo habría conseguido.

—Sí, habrías tardado lo que veinte monos, apretando teclas al azar, tardan en escribir
El rey Lear
—dijo St. John, y se echó a reír.

—Ja ja. No mucho más que un tal St. John escribiendo con dos dedos en una máquina de escribir del año de la pera.

Wopner se volvió para hablar con Hatch.

—Bien, resumiendo una historia muy larga, esto es lo que hemos descifrado.

Volvió a teclear durante un instante y la pantalla se dividió en dos, mostrando a un lado el código y al otro el texto ya descifrado. Hatch lo leyó con avidez.

Dos de junio, Anno Dei 1696. El pirata Ockham se adueñó de nuestra flota, echó los barcos a pique y asesinó a todos nuestros hombres. Nuestro navío de guerra se rindió sin luchar, y el capitán encontró la muerte balbuceando como un niño. Sólo a mí me perdonaron la vida, y me llevaron encadenado al camarote de Ockham. El sinvergüenza me puso su sable en el pecho y dijo: Que Dios construya él mismo su maldita iglesia, porque yo tengo otro encargo para ti. Y luego colocó frente a mí los artículos. Que este diario sea testigo ante Dios de que me negué a firmar…

—Asombroso —musitó Hatch cuando llegó al final de la pantalla—. ¿Puedo leer un poco más?

—Voy a imprimir una copia para usted —dijo Wopner y apretó una tecla; una impresora comenzó a zumbar en algún lugar de la habitación.

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