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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (11 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Hatch advirtió de que el enfermero lo miraba de un modo raro, y poco después se dio cuenta de la razón: sin camisa y cubierto por una costra de lodo y sangre secos, no se parecía en nada a los médicos de Maine.

Se oyó un gemido, y el herido empezó a moverse en la camilla.

Una hora más tarde, Hatch se encontraba solo, en el silencio de un quirófano vacío, respirando el olor de los antisépticos y la sangre. Ken Field, el herido, estaba en el quirófano vecino, atendido por el mejor cirujano de Bangor. Las piernas no habían podido ser recuperadas, pero el hombre viviría. El trabajo de Hatch había terminado.

Respiró hondo y exhaló lentamente, intentando expulsar al mismo tiempo las toxinas acumuladas durante el día. Volvió a respirar hondo varias veces, y finalmente se apoyó en la mesa de operaciones y se apretó las sienes con los puños cerrados.

Esto no tendría que haber sucedido, susurraba una voz fría dentro de su cabeza.

Cuando recordaba que a la hora del accidente él se encontraba en el
Plain Jane
, comiendo y jugando con las gaviotas, se sentía enfermo. Se maldijo por no estar en la isla cuando se produjo el accidente y por haber permitido que los hombres empezaran a trabajar antes de que él tuviera su consulta preparada para asistirlos.

Nunca más, pensó furioso, nunca más.

Cuando comenzó a recuperar la calma, se dio cuenta de que ese día era la primera vez que pisaba la isla Ragged después de la muerte de su hermano. Durante la emergencia no había tenido tiempo para pensar. Ahora, en la oscuridad del quirófano, solo con sus pensamientos, Hatch tuvo que recurrir a todo su autodominio para contener los temblores que comenzaron a sacudirlo.

9

Doris Bowditch, agente de la propiedad inmobiliaria, subió los escalones de la casa del 5 de Ocean Lañe. Las viejas maderas del porche crujieron bajo su peso. Cuando se inclinó para probar la llave, sus brazaletes de plata tintinearon en su antebrazo con un sonido que a Hatch le recordó las campanillas de los trineos. Hubo alguna dificultad con la llave hasta que la mujer cogió el picaporte y abrió la puerta con una pequeña reverencia.

Hatch esperó a que entrara y luego la siguió al fresco y oscuro interior de la casa. Fue algo inmediato, que le golpeó como un puñetazo en el estómago: era el mismo olor a madera de pino, a antipolillas y a tabaco de pipa. Aunque no lo había percibido en veinticinco años, tuvo que resistir con todas sus fuerzas el impulso de retroceder y volver a la luz del día; aquel intenso aroma de su niñez amenazaba con derrumbar todas sus defensas.

—¡Bien! —Se oyó la alegre voz de Doris mientras cerraba la puerta—. Es una casa muy hermosa, ¿verdad? Siempre he dicho que es una pena que estuviera deshabitada tantos años. —Se dirigió al centro de la habitación como un torbellino vestido de rosa—. ¿Qué le parece?

—Muy bien —respondió Hatch, retrocediendo un paso.

El salón estaba tal como él lo recordaba; lo había visto por última vez el día que su madre finalmente cedió y se marcharon a Boston. Los sillones tapizados con una tela floreada; el antiguo sofá de lona, el cuadro de un barco, el
HMS Leander
, encima de la chimenea, el piano vertical, un Herkeimer, con su taburete redondo y su alfombrilla.

—Las calderas han sido revisadas —continuó Doris, sin darse cuenta del estado de ánimo de Hatch—, se han limpiado los cristales, hemos dado de alta la electricidad y el tanque de propano está lleno.

La mujer iba enumerando los detalles con sus dedos de largas uñas rojas.

—Tiene muy buen aspecto —observó Hatch, aturdido.

Fue hasta el viejo piano, lo abrió y deslizó sus manos por el teclado, recordando las tardes de invierno que había pasado luchando con alguna difícil composición de Bach. En el estante junto a la chimenea había un viejo juego de parchís, y al lado, un tablero de Monopoly que hacía muchos años había perdido la tapa. Los billetes rosados, amarillos y verdes del dinero del juego estaban arrugados y gastados por las innumerables partidas. En un estante un poco más arriba había varias barajas, sujetas por bandas de goma. Hatch sintió la puñalada de la nostalgia cuando recordó cómo jugaba al póquer con Johnny. Usaban cerillas de madera en lugar de fichas, y se producían vivas discusiones sobre qué tenía más valor, si una escalera real o un póquer servido. Aquello era como un museo de la memoria; cada doloroso recordatorio estaba en su lugar.

Cuando se marcharon sólo se habían llevado la ropa. El plan era estar fuera un mes, pero el mes se convirtió en una temporada, después en un año, y luego la casa no fue más que un sueño distante: cerrada e invisible, no se la mencionaba nunca pero de todas formas estaba allí, esperando. Hatch se preguntó una vez más por qué su madre no la había vendido, sobre todo cuando la situación económica se les hizo muy difícil. Y se preguntó también cuáles eran sus propias razones para conservarla durante tantos años después de la muerte de su madre.

Se dirigió al cuarto de estar y se acercó a la ventana salediza; desde allí veía la inmensidad azul del mar, brillando al sol de la mañana. En algún lugar del horizonte se encontraba la isla Ragged, que ahora descansaba después de haberse cobrado su primera víctima en veinticinco años. Después del accidente Neidelman había suspendido por un día la actividad. Los ojos de Hatch abandonaron el mar y se dirigieron al prado en la parte de atrás de la casa, una extensión verde que descendía en suave pendiente hasta la playa. Se dijo a sí mismo que no tenía por qué volver a la casa. Había otros lugares donde podía alojarse sin la pesada carga de los recuerdos. Pero esos lugares no estaban en Stormhaven. Aquella mañana, cuando venía hacia la casa, había visto a varios empleados de Thalassa a la puerta del único hotel, ansiosos por reservar una de las cinco habitaciones disponibles. Hatch suspiró. Ahora que estaba aquí no podía hacer las cosas a medias.

En la luz de la mañana flotaban motas de polvo. Hatch sintió que el tiempo se disolvía. Recordaba cuando acampaban con Johnny en el prado, los sacos de dormir sobre la hierba húmeda y perfumada, contando estrellas fugaces en el cielo.

—¿Recibió mi carta el año pasado? —se entrometió la voz de Doris—. Tenía miedo de que se hubiera extraviado.

Hatch se apartó de la ventana e intentó comprender lo que le decía la mujer, pero renunció casi de inmediato y volvió a retroceder en el tiempo. En un rincón había un cojín bordado por su madre, sin terminar, ahora desteñido en suaves tonos pastel. También estaba la librería con los libros de su padre —Richard Henry Dana, Melville, Slocum, Conrad, la biografía de Lincoln que había escrito Sandberg, y los dos estantes con las novelas policíacas de su madre—. Más abajo había una pila de revistas
Life
y la hilera amarilla del
National Geographic
. Fue hacia el comedor, y la agente inmobiliaria le siguió.

—Doctor Hatch, usted ya sabe que es muy caro mantener una casa antigua como ésta. Yo siempre he dicho que es demasiada casa para una sola persona… —dejó la frase inconclusa y sonrió de oreja a oreja.

Hatch recorrió lentamente el comedor, deslizó la mano por la mesa de ala abatible y sus ojos se pasearon por las litografías de Audubon que decoraban las paredes. Después fue a la cocina. Allí estaba la vieja nevera, con sus detalles de acero cromado. En la puerta todavía había un papel sujeto con un imán. «¡Mamá, quiero fresas!», había escrito con letra adolescente. Se demoró en la zona donde tomaban el desayuno; la mesa llena de cicatrices y los bancos le traían recuerdos de batallas con la comida como proyectil, y de leche derramada; memorias de su padre, sentado muy digno en medio de un caos amistoso, contando historias de marinos con su voz lenta, mientras se le enfriaba la cena. Y más tarde, él y su madre solos en la mesa, su madre encorvada por la pena, el sol de la mañana iluminando su pelo gris y las lágrimas que caían en la taza de té.

—De todos modos, en aquella carta yo le hablaba de ese matrimonio joven de Manchester, con dos hijos pequeños. Una gente encantadora. Desde hace unos cuantos veranos alquilan la casa de Figgins, y ahora quieren comprar una propiedad.

—Claro, lo comprendo —murmuró Hatch sin prestarle mucha atención.

El rincón del desayuno daba al prado, donde los manzanos estaban grandes y descuidados. Hatch recordaba las mañanas de verano, cuando la bruma se levantaba sobre los campos y los venados venían del bosque al amanecer a comer manzanas.

—Tengo entendido que están dispuestos a pagar más de doscientos cincuenta mil dólares. ¿Quiere que los llame? Sin ningún compromiso, claro está.

Hatch se esforzó por prestarle atención.

—Perdón, ¿qué decía…?

—Le preguntaba si ha pensado en vender la casa.

—¿Vender? —repuso lentamente—. ¿La casa?

Doris Bowditch no perdió su incombustible sonrisa.

—Yo había pensado que, siendo usted soltero… ya sabe, me parecía poco práctico mantener una casa como ésta… —dijo, y por un instante pareció titubear, pero luego recuperó su firmeza.

Hatch contuvo su primer impulso. En una ciudad pequeña como Stormhaven había que andarse con cuidado.

—Yo no pienso así —respondió con tono neutro.

Se dirigió hacia la sala de estar, y de allí a la puerta, con la mujer pisándole los talones.

—No estoy hablando de una venta inmediata, claro está… —dijo con tono vivo—. Si usted encuentra el… el tesoro, ya sabe… Bueno, supongo que no les llevará mucho tiempo, ¿verdad? Con tantos hombres y equipos como tienen… —La expresión de la agente inmobiliaria se ensombreció por un momento—. Pero lo de ayer fue terrible, ¿no? Esos dos hombres que murieron…

Hatch la miró.

—¿Dos hombres? No murieron dos hombres, Doris. En realidad no murió nadie. Aunque hubo un accidente, eso sí. Pero ¿dónde ha oído usted todo eso?

Ella parecía desconcertada.

—Me lo ha dicho Hilda McCall, la dueña de la peluquería. De todas formas, cuando usted sea dueño de esa fortuna, no querrá quedarse aquí, y entonces quizá desee…

Él se adelantó y le abrió la puerta.

—Gracias, Doris —dijo con una sonrisa forzada—. La casa está en muy buen estado.

Ella se detuvo junto a la puerta.

—Ese matrimonio joven del que le he hablado, usted sabe, el marido es un abogado muy conocido. Tienen dos hijos, un niño y una…

—Gracias, Doris —repitió Hatch con más firmeza.

—Bueno, nos alegramos mucho de que esté aquí. Yo no creo que una oferta de doscientos cincuenta mil dólares esté mal para una casa de veraneo…

Hatch salió a la terraza y se alejó unos pasos, para que Doris, si quería que él la siguiera escuchando, viniera tras él.

—Los precios de la propiedad inmobiliaria están ahora muy altos, doctor Hatch —dijo ella tan pronto como cruzó el umbral—. Pero como yo he dicho siempre, no se sabe cuándo comenzaran a bajar. Hace ocho años…

—Doris, usted es un encanto y la recomendaré a todos mis amigos médicos que quieran mudarse a Stormhaven. Muchas gracias por todo, y envíeme la cuenta.

Hatch entró rápidamente en la casa y cerró la puerta. Esperó en el vestíbulo, preguntándose si la mujer tendría el descaro de llamar de nuevo. Pero Doris sólo se quedó unos instantes en la terraza, indecisa, y luego se dirigió a su coche, con su sonrisa de siempre en el rostro. Hatch pensó que un seis por ciento de comisión sobre doscientos cincuenta mil dólares era mucho dinero en Stormhaven. Recordaba haber oído que el marido de Doris era un borracho y que el banco se había quedado con su barco.

No puede saber cómo me siento, pensó, y sintió un poco de pena por Doris Bowditch, agente de la propiedad inmobiliaria.

Se sentó al piano en el pequeño taburete y tocó suavemente el primer acorde del
Preludio en mi menor
, de Chopin. Le sorprendió gratamente que hubieran afinado el piano. Doris al menos había seguido fielmente sus instrucciones: «Limpie la casa y déjelo todo en condiciones, pero no toque ni cambie nada de lugar.» Tocó el preludio muy suavemente,
pianissimo
, esforzándose por no pensar en nada más. Era difícil asumir que no había tocado esas teclas, ni se había sentado en ese taburete, ni había pisado los suelos de madera de la casa en veinticinco años. Dondequiera que mirase, la casa le ofrecía recuerdos de una infancia feliz. Sí, había sido feliz. Solamente el final era insoportable. Si tan sólo…

Se esforzó en no oír la voz helada y persistente.

Doris había dicho que murieron dos hombres. Eso era realmente exagerado, incluso para los cotilleos de una ciudad pequeña. Por el momento, parecía que la ciudad aceptaba a los visitantes con una especie de hospitalaria curiosidad. La llegada de gente nueva era una buena noticia para los comerciantes. Pero Hatch sabía que alguien debía asumir el papel de portavoz de Thalassa. De otro modo, toda clase de historias extrañas surgirían en los mentideros del supermercado de Bud o de la peluquería de Hilda. Se dio cuenta, desolado, de que él era la única persona capacitada para ese trabajo.

Permaneció sentado al piano otro minuto. Con un poco de suerte, el viejo Bill Banns todavía sería el director del periódico local. Se puso de pie, suspirando, y fue a la cocina. Allí le esperaban un bote de café soluble y, si Doris no había olvidado darlo de alta, un teléfono.

10

El grupo que a la mañana siguiente se encontraba reunido alrededor de la antigua mesa de arce, en la timonera del
Griffin
, era muy distinto de la multitud ruidosa y entusiasta que tres días antes había rodeado al barco dando vivas. Cuando Hatch se reunió con ellos, observó que, después del accidente, los componentes del pequeño grupo parecían menos entusiastas, e incluso desmoralizados.

Hatch echó un vistazo al centro neurálgico del barco de Neidelman. Las grandes ventanas curvas permitían una visión ininterrumpida de la isla, el mar y el continente. La timonera había sido construida en palisandro del Brasil y bronce, con un intrincado techo de madera taraceada, y la habían restaurado muy cuidadosamente. En una caja de cristal junto a la bitácora se hallaba un aparato que parecía ser un sextante holandés del siglo XVII, y la rueda del timón era de una exótica madera negra. Los armarios de palisandro, a ambos lados del timón, guardaban una imponente colección de equipos de alta tecnología, incluyendo las pantallas del lorán, del sonar, y de un indicador por satélite de posición. La pared trasera de la timonera alojaba una cantidad no menos impresionante de instrumentos electrónicos desconocidos para Hatch. El capitán aún no había salido de sus habitaciones privadas: la puerta baja de madera, situada entre los instrumentos de la pared trasera, estaba cerrada. En la pared, encima de la puerta, colgaba una vieja herradura, y en una placa de bronce sobre la puerta misma se leía, en letras discretas pero muy claras, PRIVADO. En la habitación nadie hablaba, y sólo se oían los crujidos de los calabrotes y el suave golpeteo del agua contra el casco de la nave.

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