El pozo de la muerte (9 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—Hay gente que dice que en el fondo del Pozo de Agua no hay ningún tesoro. A esos incrédulos, yo les digo: miren esto.

El sol poniente teñía de rosa el agua y los barcos. Neidelman se volvió de cara a las ventanas delanteras de la timonera. Cogió un pequeño martillo y un clavo, apoyó la viruta de oro contra la pared, cerca del techo de la timonera, y de un solo golpe, la clavó en la madera. Se dio la vuelta para mirar otra vez a la compañía, el oro reluciendo a su espalda.

—En la actualidad, el resto del tesoro de Ockham sigue en el fondo del pozo, a resguardo del sol, de la lluvia y de los intrusos desde hace tres siglos. Pero mañana comienza el final de este largo período de reposo. Porque hemos hallado la clave que se había perdido. Y antes de que termine el verano, el tesoro despertará de su sueño de siglos.

Hizo una pausa y recorrió con la mirada la flota.

—Nos aguarda una tarea muy dura —continuó—. Tenemos que limpiar la basura que dejaron las búsquedas anteriores y hacer que el suelo de la isla sea otra vez seguro. Tenemos que determinar la localización del pozo original y cegar el canal subterráneo que permite que entre el agua del mar. Tenemos que vaciar mediante bombas el agua que quede y apuntalar el pozo para poder seguir cavando hasta encontrar la cámara del tesoro. El reto es muy grande. Pero estamos equipados con la tecnología necesaria para vencer. Tenemos que vérnoslas con una de las creaciones más ingeniosas de una mente privilegiada del siglo XVII. Pero el Pozo de Agua no podrá con las armas del siglo XX Y con la ayuda de todos los aquí reunidos, haremos que esta operación de rescate sea la más grande —y la más famosa—, de todos los tiempos.

Todos comenzaron a aplaudir, pero Neidelman los hizo callar con un gesto.

—Hoy está entre nosotros el doctor Malin Hatch. Esta empresa será posible gracias a su generosidad. Y él, más que nadie, sabe que estamos aquí por algo más que las riquezas materiales. Estamos aquí por la historia, estamos aquí por el conocimiento. Y también para que los sacrificios de aquellos valientes que lo intentaron antes que nosotros no fueran en vano.

Saludó con una leve inclinación de cabeza y luego retrocedió. Hubo una ráfaga de aplausos, una delgada catarata de sonido que se deslizó sobre las olas, e inmediatamente después toda la compañía estalló en vítores, los brazos en alto y las cabezas echadas hacia atrás. Un grito de emoción, alegría y entusiasmo se alzó alrededor del
Griffin
. Hatch se dio cuenta de que él también estaba dando vivas, y por un instante, mientras una lágrima solitaria le resbalaba por la cara, tuvo la absurda sensación de que Johnny miraba por encima de su hombro, interesado por lo que estaban haciendo, esperando con ansia el momento en que por fin podría descansar en paz.

8

Un día después, Hatch estaba al timón del
Plain Jane
, y miraba la intensa actividad que había en la zona. Aunque intentaba reprimir sus sentimientos, se sentía cada vez más excitado. A su lado, dos monitores de comunicación —un escáner de banda reducida, que cubría todos los canales de la expedición, y una radio sintonizada en la frecuencia destinada al equipo médico— emitían ocasionales ruidos estáticos y jirones de conversaciones. El mar estaba en calma y soplaba una suave brisa. La eterna niebla era hoy menos espesa, como una suave gasa que rodeaba la isla. Era un día perfecto para descargar, y el capitán Neidelman lo estaba aprovechando al máximo.

El
Plain Jane
estaba anclado en el mismo lugar que la noche antes —poco más allá de los arrecifes—, pero el paisaje había cambiado de manera radical. Las tareas habían comenzado poco después del atardecer y con el comienzo del día la actividad se había vuelto frenética. La gran barcaza estaba anclada cerca de la costa oriental mediante enormes cadenas que el equipo de submarinistas había atornillado al suelo rocoso del mar. Y ahora estaban amarrando la grúa flotante de cien toneladas al extremo occidental de la isla, y el largo brazo hidráulico colgaba sobre la playa como la cola de un escorpión, listo para recoger los restos que habían dejado doscientos años de búsquedas del tesoro. A la sombra de la grúa estaba atracado el
Griffin
, la nave capitana de Neidelman. Desde su puesto, Hatch veía la erguida y delgada silueta del capitán en el puente superior, supervisando todas las operaciones.

El barco donde se llevaban a cabo todas las investigaciones, el
Cerberus
, permanecía más allá del círculo de niebla, silencioso e inmóvil, como si no se dignara acercarse a tierra. Las lanchas
Naiad
y
Grampus
habían llevado a los hombres a tierra por la mañana muy temprano, y ahora estaban muy ocupadas lejos de la costa. Hatch dedujo, por los movimientos de la
Naiad
, que estaba trazando el mapa del suelo marino. La
Grampus
, por su parte, estaba realizando estudios de la propia isla, utilizando aparatos con los que Hatch no estaba familiarizado.

El joven continuó observando las actividades que se realizaban en su entorno hasta que finalmente su mirada se posó en la isla. Todavía sentía un malestar que era casi físico cuando la miraba. Quizá nunca desaparecería del todo. Pero había tomado una decisión, y había sido como quitarse una pesada carga de encima. Cada mañana se despertaba más convencido de que su decisión había sido la correcta. La noche anterior incluso había comenzado a pensar en todo lo que podría hacer con una suma cercana a los mil millones de dólares. Y no lo había dudado un instante: pondría hasta el último centavo de ese dinero en una fundación que llevaría el nombre de su hermano.

Algo blanco que se movía en la isla captó su atención antes de desaparecer de nuevo entre la bruma. Hatch sabía que los hombres ya estaban trabajando sobre el terreno, localizando antiguos pozos, tendiendo cuerdas para acotar los senderos seguros, y examinando la basura escondida entre los matorrales para proceder luego a retirarla.

—Altas ortigas / —recitó Hatch—, que ocultan, como tantas veces lo han hecho, / las fuentes, la rastra herrumbrada, el arado ya sin filo, / la aplanadora de piedra.

Sabía también que otros equipos estaban tomando muestras de las vigas de los innumerables pozos y galerías. En el laboratorio del
Cerberus
investigarían luego su antigüedad mediante el método del carbono 14, para poder así descubrir cuál era el Pozo de Agua originario. Cogió los prismáticos y examinó lentamente el terreno hasta que localizó a uno de los equipos, pálidas apariciones en la niebla. Avanzaban lentamente, desplegados en una fila irregular, e iban despejando su camino entre la maleza con hoces y hachas, deteniéndose ocasionalmente para tomar fotografías o garrapatear notas. Uno de los hombres llevaba un detector de metales que movía lentamente en semicírculos; otro tanteaba el suelo con un instrumento largo y estrecho. A la cabeza del grupo iba un perro pastor alemán que olfateaba diligente el suelo.

Debe de estar entrenado para detectar explosivos, pensó Hatch.

En total había unas cincuenta personas trabajando en la isla. Todos eran empleados de Thalassa, y muy bien pagados. Neidelman le había contado que, exceptuando a un reducido grupo de elegidos, unas seis personas que en lugar de salarios recibirían una parte de los beneficios, los trabajadores cobrarían veinte mil dólares. No estaba mal, considerando que la mayoría se marcharían de la isla a los quince días, tras completar las instalaciones y asegurar la estabilidad del terreno.

Hatch continuó examinando la isla. En el extremo norte, la única zona segura donde se podía caminar sin peligro, habían construido un muelle y un embarcadero. El remolcador estaba descargando un revoltillo de materiales: generadores, tanques de acetileno, compresores y conmutadores electrónicos. Sobre la playa ya había pilas bien ordenadas de hierros angulares, láminas de estaño ondulado y de madera contrachapada y vigas de madera. Un vehículo todoterreno con grandes ruedas arrastraba un remolque cargado con diversos equipos por el improvisado sendero. Cerca de allí, un grupo de técnicos estaba empezando a instalar una red telefónica en la isla, y otros montaban casetas prefabricadas. A la mañana siguiente, Hatch ocuparía una de ellas, su nuevo despacho. Era asombroso lo rápido que iba todo.

Pero Hatch no tenía ninguna prisa en desembarcar en la isla. Ya iré mañana, se dijo.

Oyó un ruido sordo cuando descargaron un pesado bulto en el muelle. El agua transmitía muy bien los sonidos. Hatch sabía que, incluso sin la ayuda de Bud Rowell, en todo Stormhaven se estaría hablando de su regreso y de la frenética actividad que había en la isla. Se sentía un poco culpable por no haberle contado toda la historia a Bud dos días antes. Aunque era probable que el tendero se la hubiera imaginado. Hatch se preguntó qué estaría diciendo la gente. Quizá algunos recelaban de sus motivos para regresar. Allá ellos, él no tenía nada de qué avergonzarse. Aunque la declaración de quiebra de su abuelo había exonerado a la familia de todas sus responsabilidades legales, su padre había pagado, con gran esfuerzo y a lo largo de muchos años, todas sus deudas. Era raro encontrar un hombre tan bueno como su padre. Y esa bondad era lo que hacía su grotesco, patético final aún más doloroso… Hatch le volvió la espalda a la isla y se negó a seguir pensando en su historia familiar.

Miró la hora. Eran las once; en Maine, la hora de la comida. Bajó a saquear la nevera, y regresó a cubierta con un bocadillo de langosta y una botella de ginger-ale. Se sentó en la silla del capitán, apoyó los pies en la bitácora y comió con excelente apetito. Es curioso el efecto que tiene el aire de mar, pensó. Siempre da hambre.

Quizá debería investigar esa propiedad para la
Revista del Colegio de Médicos de Estados Unidos.
A Bruce, su ayudante de laboratorio, no le vendría mal una buena dosis de aire de mar. O de aire libre de cualquier lugar, en verdad.

Mientras comía, una gaviota se posó en unos cabos y lo miró con curiosidad. Hatch sabía que los pescadores de langostas las odiaban —decían que eran ratas con alas—, pero él siempre había tenido una cierta debilidad por esos pájaros ruidosos y devoradores de basura. Tiró un trozo de langosta en el aire; la gaviota lo cogió y remontó el vuelo, perseguida por otras dos aves. Muy pronto regresaron las tres y se posaron en el pasamano de la borda, y miraron a Hatch con ojos hambrientos. Ahora sí que la he hecho buena, pensó él, y cogiendo otro trozo de langosta se lo arrojó a la gaviota del medio.

En un instante los tres pájaros levantaron vuelo batiendo las alas. La diversión de Hatch se convirtió en sorpresa cuando se dio cuenta de que no estaban persiguiendo el trozo de langosta, sino que huían a toda prisa, rumbo a tierra firme. Y un segundo después de que partieran, el trozo de langosta golpeaba la cubierta con un ruido sordo.

Mientras miraba las gaviotas con ceño, sintió que un estremecimiento convulsivo pasaba bajo sus pies. Se puso en pie de un brinco, pensando que la cadena del ancla se había roto y el
Plain jane
había encallado. Pero la cadena aún estaba tensa. El cielo estaba despejado, salvo por el delgado velo de niebla que circundaba la isla. Escudriñó el paisaje que le rodeaba en busca de alguna actividad inusual. ¿Habrían estado dinamitando? No, aún era demasiado pronto para eso…

Y entonces su mirada se dirigió hacia la zona del océano que quedaba justo dentro del arrecife, a unos ochenta metros del
Plain Jane
.

En un círculo de unos diez metros de diámetro la plácida superficie del agua estaba muy agitada. Una masa de burbujas hacía hervir la superficie. Hubo un segundo estremecimiento y otra explosión de burbujas. Cuando se desvanecieron, la superficie del agua comenzó a moverse en sentido contrario a las agujas del reloj; lentamente al principio y luego más rápido. En el centro apareció una depresión, que casi de inmediato se convirtió en un embudo.

Un remolino, pensó. ¿Qué demonios está pasando…?

Un ruido en el escáner hizo que Hatch corriera a la timonera. Se oían gritos histéricos en todas las bandas: primero fue una voz, luego varias.

«¡Hay un hombre abajo! —se oyó por entre la algarabía—. ¡Tiradle la cuerda! —gritó otra voz—. ¡Cuidado! ¡Esas vigas ya no aguantan más!», se oyó luego.

De repente, comenzó a transmitir la radio privada de Hatch.

—¿Nos oye, Hatch? —Se oyó la voz cortante de Neidelman—;. Tenemos un hombre atrapado en la isla.

—Comprendido —respondió Hatch, poniendo el motor en marcha—. Llevaré el barco al muelle ahora mismo.

Un golpe de viento disipó en parte la niebla, y Hatch vio un grupo de hombres vestidos de blanco, cerca del centro de la isla, que desplegaban una actividad frenética.

—Olvídese del muelle —se oyó otra vez a Neidelman, y en su voz había una nota de urgencia—. No hay tiempo. Estará muerto en cinco minutos.

Hatch miró con desesperación alrededor. Después apagó los motores, cogió el maletín y arrastró la lancha del
Plain Jane
al costado del barco. Desató luego la cuerda de la abrazadera, la arrojó dentro de la lancha, y después saltó él. La lancha se escoró peligrosamente bajo su peso. Medio arrodillado, medio caído sobre el asiento de popa, Hatch tiró de la cuerda para poner el motor en marcha. El fuera borda arrancó con un fuerte zumbido. Hatch cogió el mando y dirigió la pequeña lancha hacia el círculo de arrecifes. Cerca del extremo sur había dos angostas brechas entre las ásperas rocas. Confiaba en recordar dónde estaban.

A medida que se acercaban a la costa, Hatch veía que el agua bajo la proa cambiaba del gris sin fondo al verde de las zonas menos profundas.

Si tan sólo el oleaje fuera más intenso, pensó, podría ver las rocas entre ola y ola.

Miró la hora; no podía perder el tiempo pensando en su propia seguridad. Respiró hondo y aceleró. La lancha pareció volar por encima del agua y la verde silueta de los arrecifes sumergidos se fue haciendo más clara a medida que el agua se hacía menos profunda. Hatch se aferró al volante, preparándose para el impacto.

Un instante después ya había cruzado la barrera de arrecifes y el mar se hacía de nuevo profundo. Dirigió la lancha hacia una pequeña playa de guijarros entre los dos Whalebacks, manteniendo la misma velocidad hasta el último segundo. Después apagó el motor y giró de manera que la hélice quedara fuera del agua. Sintió el golpe cuando la proa de la lancha golpeó la playa y se deslizó sobre los guijarros.

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