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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (22 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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—¿Usted está interesado en la botánica? —preguntó Hatch.

—Estoy interesado en los continentes nuevos —respondió Neidelman, mirando fijamente el fuego—. Pero he nacido demasiado tarde. Ya no quedan continentes por descubrir.

El capitán sonrió, disimulando la melancolía de su mirada.

—Pero en el Pozo de Agua ha encontrado un enigma digno de su atención.

—Sí —contestó Neidelman—, quizá sea el único misterio que queda. Me imagino que los retrocesos como el que hemos sufrido hoy no deberían desanimarme. Los grandes misterios no revelan tan fácilmente sus secretos.

Bebieron sin hablar. Hatch pensó que la mayoría de la gente se sentía incómoda cuando se producía un silencio en una conversación, pero Neidelman parecía encontrarse a gusto.

—Hay algo que quisiera preguntarle —dijo por fin el capitán—. ¿Qué le ha parecido el recibimiento que nos hizo ayer la ciudad en la fiesta de la langosta?

—En general, la gente está contenta con nuestra presencia. Somos una bendición para los negocios del lugar.

—Sí, pero ¿qué quiere decir con ese «en general»?

—Bueno, no todos son comerciantes en Stormhaven. —Hatch decidió que era mejor hablar con franqueza—. Me parece que las autoridades religiosas se oponen a nosotros por razones morales.

Neidelman sonrió con ironía.

—De modo que no le gustamos al pastor, ¿no? Después de dos mil años de asesinatos, inquisición e intolerancia, parece mentira que un sacerdote cristiano aún crea tener alguna autoridad moral.

Hatch se revolvió un tanto incómodo. Este Neidelman era más irónico y frívolo, muy distinto de la fría figura que pocas horas antes había ordenado que las bombas funcionaran a un nivel realmente peligroso.

—La Iglesia le dijo a Colón que sus barcos se caerían de la tierra. Y forzó a Galileo a renegar públicamente de su más grande descubrimiento. —Neidelman sacó la pipa del bolsillo y cumplió paso a paso el complicado ritual de encenderla—. Mi padre era un pastor luterano —dijo mientras apagaba la cerilla—, y después de esa experiencia, no quiero saber nada más de ninguna iglesia.

—¿Usted no cree en Dios? —preguntó Hatch.

Neidelman lo miró sin decir nada. Después agachó la cabeza.

—Si he de ser honesto, a menudo he deseado creer. La religión tenía un papel tan importante en mi infancia que ahora que no la tengo a veces me siento vacío. Pero soy de aquellas personas que no pueden creer sin pruebas. Es algo que no puedo evitar, necesito pruebas. —El capitán tomó unos sorbos de oporto—. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Usted es creyente?

—Sí, lo soy —le respondió Hatch.

Neidelman continuó fumando su pipa en silencio, como esperando.

—Pero no es un tema del que me guste hablar —dijo Hatch al cabo de un instante.

Neidelman sonrió.

—Muy bien —dijo—. ¿Un poco más de oporto?

Hatch le tendió la copa.

—Pero el pastor no fue la única opinión crítica que he escuchado —prosiguió luego—. Un viejo amigo mío, profesor de historia natural, está convencido de que vamos a fracasar.

—¿Y qué piensa usted? —le preguntó Neidelman sin mirarlo, ocupado sirviendo el oporto.

—Yo no estaría aquí si creyera que vamos a fracasar. Pero mentiría si le dijera que lo que ha pasado hoy no me ha hecho dudar.

—Malin, no puedo condenarlo por eso —le dijo Neidelman con amabilidad y le devolvió la copa—. Le confieso que cuando las bombas fallaron yo también tuve un instante de desesperación. Pero estoy firmemente convencido de que triunfaremos. Y ahora veo en qué nos hemos equivocado.

—Me imagino que hay más de cinco túneles —dijo Hatch—. O tal vez es una trampa hidráulica que nos han tendido.

—Sin duda. Pero no era eso lo que yo quería decir. Hasta ahora, habíamos concentrado toda nuestra atención en el Pozo de Agua, y me he dado cuenta de que él no es nuestro enemigo.

Hatch arqueó las cejas en una muda interrogación, y el capitán lo miró con los ojos encendidos de emoción y la pipa apretada en un puño.

—No —continuó el capitán—, nuestro enemigo es un hombre. Es Macallan, el arquitecto. Todo el tiempo ha estado un paso por delante de nosotros. Ha previsto nuestros movimientos, y los de todos los que han intentado encontrar el tesoro.

Dejó la copa sobre una mesa y se dirigió hacia una pared, donde abrió un panel de madera y dejó al descubierto una pequeña caja de caudales. Apretó varios botones y la puerta de la caja de caudales se abrió. Sacó algo del interior y lo dejó sobre la mesa, delante de Hatch. Era un volumen en cuarto y encuadernado en piel.
Sobre las estructuras sagradas,
el libro que había escrito Macallan. El capitán lo abrió con mucho cuidado, acariciándolo con sus largos dedos. En los márgenes, muy cerca de los textos impresos, aparecía una escritura en tinta marrón claro, que se parecía a una acuarela: había línea tras línea de caracteres monótonos, interrumpidas ocasionalmente por un pequeño dibujo lineal de uniones, arcos, riostras y encofrados.

Neidelman le mostró la página.

—Si el Pozo de Agua es la armadura de Macallan, entonces ésta es la juntura por donde podemos introducir el puñal. Muy pronto habremos descifrado la segunda mitad del código, y tendremos entonces la llave del tesoro.

—¿Por qué está tan seguro de que el diario guarda el secreto del pozo? —preguntó Hatch.

—Es la única explicación posible. ¿Por qué, si no, llevaba un diario que no sólo estaba cifrado, sino también escrito en tinta invisible? Recuerde, Red Ned Ockham necesitaba a Macallan para construir una fortaleza inexpugnable para guardar su tesoro. Una fortaleza que no sólo pudiera resistir a los ladrones, sino que pusiera en peligro sus vidas, que pudiera hacer que se ahogaran, o murieran aplastados. Pero cuando se crea una bomba también se conoce el mecanismo para desactivarla. Macallan tenía que crear la trampa, pero también inventar una entrada para que Ockham pudiera acceder a. su tesoro siempre que quisiera hacerlo. Puede que fuera un túnel secreto, o tal vez una determinada manera de inutilizar las trampas. Y Macallan tuvo que dejarlo escrito en algún lugar. Pero en su diario hay algo más que la clave del Pozo de Agua; también nos permite saber cómo era Macallan y cómo pensaba. Y es a él a quien tenemos que vencer.

Neidelman hablaba con la misma voz baja y extrañamente enérgica que Hatch le había oído en las primeras horas de la jornada.

El médico se inclinó sobre el libro y aspiró el olor a moho, piel, polvo y carcoma.

—Hay algo que me sorprende —dijo—, y es el hecho de que un arquitecto, secuestrado por los piratas y obligado a trabajar para ellos, tuviera la presencia de ánimo de llevar un diario secreto.

Neidelman hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, no es el acto de un cobarde, o de un hombre atemorizado. Quizá deseaba que la posteridad recordara su construcción más inteligente. Es muy difícil saber qué lo impulsaba. Al fin y al cabo, él mismo era una especie de código secreto. Después de que dejara Cambridge, hay en su vida un intervalo de tres años en los que parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Y su vida privada continúa siendo un enigma. Mire esta dedicatoria.

Neidelman pasó con cuidado la primera página y le dio el libro a Hatch.

«El autor dedica respetuosamente este humilde libro a Eta Onis, que le señaló el camino.»

—Hemos removido cielo y tierra, pero no hemos podido averiguar quién era Eta Onis —continuó Neidelman—. ¿Era la maestra de Macallan? ¿Su confidente? ¿Su amante? —El capitán cerró con cuidado el libro—. Y lo mismo nos ha sucedido con el resto de su vida.

—Me avergüenza decirlo, pero hasta que usted vino a verme, yo no había oído hablar de él —dijo Hatch.

—Casi nadie lo conoce. Pero en su época fue un visionario, un verdadero hombre renacentista. Nació en 1657, y era el hijo ilegítimo de un conde. Macallan, como Milton, afirmaba haber leído todo lo que se había publicado en inglés, latín y griego. Estudió leyes en Cambridge y al parecer su destino era una vicaría, pero se convirtió secretamente al catolicismo. Se dedicó entonces a las artes, la filosofía y las matemáticas. Y también era un atleta extraordinario, capaz de lanzar tan alto una moneda que golpeaba el techo de la catedral más grande que construyó.

Neidelman guardó el libro en la caja de caudales.

—Y en toda su obra es evidente su interés por la hidráulica. En este libro describe un ingenioso acueducto y un sistema de sifón que diseñó para proveer de agua a la catedral de Houndsbury. También dibujó un sistema de compuertas hidráulicas para el canal de Severn. No llegó a construirse (en aquella época la idea parecía una locura), pero Magnusen ha realizado un modelo a escala y piensa que habría funcionado muy bien.

—¿Ockham se había propuesto especialmente hacer prisionero a Macallan?

—Es tentador pensar que fue así, ¿verdad? Pero es incierto. Lo más probable es que se tratara de una de esas peculiares coincidencias que se dan en la historia.

—¿Y cómo llegó ese libro a sus manos? —preguntó Hatch señalando con un gesto la caja de caudales—. ¿Fue también una coincidencia?

La sonrisa de Neidelman se hizo más amplia.

—No, no exactamente. Cuando comencé a investigar el tesoro de la isla Ragged, también investigué a Ockham. Su nave principal fue encontrada a la deriva, con todos los miembros de la tripulación muertos. Fue remolcada hasta Plymouth y sus contenidos vendidos en subasta pública. Conseguimos en el Archivo Nacional de Londres la lista de los objetos subastados, y figuraba un baúl lleno de libros que había pertenecido al capitán de la nave. Ockham era un hombre culto, y yo pensé que aquélla sería su biblioteca personal. Me llamó la atención uno de los libros,
Sobre las estructuras sagradas
. Destacaba entre los mapas, la pornografía francesa y los libros náuticos que componían el resto de la biblioteca. Me llevó cerca de tres años seguirle el rastro, y finalmente conseguí encontrarlo entre un montón de libros antiguos en la cripta de una iglesia medio en ruinas de Escocia.

Neidelman estaba de pie cerca de la chimenea, y hablaba en voz baja, como en sueños.

—Jamás olvidaré cuando lo abrí por primera vez y me di cuenta de que las feas manchas de los márgenes eran de «tinta blanca», que el paso del tiempo había vuelto visible. Y en ese momento supe que el Pozo de Agua y su tesoro serían míos.

El capitán se quedó callado, la pipa apagada en la mano; el resplandor de las brasas de la chimenea iluminaba tenuemente la habitación en penumbras.

21

Kerry Wopner caminaba airoso por la calle empedrada, silbando la melodía
de La guerra de las galaxias
. De vez en cuando se detenía ante alguna de las tiendas de la calle el tiempo necesario para soltar un bufido de desprecio. Todas le parecían insignificantes. Como la ferretería Coast to Coast, que para Wopner sólo tenía herramientas y material de la época anterior a la revolución industrial. Sabía muy bien que no había una tienda decente de material informático en quinientos kilómetros a la redonda. Y en cuanto a los donuts, tendría que cruzar medio país hasta encontrar alguien que al menos supiera lo que la palabra quería decir.

Se detuvo bruscamente frente a un blanco edificio Victoriano. Tenía que ser allí, aunque parecía más una casa antigua que una oficina de correos. La gran bandera de Estados Unidos que colgaba de un mástil en la galería delantera, y el cartel clavado en el césped del jardín, que decía «Oficina de Correos de Stormhaven», no podían mentir. Pero cuando empujó la puerta, Wopner vio que en verdad era una casa: la oficina de correos ocupaba la sala de enfrente, y un fuerte olor a comida señalaba que la frontera de la domesticidad estaba muy cerca.

Wopner miró a su alrededor, y observó con ojo crítico los viejos apartados de correos y los carteles de los delincuentes más buscados, que tenían al menos diez años de antigüedad. Su mirada se posó finalmente en el mostrador de madera y en el letrero que ponía:
ROSA POUNDCOOK, ADMINISTRADORA DE CORREOS
. La poseedora de este cargo estaba sentada en un extremo del mostrador, bordando en punto de cruz una goleta de cuatro palos dibujada sobre un paño blanco. Wopner advirtió, con sorpresa, que no había cola. En realidad, él era el único cliente.

—Discúlpeme —dijo acercándose al mostrador—. ¿Esta es la oficina de correos?

—Claro que sí —respondió Rosa sin mirarlo, y tras dar un último punto al bordado, lo dejó con cuidado en el brazo del sillón y levantó la vista.

Cuando vio a Wopner dio un respingo y se llevó la mano a la barbilla, como para asegurarse de que las barbas de chivo del programador no eran contagiosas.

—Estoy esperando un paquete muy importante. Me lo enviarán con un servicio de mensajeros. Los servicios de mensajería llegan hasta aquí, ¿verdad?

Rosa Poundcook se levantó del sillón, y el bastidor con el bordado cayó al suelo.

—¿Usted tiene nombre? Quiero decir, ¿me puede decir su nombre, por favor?

—Me llamo Wopner, Kerry Wopner —respondió Wopner con una risa nasal.

La mujer comenzó a buscar en un pequeño archivo de madera lleno de recibos amarillos.

—W-h-o-p…

—No, Wopner, sin hache, y con una sola p.

—Ya veo —dijo Rosa, que se tranquilizó del todo cuando encontró el recibo—. Un momento, por favor.

Y tras dirigirle una última mirada de perplejidad, la mujer salió por una puerta en la parte trasera del salón.

Wopner se apoyó en el mostrador y comenzó a silbar. La puerta de enfrente se abrió con un crujido. Wopner se volvió y vio a un hombre alto y delgado. Wopner pensó que se parecía a Abraham Lincoln, tenía el mismo rostro demacrado y de ojos hundidos, y brazos y piernas muy largos. Vestía un sencillo traje negro con alzacuello, y en una mano llevaba varias cartas. Wopner apartó rápidamente la mirada, pero ya era tarde, y vio alarmado que el hombre se le acercaba. Wopner no había hablado nunca con un sacerdote y no pensaba empezar a hacerlo ahora. Cogió de inmediato uno de los folletos que tenía a su alcance y empezó a leer con gran atención acerca de una nueva emisión de sellos ilustrados con edredones realizados por la comunidad Amish.

—Hola, ¿cómo está? —saludó el hombre.

Wopner se volvió de mala gana y el pastor le tendió la mano con una sonrisa.

—Muy bien —le respondió, y tras un brevísimo apretón de manos siguió leyendo el folleto.

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