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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (24 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Entraron en el puerto, y Hatch condujo su barco hasta su amarradero.

—Estoy muy sucia, tengo que cambiarme —dijo Bonterre—, y tú tienes que ponerte algo mejor que esa chaqueta tan aburrida.

—A mí me gusta —protestó Hatch.

—Ustedes los americanos no saben vestirse. Necesitas un buen traje italiano de lino.

—Odio el lino, está siempre arrugado —contestó Hatch.

—¡Ahí está la gracia! —rió Bonterre—. ¿Qué talla tienes? ¿La cuarenta y dos?

—¿Cómo lo sabes?

—Soy muy buena para adivinar las medidas de los hombres.

23

Hatch pasó a buscarla a la puerta de la oficina de correos, y fueron caminando por las calles empedradas hasta el restaurante The Landing. Era una hermosa noche; el viento había disipado las nubes y el cielo parecía una inmensa bóveda llena de estrellas. Las pequeñas luces amarillas de la ciudad brillaban en ventanas y puertas, y Hatch pensó que Stormhaven representaba el pasado, un pasado remoto y amistoso.

—Es una ciudad encantadora —dijo Bonterre y lo cogió del brazo—. Saint Pierre, en la Martinica, donde yo vivía de niña, también es una ciudad hermosa, pero muy diferente. Es toda luz y color, no como aquí, donde todo es blanco y negro. Y allá hay mucha vida nocturna, y discotecas para desmadrarse a gusto.

—No me gustan las discotecas —dijo Hatch.

—Qué aburrido eres —le respondió ella con tono amable.

Llegaron al restaurante y el camarero, que reconoció a Hatch, los condujo de inmediato a una mesa. The Landing era muy acogedor; dos salones y un bar, decorados con redes, langosteras y flotadores de cristal. Hatch se sentó y echó un vistazo al lugar. Al menos la tercera parte de los clientes eran empleados de Thalassa.


Que de monde!
—susurró Bonterre—. Es imposible no encontrarse con gente de la compañía. No veo la hora de que Gerard los mande a todos de vuelta.

—Eso sucede siempre en las ciudades pequeñas. La única manera de no encontrarse con nadie es hospedarse en un barco. Y aún así, siempre hay alguien que te mira con su telescopio.

—No se puede follar en la cubierta, entonces —dijo Bonterre.

—No —respondió Hatch—. Nosotros los de Nueva Inglaterra siempre follamos bajo techo.

La joven sonrió con malicia, y Hatch pensó en los estragos que aquella mujer podía hacer entre la tripulación.

—¿Y qué has hecho hoy para ensuciarte tanto? —le preguntó. —Me parece que estás obsesionado con la suciedad —le replicó ella, frunciendo el ceño—. El barro es el mejor amigo de los arqueólogos —dijo, inclinándose sobre la mesa—. Y he hecho un pequeño descubrimiento en tu vieja y lodosa isla.

—¿Sí? ¿Qué has descubierto?

Ella bebió un sorbo de agua.

—Hemos descubierto el campamento pirata.

—Me estás tomando el pelo.


Mais non
! Esta mañana fuimos a examinar la zona más meridional de la isla. ¿Has visto ese lugar donde hay un gran peñasco, a unos diez metros de las rocas? Pues justamente allí donde el peñasco estaba erosionado por el agua, había un perfecto perfil del suelo. Un corte vertical, como hecho a medida para un arqueólogo. Y he podido localizar una capa de carbón.

—¿Y eso qué significa?

—Son los restos de una hoguera antigua. Peinamos el lugar con un detector de metales y empezamos a encontrar diversos objetos. Clavos de herraduras, una bala de mosquete, metralla. —La joven iba enumerando sus hallazgos con los dedos.

—¿Y por qué había clavos de herraduras?

—Usaban caballos para los trabajos pesados.

—¿Y dónde los conseguían?

—Me parece que usted no sabe nada de historia naval,
monsieur le docteur
. Era muy común llevar animales en los barcos. Caballos, cabras, cerdos y pollos.

Llegaron los platos que habían pedido, mariscos y langosta para Hatch, y un enorme bistec poco hecho para Bonterre. La arqueóloga comía con notable entusiasmo, y Hatch la miraba divertido: el jugo del bistec le manchaba la barbilla, y había en su rostro una expresión de intensa concentración.

—De todas formas —continuó hablando la joven, mientras pinchaba un gran trozo de carne con el tenedor—, después de estos descubrimientos, cavamos una zanja justo detrás de los peñascos. ¿Y qué piensa que encontramos? Más carbón, una depresión circular, y huesos de pavos y de ciervos. Rankin tiene algunos detectores y sondas de última generación que quiere pasar por el lugar, por si se nos escapa algo. Entretanto, hemos vallado el lugar y mañana comenzaremos las excavaciones. Mi pequeño Christopher se está convirtiendo en un excavador excelente.

—¿St. John está cavando?

—Claro que sí. Y he conseguido que se quitara esa chaqueta y esos espantosos zapatos. Una vez que se resignó a tener las manos sucias, comenzó a ser muy competente. Ahora es mi excavador personal. Me sigue a todas partes y cuando silbo, acude de inmediato.

La joven rió de buen humor.

—No seas tan dura con el pobre hombre.


Au contraire
, le estoy haciendo un favor. Necesita tomar el aire y hacer un poco de ejercicio, o seguirá blanco y gordo como un gusano. Cuando termine con él, será todo músculo y energía, como
le petit homme.

—¿Quién?

—Tú lo conoces, el hombrecillo. —Una sonrisa maliciosa volvió a curvar las comisuras de la boca de Bonterre—. Streeter.

Lo dijo de tal manera que Hatch se dio cuenta de que el mote no era precisamente cariñoso.

—Ya. ¿Y qué sabes de ese hombre?

—He oído algunas cosas —respondió Bonterre encogiéndose de hombros—, pero es difícil saber qué es verdad y qué es mentira. Combatió en Vietnam a las órdenes de Neidelman. Me contaron que el capitán le salvó la vida en un combate. Eso sí que lo creo. ¿Has visto qué devoción siente Streeter por Neidelman? Es como un perro con su amo. Y es el único en quien el capitán confía realmente. —La joven miró fijamente a Hatch, y luego continuó—: Bueno, también confía en ti.

—Me imagino que está bien que el capitán se preocupe por Streeter. Alguien tiene que hacerlo. Quiero decir, ese tipo no es precisamente Míster Simpatía.


Certainement
—dijo Bonterre levantando las cejas—. Veo que tú y él no os entendéis muy bien.

—Yo diría que no nos entendemos, y punto.

—Pero te equivocas si crees que Neidelman se preocupa por Streeter. Al capitán sólo le importa una cosa, la isla. —La joven movió la cabeza en la dirección de la isla Ragged—. No habla mucho de ella, pero habría que ser un imbécil para no darse cuenta. ¿Sabes que desde que le conozco tiene una pequeña fotografía de tu isla en la mesa de su despacho en Thalassa?

—No, no lo sabía.

Hatch recordó el primer viaje que había hecho con Neidelman a la isla. ¿Qué era lo que había dicho el capitán? «No he querido verla hasta no saber si tendría la posibilidad de buscar el tesoro.»

Bonterre, de repente, no parecía muy cómoda. Cuando Hatch se disponía a decir algo para cambiar de tema, sintió una presencia al otro lado del salón, y miró hacia allí. Claire caminaba entre las mesas, y la frase murió en sus labios.

Estaba tal como Hatch la había imaginado: alta, delgada y elegante, con las mismas pecas de la adolescencia en la nariz respingona. La mujer les vio y se detuvo en seco, con la misma expresión de sorpresa que él recordaba.

—Hola, Claire —la saludó Hatch poniéndose de pie.

Ella se acercó.

—Hola —dijo, y le dio la mano; cuando se tocaron se ruborizó.

—Había oído que estabas en la ciudad —dijo con una sonrisa.

—Claro, imagino que todo el mundo lo sabe. Quiero decir, con todo lo que se ha hablado de la expedición…

—Estás muy guapa —dijo Hatch.

Y lo estaba de verdad. Con los años había adelgazado, y sus ojos azules se habían vuelto de un gris penetrante. La sonrisa traviesa que en otra época no abandonaba sus labios ahora se había convertido en una expresión más seria, introspectiva. La mujer se estiró la falda en un gesto inconsciente.

Se oyeron voces a la entrada del restaurante, y luego entró Woody Clay, el pastor. Miró alrededor hasta que encontró a Hatch, y su rostro se contrajo en una mueca de disgusto. Se acercó a la mesa. ¡Aquí no, por favor!, pensó Hatch mientras se preparaba para un nuevo sermón acerca de la codicia y la inmoralidad de la búsqueda de tesoros. El pastor se detuvo ante la mesa, y miró primero a Bonterre y luego a Hatch. Éste se preguntó si Clay tendría la frescura de interrumpir su cena.

—¡Ah!, Woody, te presento a Malin Hatch —dijo Claire, y se apartó un mechón de su rubia cabellera.

—Ya nos conocemos —dijo Clay.

Hatch advirtió con alivio que no era probable que Clay se embarcara en uno de sus sermones delante de las dos mujeres.

—Ésta es la doctora Isobel Bonterre —dijo, más tranquilo—. Isobel, te presento a Claire Northcutt ya…

—Soy el reverendo Woodruf Clay y ésta es mi esposa —lo interrumpió el pastor, y le tendió la mano a Bonterre.

Hatch se quedó atónito; su mente se negaba a aceptar esta sorpresa.

Bonterre se limpió delicadamente los labios con la servilleta, se puso en pie y estrechó vigorosamente las manos de Claire y de Woody, dedicándoles una deslumbrante sonrisa. Tras un silencio incómodo, Clay se despidió de Hatch con una fría inclinación de cabeza y se marchó con su mujer.

—¿Viejos amigos? —le preguntó Bonterre a Hatch.

—¿Qué decías? —murmuró Hatch, que tenía los ojos clavados en la mano izquierda de Clay, que apretaba la cintura de Claire en un gesto posesivo.

Una sonrisa irónica apareció en el rostro de la arqueóloga.

—No, ya veo que me he equivocado —dijo inclinándose sobre la mesa—. Viejos amantes. Qué sensación extraña produce encontrarse otra vez, ¿verdad? Y también es muy bonito.

—Eres muy observadora —murmuró Hatch, demasiado conmovido por el encuentro y por la sorpresa que le había causado la revelación de Clay como para negarlo.

—Pero el marido y tú no sois viejos amigos. En verdad, tengo la impresión de que no le gustas nada. Ese hombre tiene cara de cansado, y unas ojeras muy negras y pronunciadas. Parece haber pasado una
nuit Manche
. O una noche sin dormir, como dicen aquí. Claro que se puede pasar una noche en blanco por muchas razones —dijo, y sonrió con malicia.

Hatch, en vez de contestarle, cogió su tenedor y se concentró en la langosta.

—Ya veo que sigues enamorado de ella —ronroneó Bonterre con una alegre sonrisa—. Otro día me hablarás de esa mujer. Pero antes quiero que me hables de ti. El capitán mencionó tus viajes. Cuéntame tus aventuras en Surinam.

Casi dos horas más tarde, Hatch se levantó con un esfuerzo y siguió a Bonterre fuera del restaurante. Había comido y bebido demasiado, de una manera obscena: dos postres, dos cafeteras llenas, varias copas de coñac.

Bonterre había comido y bebido tanto como él, pero no parecía haberle afectado. Cuando estuvieron en la calle, la joven abrió los brazos y respiró a pleno pulmón la fresca brisa nocturna.

—¡Qué aire tan refrescante! —exclamó—. Creo que podría llegar a aficionarme a esta ciudad.

—Tú espera —replicó Hatch—. Dos semanas más en este lugar, y ya no podrás marcharte. Esta ciudad se te mete en la sangre.

—Dos semanas más, y no podrás escaparte de mí,
monsieur le docteur
. —Lo miró como si lo estuviera tasando, y preguntó—: Y ahora, ¿qué hacemos?

Hatch vaciló un instante. No había pensado en lo que podía suceder después de la cena. Le devolvió la mirada, y un timbre de alarma sonó débilmente en su cabeza. La arqueóloga estaba deslumbrantemente hermosa a la luz de las farolas, con su piel dorada y sus exóticos ojos almendrados.

Ten cuidado, le aconsejó la voz.

—Creo que ha llegado el momento de despedirnos —consiguió decir Hatch—. Mañana tengo un día muy ajetreado.

La joven lo miró levantando exageradamente las cejas.


C'est tout!
—protestó con un mohín—. Vosotros los yanquis no tenéis sangre en las venas. Debería haber salido con Sergio. El al menos tiene fuego en el cuerpo, aunque huela peor que una cabra. —La joven lo miró entrecerrando los ojos—. ¿Y cómo dais las buenas noches en Stormhaven, doctor Hatch?

—Así —respondió Hatch, y le tendió la mano.

—Ah —dijo Bonterre, y asintió con la cabeza, como si comprendiera—, ya veo.

Después le cogió la cara con las manos y le rozó los labios con los suyos. Y antes de que lo soltara, su lengua penetró fugazmente en la boca de Hatch.

—Así es como decimos buenas noches en la Martinica —murmuró la arqueóloga. Después, sin decir nada más, se alejó en dirección a la oficina de correos y desapareció en la oscuridad de la noche.

24

La tarde siguiente, cuando Hatch venía desde el muelle después de curar a un submarinista que se había torcido la muñeca, oyó un ruido como de algo que se estrellaba contra el suelo que venía de la casilla de Wopner. Hatch corrió hacia allí, temiendo lo peor. Pero en lugar de encontrar al programador aplastado por uno de sus grandes ordenadores, lo descubrió sentado en una silla, comiendo un helado, con un ordenador destrozado a los pies y una expresión de enfado en el rostro.

—¿Está todo bien? —preguntó Hatch.

—No —respondió Wopner.

—¿Qué ha pasado?

El programador lo miró con tristeza.

—Ese ordenador ha chocado con mi pie, eso es todo.

Hatch buscó algo para sentarse, recordó que no había nada, y se apoyó contra el quicio de la puerta.

—A ver, explíquemelo con más detalles.

Wopner se metió en la boca el último bocado de helado y arrojó el papel al suelo.

—Todo está hecho un lío.

—¿De qué habla?

—De Caribdis, la red de la isla Ragged. —Wopner señaló con el pulgar en dirección a Isla Uno.

—¿Y cómo es eso?

—He ejecutado mi programa de fuerza bruta contra ese maldito segundo código. Pero incluso dándole prioridad absoluta, las operaciones eran muy lentas. Y todo el tiempo devolvía datos extraños y mensajes de que había un error en el sistema. De manera que hice las mismas operaciones en el Escila, el ordenador del
Cerberus
. Y todo fue sobre ruedas, sin ningún error. —El programador lanzó un bufido de disgusto.

—¿Y sospecha cuál puede ser el problema?

—Sí, tengo una idea más que aproximada.

—He ejecutado algunos diagnósticos de nivel bajo. Parte del microcódigo en la memoria ROM ha sido reescrito. Es algo parecido a lo que pasó cuando las bombas comenzaron a embrollarse. Ha sido reescrito al azar, y en series que siguen el patrón de Fourier.

BOOK: El pozo de la muerte
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