El húsar

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: El húsar
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Primera novela histórica de Arturo Pérez-Reverte, que nos traslada a tierras españolas, más concretamente en la Andalucía de 1808, donde un joven subteniente de Húsares toma su primer mando en un cuerpo de élite, el 4º Regimiento de Húsares. La valentía, los sueños de gloria, el honor y los temores serán puesto a prueba por un duro enemigo: la cruel realidad de la guerra. La novela trascurre durante las horas previas a la gran batalla donde nuestro protagonista se debe hacer un nombre en la historia.

Pérez-Reverte consigue involucrar al lector, una vez más, en plena novela, llegando a ser un espectador de lujo en los acontecimientos, participando de las inquietudes y las acciones del joven Frederic Glüntz durante unas horas, las más importantes en su joven vida.

Perez-Reverte a traves de esta novela nos hace abandonar cualquier idea romántica y bella de la guerra.

Arturo Pérez-Reverte

El húsar

ePUB v1.2

Bercebus
 
31.10.11

A Claude, mi viejo compañero de guerras ajenas y de caminos que no llevan a ninguna parte.

«Nunca me ha gustado el campo. Me pareció siempre algo triste, con sus interminables barrizales, sus casas vacías y sus caminos que no llevan a ninguna parte. Pero si a todo eso le añades la guerra, entonces ya resulta insoportable.»

L. F. CELINE

Viaje al fin de la noche

1. La noche

La hoja del sable lo fascinaba. Frederic Glüntz era incapaz de apartar los ojos de la bruñida lámina de acero que refulgía fuera de la vaina, entre sus manos, arrojando destellos rojizos cada vez que una corriente de aire movía la llama del candil. Deslizó una vez más la piedra de esmeril, sintiendo un escalofrío al comprobar la perfección de la afilada hoja.

—Es un buen sable —dijo, pensativo y convencido.

Michel de Bourmont estaba tumbado sobre el catre de lona, con la pipa de barro entre los dientes, absorto en la contemplación de las espirales de humo. Cuando escuchó el comentario, torció el bigote rubio en señal de protesta.

—No es arma para un caballero —sentenció sin cambiar de postura.

Frederic Glüntz hizo un alto en la tarea y miró a su amigo.

—¿Porqué?

De Bourmont entornó los ojos. En su voz había un deje de aburrimiento, como si la respuesta fuese obvia.

—Porque un sable excluye cualquier filigrana. .. Es pesado y condenadamente vulgar.

Frederic sonrió, bonachón.

—¿Acaso prefieres un arma de fuego?

—Por el amor de Dios, claro que no —exclamó con la distinción apropiada—. Matar a distancia no es muy honorable, querido. Una pistola no es más que el símbolo de una civilización decadente. Prefiero, por ejemplo, el florete; es más flexible, más...

—¿Elegante?

—Sí. Quizá sea esa la palabra exacta: elegante. El sable es más instrumento de carnicería que de otra cosa. Sólo sirve para dar tajos.

Concentrándose en su pipa, De Bourmont dio por zanjado el asunto. Había hablado con aquel ligero ceceo suyo, tan peculiar y distinguido, que volvía a estar de moda y que tantos en el 4° de Húsares se esforzaban en imitar. Los tiempos de la guillotina estaban lejos, y los vástagos de la vieja aristocracia podían ya levantar la cabeza sin temor a perderla, siempre y cuando tuviesen el tacto de no cuestionar los méritos de quienes habían escalado peldaños en el nuevo orden social mediante el valor de su espada, o de la mano de los próximos al Emperador.

Ninguna de aquellas circunstancias afectaba a Frederic Glüntz. Segundo hijo de un acomodado comerciante de Estrasburgo, había abandonado tres años antes su Alsacia natal para ingresar en la Escuela Militar, arma de caballería. De ella salió tres meses atrás, recién cumplidos los diecinueve, con la graduación de subteniente y un pliego de destino en el bolsillo: 4.° Regimiento de Húsares, a la sazón destacado en España. Para un joven oficial sin experiencia no era fácil, en la época, ingresar en un cuerpo de élite como la caballería ligera, codiciada por multitud de oficiales jóvenes. Sin embargo, una buena hoja de aplicación académica, ciertas cartas de recomendación y la guerra peninsular, que creaba vacantes de continuo, habían hecho posible el milagro.

Frederic dejó a un lado la piedra de esmeril y se apartó el cabello de la frente. Este era castaño claro, abundante, aunque sin alcanzar aún la longitud adecuada para peinar la coleta y trenzas típicas de los húsares. El otro elemento capilar característico, un bigote, era a aquellas alturas una quimera; las mejillas del joven Glüntz no estaban cubiertas más que por una rala pelusilla rubia, que se hacía rasurar con la esperanza de que eso la fortaleciese. Todo ello daba a su apariencia un aire adolescente.

Contempló el sable, cerrando la mano en torno a la empuñadura, y jugó durante unos instantes con el reflejo del candil de aceite en la hoja.

—Es un buen sable —repitió satisfecho, y esta vez Michel de Bourmont se abstuvo de hacer comentarios. Se trataba del equívocamente llamado modelo ligero para caballería del año XI, una pesada herramienta de matar con hoja de treinta y siete pulgadas de longitud, según estipulaban las ordenanzas, lo bastante corta para que no arrastrase por el suelo y lo bastante larga para degollar con razonable comodidad a un enemigo a caballo o pie a tierra. En realidad era una de las armas blancas de uso más común en la caballería ligera, aunque la utilización de aquel modelo concreto no era obligatoria. Michel de Bourmont, por ejemplo, poseía un sable de 1786, más pesado, que perteneció a un pariente muerto en Jena, y del que sabía servirse con notoria soltura. Al menos eso afirmaban quienes le habían visto manejarlo en las estrechas callejas próximas al Palacio Real de Madrid, meses atrás, con la sangre chorreándole por la empuñadura y por la manga del dormán, hasta el codo.

Frederic colocó el sable sobre las rodillas y lo contempló con orgullo; el filo era impecable. «Para dar tajos», había dicho su camarada. Así era, pero el joven propietario no había tenido todavía la oportunidad de dar tajos con su sable, cuyo acero estaba intacto, sin mella alguna; virgen, si es que su rígida formación luterana le permitía recurrir mentalmente a aquella palabra. Virgen de sangre como el mismo Frederic lo era todavía de mujer. Pero aquella noche, lejos todavía el alba, bajo un cielo español cargado de densos nubarrones que ocultaban las estrellas, las mujeres eran algo muy remoto. Lo inmediato era el color de la sangre, el clamor del acero al chocar con otro acero enemigo, la polvorienta brisa, al galope, de un campo de batalla. Al menos, tales eran las previsiones del coronel Letac, el bretón arrogante, brutal y valeroso que mandaba el Regimiento:

—Ya saben, hum, caballeros, esos campesinos se concentran por fin; una carga, una sola, y correrán despavoridos por toda, ejem, Andalucía...

A Frederic le gustaba Letac. El coronel tenía una dura cabeza de soldado con cicatrices de sablazos en las mejillas, un tipo del año II, Italia con el Primer Cónsul y Austerlitz, y Jena, Eylau, Friedland... Europa de punta a punta, nada mal como carrera para haberla iniciado de simple cabo en la guarnición de Brest. El coronel le había causado a Frederic una excelente impresión cuando, recién incorporado al Regimiento, acudió a presentar sus respetos. La breve entrevista tuvo lugar en Aranjuez. El joven subteniente se había acicalado con extrema corrección y, enfundado en el elegante uniforme de paseo azul índigo con pelliza escarlata, botas altas y el corazón palpitándole con fuerza, acudió a ponerse a las órdenes del jefe del 4° de Húsares. Letac lo había recibido en el despacho de su residencia, una lujosa mansión requisada, desde cuyas ventanas se veía describir al Tajo una graciosa curva entre los sauces.

—¿Cómo dijo...? Hum, subteniente Glüntz, ejem, ya veo, bien, querido, es un placer tenerle entre nosotros, adáptese, ya sabe, excelentes compañeros y demás, lo mejor, la crema de la crema, tradiciones y todo eso... Excelente paño el de ese dormán, excelente, ¿París?, claro, por supuesto, bueno, joven amigo, vaya a sus ocupaciones... Honre al Regimiento y demás, su familia, se lo aseguro, yo como un padre... Ah, y nada de duelos, mal visto, sangre caliente, fogosidad y todas esas cosas, muy censurable, cuando no haya elección, honor, honor siempre, todo entre caballeros, ejem, en familia, cosa discreta, ya me, ejem, entiende.

El coronel Letac tenía fama de buen jinete y bravo soldado, requisitos básicos exigibles a cualquier húsar. Mandaba el Regimiento con mano firme, combinando cierto paternalismo con una disciplina eficiente aunque flexible, detalle este último muy necesario para controlar cuatro escuadrones de caballería ligera que, por tradición y carácter, formaban uno de los más audaces, ingobernables y valerosos regimientos imperiales. El estilo agresivo e independiente de los húsares, que tantos quebraderos de cabeza daba en momentos de calma, se revelaba extremadamente útil en campaña. Entre aquel medio millar de hombres, Letac gobernaba con una desenvoltura sólo explicable por su larga experiencia militar. El coronel procuraba ser firme, justo y razonable con sus hombres, y hay que hacerle el honor de reconocer que a menudo lo conseguía. También tenía fama de comportarse con crueldad frente al enemigo; pero nadie hubiese considerado eso como mengua de sus virtudes, tratándose de un húsar.

El filo del sable se encontraba ya en condiciones para cumplir, en forma irreprochable, la letal tarea para la que fue concebido. Frederic Glüntz hizo destellar por última vez la llama del candil a lo largo de la hoja y después lo introdujo delicadamente en la vaina, acariciando con los dedos la N imperial estampada sobre la guarda de cobre. Michel de Bourmont, que seguía fumando en silencio, sorprendió el gesto y sonrió desde el catre. No había en ello desdén alguno; Frederic ya sabía cómo interpretar cada una de las sonrisas de su amigo, desde la sombría —y a menudo peligrosa— media mueca que descubría la mitad de sus dientes blancos y perfectos, confiriéndole un remoto parecido con la expresión de un lobo a punto de atacar, hasta el gesto de camaradería no exento de ternura que, como en este momento, reservaba para las escasas personas a las que apreciaba. Frederic Glüntz era uno de esos privilegiados.

—Mañana es el gran día —le dijo De Bourmont entre una bocanada de humo, con el último vestigio de sonrisa todavía aleteándole en los labios—. Ya sabes: una carga, ¿verdad?, que haga correr a esos campesinos por, ejem, Andalucía —la imitación de Letac era perfecta y sin malicia, y esta vez le llegó a Frederic el turno de sonreír. Después, todavía con el sable entre las manos, movió afirmativamente la cabeza.

—Sí —se esforzó en responder con el tono, adecuadamente despreocupado, que se suponía era propio de un húsar en vísperas de un combate en el que podía dejar la piel—. Por fin parece que las cosas van en serio.

—Eso dicen los rumores.

—Esperemos que esta vez estén fundados.

De Bourmont se incorporó hasta quedar sentado en el catre. La coleta y las dos finas trenzas rubias que le caían de las sienes hasta la altura de los hombros, según la más rancia tradición del Cuerpo, estaban impecablemente peinadas; el entreabierto dorman —la corta y ajustada chaqueta azul del 4° de Húsares— dejaba ver una camisa de impoluta blancura; bajo el ceñido pantalón húngaro de montar —también azul índigo—, dos rutilantes espuelas ceñían las botas negras de piel de ternera, convenientemente lustradas. Tan correcta apariencia no dejaba de tener su mérito bajo la lona de aquella tienda, plantada en una meseta polvorienta de las cercanías de Córdoba.

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