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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (4 page)

BOOK: El húsar
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—Voy a ver a mi caballo —le informó Frederic.

—Como guste, señor —respondió el sargento, guardando una disciplinada compostura ante aquel muchacho que tenía la edad de su hijo pequeño—. ¿Desea que le acompañe?

—No hace falta. Supongo que Noirot sigue donde lo dejé esta tarde.

—Sí, señor. En el cercado de los oficiales, junto al muro de piedra.

Frederic se alejó siguiendo a oscuras el sendero, y Oudin volvió a sus naipes tras mirar al subteniente con disimulado recelo. No le gustaba que se anduviese metiendo las narices entre los caballos; cuando no estaban ensillados debían ser, en principio, responsabilidad exclusivamente suya. Ya se cuidaba bien él de que no les faltase nada, que aquellas nobles máquinas de guerra estuviesen siempre bien limpias y alimentadas. Una vez, años atrás, había tenido algo más que palabras con un sargento de coraceros que se permitió emitir un comentario despectivo sobre la limpieza de un animal confiado a su custodia. El coracero pasó a mejor vida con la frente abierta de un sablazo, y ninguno de los que presenciaron el hecho volvió jamás a decir esta boca es mía ante un caballo confiado a la custodia del sargento Oudin.

Noirot era un soberbio ejemplar de seis años, negro, con la crin y la cola moderadamente recortadas. No tenía gran alzada, pero sí sólidos remos y un pecho poderoso. Frederic lo había adquirido en París dilapidando su escasa fortuna, pero un oficial de húsares merecía un buen caballo. Es más, podía muy bien irle la vida en ello.

Noirot se encontraba junto al muro de piedra que separaba dos parcelas de olivos, con el hocico metido en un saco de forraje. Al sentir la presencia de su dueño relinchó suavemente. A la luz de las lejanas fogatas, Frederic contempló la hermosa estampa del animal, le pasó una mano por el lomo debidamente cepillado y después metió la mano en el saco de forraje para acariciarle el belfo.

En el horizonte brilló el resplandor de un relámpago y el trueno llegó al poco rato, amortiguado por la distancia. Los caballos relincharon inquietos y Frederic se estremeció, levantando el rostro para interrogar al cielo que las nubes volvían negro como la tinta. Una patrulla de exploradores pasó junto al cercado, inclinados los hombres sobre sus cabalgaduras, silenciosas sombras desfilando en la noche. Frederic miró una vez más el cielo, pensó en la lluvia, en el teniente Juniac colgado boca abajo de su olivo, en los rostros morenos y crueles de los campesinos, y por primera vez en su vida sintió en la boca el sabor del miedo.

Acarició la crin de Noirot, abrazando contra la suya la noble cabeza del animal.

—Cuida de mí mañana, viejo amigo.

Michel de Bourmont todavía no estaba dormido; levantó la cabeza cuando Frederic entró en la tienda.

—¿Todo bien?

—Todo bien. Eché un vistazo a los caballos; Oudin los tiene en perfecto estado de revista.

—Ese sargento conoce su oficio —De Bourmont había hecho también una visita a las caballerizas un par de horas antes que Frederic, pero se abstuvo de mencionarlo—. ¿Dormirás ahora, o prefieres un coñac?

—Creía que eras tú el que iba a dormir un poco.

—Lo haré. Pero me apetece un coñac.

Frederic levantó la tapa del baúl de su amigo y extrajo un frasco cubierto de cuero repujado, sirviendo el licor en dos vasos de metal.

—¿Queda algo? —preguntó De Bourmont mirando su vaso.

—Para dos tragos más.

—Guardémoslo entonces para mañana. No sé si habrá tiempo de que Franchot recoja el suministro antes de que nos pongamos en marcha.

Hicieron sonar el metal de sus respectivos vasos y bebieron; despacio Frederic, de una sola vez De Bourmont. Siempre el estilo húsar.

—Creo que lloverá —dijo Frederic al cabo de un rato. Nadie habría podido detectar en su voz el menor rastro de inquietud; se limitaba a formular en voz alta un pensamiento. Sin embargo, se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho, incluso antes de terminar de hablar. Pero De Bourmont estuvo magnífico.

—¿Sabes una cosa? —comentó en tono adecuadamente jovial—. Hace un momento estuve pensando en eso, y debo confesar que llegué a preocuparme, ya sabes, el barro y todo lo demás. Pero resulta que también la lluvia tiene su aspecto positivo; las balas de cañón se entierran más en el suelo blando y el efecto de la metralla se amortigua considerablemente. Además, si las maniobras de nuestra caballería se ven un poco entorpecidas, también les ocurrirá lo mismo a ellos. De todas formas, y para liquidar la cuestión, te diré que en esta época del año, si cae agua, serán cuatro gotas.

Frederic apuró el contenido de su vaso. No le gustaba el coñac, pero un húsar bebía coñac y blasfemaba. Beber era más fácil para él que blasfemar.

—No me preocupa la lluvia como peligro en sí —explicó, honesto—. Lo mismo da morir en el barro que sobre suelo seco, y la sensación que cada uno puede experimentar ante la proximidad de la muerte es algo personal y reservado, íntimo, que no afecta a nadie más que a él. A menos, claro está, que esa sensación se exteriorice, lo que empieza ya a lindar con la cobardía...

—Esa palabra, caballero —dijo De Bourmont imitando con una mueca el enfurruñado ceño del coronel Letac—, no la pronuncia jamás, ¿verdad?, un, ejem, húsar.

—Exacto. Así que la descartamos. Un húsar no tiene miedo, y si lo tiene, ello debe ser asunto exclusivamente suyo —puntualizó Frederic siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Pero ¿qué hay del otro miedo, del miedo legítimo a que la fortuna no le depare a uno suficiente gloria, suficiente honor en una batalla?

—¡Ah! —exclamó De Bourmont alzando las manos con las palmas abiertas hacia su amigo—. ¡Ese es un miedo que respeto!

—Pues de eso se trata —concluyó Frederic con vehemencia—. Yo, lo confieso sin rubor alguno, tengo miedo de que la lluvia o cualquier otro maldito incidente aplacen la batalla o me impidan tomar parte en ella. Creo... creo que un hombre como tú, o como yo, sólo se justifica, sólo encuentra su razón de ser, cabalgando con las riendas entre los dientes, pistola en una mano y sable en la otra, aullando su grito de guerra en nombre del Emperador... También, y quizá deba avergonzarme un poco esto —añadió bajando el tono de voz—, tengo miedo... Bueno, miedo no es la palabra exacta. Me preocupa haber llegado hasta aquí para caer de forma oscura y sin gloria, asesinado en un camino solitario por chusma campesina, como el pobre Juniac, en vez de hacerlo cabalgando tras el águila del Regimiento, a cielo abierto y rodeado por los camaradas, de un limpio sablazo o de un tiro en el pecho, de pie, con las espuelas en su sitio, el arma en la mano y la boca llena de sangre, como mueren los hombres.

De Bourmont agito lentamente la cabeza, ensimismados los ojos azules en el recuerdo de Juniac. Estaba muy pálido.

—Sí —confesó con voz ronca, como si hablase consigo mismo—. Yo también le tengo miedo a eso.

Los dos se quedaron un rato en silencio, sumidos en sus propios pensamientos. Por fin, De Bourmont arrugó la nariz y cogió el frasco de coñac.

—¡Al diablo! —exclamó, quizá con excesiva animación—. Bebámonos los dos tragos que quedan, camarada, que mañana Dios o la Intendencia proveerán. Salud.

Volvieron a tintinear los dos vasos de metal, pero la mente de Frederic estaba lejos de allí, en su ciudad natal, junto al lecho en el que, seis años atrás, agonizaba su abuelo paterno. A pesar de su corta edad, Frederic había percibido con toda claridad los más minuciosos detalles del drama familiar: la casa sombría con los postigos cerrados, las mujeres que lloraban en el salón y los ojos enrojecidos de su padre, levita oscura y grave expresión en el rojizo rostro de honrado comerciante de desahogada posición. El abuelo estaba en su alcoba, ligeramente incorporado sobre los almohadones, con las manos descarnadas, desprovistas ya de vigor, reposando sobre la colcha. La enfermedad le había dejado la cara reducida a una máscara de huesos y piel amarillenta de la que emergía la nariz aguileña que, en el anciano, se antojaba extremadamente larga y fina.

«No quiere vivir más. No quiere...» Las palabras, casi un susurro sorprendido en labios de su madre por el joven Frederic, lo habían impresionado. El viejo Glüntz, comerciante de Estrasburgo, estaba retirado de los negocios desde hacía una década, tras ceder la empresa familiar a su hijo. Una enfermedad de las articulaciones había hecho presa en él, postrándolo en cama, consumiéndolo lentamente sin esperanza de curación y sin el consuelo de una muerte rápida y poco dolorosa. El final se acercaba, sí, pero demasiado despacio. Y un día, el abuelo se cansó de esperar, negándose desde aquel instante a ingerir alimento, aislándose del resto de la familia, sin pronunciar una palabra más y sin hacer movimiento alguno, dispuesto a recibir con la máxima premura esa muerte que tanto se hacía de rogar. Y en los últimos días de su vida, en aquella alcoba envuelta en sombras, el viejo Glüntz no mostraba hacia los afanes y sufrimientos de hijos, nuera, nietos-y parientes, más que una tranquila y silenciosa indiferencia. El ciclo de su vida, cuanto tenía que esperar del mundo, ya se había consumado. Y el joven Frederic, en su infantil intuición, supo comprender que su abuelo dejaba de luchar por la vida, pues nada esperaba ya de ella; salía al encuentro de la muerte con la pasividad y el abandono del hombre que había ya franqueado el muro al otro lado del cual se quedan la vitalidad y las ansias de luchar por la existencia. Y contemplando, no sin temor reverencial, desde el umbral de la alcoba la figura inmóvil de su abuelo, Frederic Glüntz se preguntó entonces fugazmente si no estaría en ella y en lo que representaba el principio de la máxima sabiduría. No le preocupaba su propio comportamiento en la batalla que se anunciaba para el día siguiente, pensó por enésima vez. Estaba preparado para todo, incluso para el caso de que, como contaban las viejas sagas escandinavas que tanto le gustaba leer cuando era niño, las walkirias lo distinguiesen durante el combate con el beso en la frente de los valientes que habían de morir. Sería digno del uniforme que llevaba. Cuando regresara a Estrasburgo, Walter Glüntz tendría motivos más que sobrados para sentirse orgulloso de él.

De Bourmont se había tumbado de nuevo en el catre y esta vez dormía profundamente. Frederic se quitó las botas y lo imitó, sin apagar el candil. Tardó mucho en dormirse, y cuando lo hizo fue el suyo un sueño inquieto, poblado de extrañas imágenes. Veía rostros hoscos y cetrinos, largas lanzas, caballos desbocados y sables desnudos que refulgían bajo los rayos del sol. Con el corazón oprimido de temor buscó a su walkiria entre el polvo y la sangre, y experimentó un infinito consuelo al no encontrarla. Se despertó varias veces con la boca seca y la frente ardiendo, escuchando sus propios gemidos.

2. La madrugada

Todavía era de noche cuando se presentó Franchot, el ordenanza que ambos compartían. Se trataba de un húsar de corta estatura y mal encarado, trenzas grasientas y piernas arqueadas, cuya única virtud residía en una especial habilidad para conseguir, mediante oscuras maniobras, vituallas destinadas a mejorar la pitanza, siempre escasa en el ejército de España. Por lo demás resultaba un tipo escasamente recomendable.

—El comandante Berret ha convocado reunión de campaña para los señores oficiales —anunció en cuanto hubo considerado a los dos subtenientes razonablemente despiertos—. En su tienda, dentro de media hora.

Frederic se levantó del catre con desgana. Apenas había dormido, y justo en el momento en que irrumpió Franchot acababa de conciliar nuevamente el sueño. De Bourmont ya estaba en pie, los ojos enrojecidos, arreglándose el cabello entre bostezo y bostezo.

—Parece que llegó el gran momento —dijo, frunciendo el ceño al comprobar que el ordenanza se demoraba en cepillarle las botas—. ¿Qué hora es?

Frederic le echó un vistazo a la esfera de su reloj.

—Las tres y media de la madrugada. ¿Has dormido bien?

—Como un niño —respondió De Bourmont, lo cual no era rigurosamente exacto—. ¿Y tú?

—Como un niño —repuso Frederic, lo cual era menos exacto todavía. Las miradas de ambos se encontraron un instante, torciéndose las dos bocas amigas en una sonrisa cómplice.

Franchot había preparado junto a la tienda un farol de petróleo, una jofaina con agua caliente y un cubo de agua fría. Se lavaron el rostro y después el ordenanza los afeitó cuidadosamente; primero a De Bourmont, por ser más antiguo en el Regimiento, encerándole después las guías del bigote. El aseo de Frederic ocupó menos tiempo; debido a su extrema juventud, su barba no era sino una rala pelusa en las mejillas. Mientras Franchot terminaba de deslizarle la navaja por el rostro, Frederic miró al cielo. Seguía cubierto de nubes; no se veían las estrellas.

El campamento despertaba ruidosamente. Los suboficiales emitían gritos que eran ásperas órdenes, y entre las tiendas había un constante ir y venir de soldados efectuando los preparativos de campaña a la luz de las fogatas. Una compañía de cazadores a pie que había acampado la tarde anterior en las proximidades del escuadrón estaba lista para la marcha; los hombres se alineaban acuciados por las voces de los sargentos. Otra compañía, en columna de a cuatro, se alejaba ya bajo los olivos cubiertos de sombras.

Franchot les ayudó a ponerse las botas. Frederic cerró los dieciocho botones a cada lado del estrecho pantalón de montar que las ceñía hasta los tobillos, y tras desechar el chaleco se puso el dormán sobre una camisa limpia, abrochando meticulosamente los también dieciocho botones de la pechera galoneada con vistosos alamares dorados. Descolgó el correaje del mástil de la tienda y se lo ajustó al hombro derecho y a la cintura, haciendo tintinear el extremo de la funda del sable contra sus espuelas. Se abotonó el cuello y los puños, frotó manos y cara con agua perfumada, se puso los guantes de cabritilla y colocó bajo su brazo derecho el impresionante colbac, chacó forrado de piel de oso privilegio de los oficiales en las unidades de élite. De Bourmont, que había ejecutado exactamente los mismos movimientos en idéntico orden, esperaba sujetando con la mano, alzada, la lona de la tienda.

—Después de ti, Frederic —le dijo, y sus ojos lanzaron un destello de satisfacción por el aspecto de su camarada.

—Después de ti, Michel.

Hubo dos taconazos, dos sonrisas y un apretón de manos. Y ambos salieron al exterior, erguidos, pulcros y recién afeitados, haciendo sonar los sables contra las espuelas, sintiéndose jóvenes y hermosos en el bello uniforme, aspirando con deleite el aire fresco de la madrugada, dispuestos a afrontar a sablazos el reto que la Muerte les lanzaba desde el horizonte todavía sumido en tinieblas.

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