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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (3 page)

BOOK: El húsar
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En lo que se refiere al arresto de veinte días aplicado al subteniente De Bourmont, quedó sensiblemente reducido por necesidades del servicio. La sanción de Letac se le aplicó un lunes; el jueves, de madrugada, el 4° de Húsares abandonaba Córdoba.

Desde aquello habían pasado catorce días, y otros asuntos de mayor importancia acaparaban ahora la atención del Regimiento. Frederic Glüntz puso el sable a un lado y miró a su amigo. Hacía rato que una interrogación le quemaba los labios.

—Michel... ¿Qué se siente?

—¿Perdón?

Frederic sonrió con timidez. Parecía excusarse por plantear una cuestión íntima.

—Me gustaría saber qué se siente cuando descargas un golpe sobre alguien... Sobre un enemigo, quiero decir. Cuando tiras a matar, cuando se asesta un sablazo.

La mueca de lobo crispó los labios de Michel de Bourmont.

—No se siente nada —respondió con la mayor naturalidad—. Es algo así como si el mundo dejase de existir a tu alrededor... La mente y el corazón trabajan a toda prisa, esforzándose por aplicar el tajo adecuado en el lugar adecuado... Es tu propio instinto el que guía los golpes.

—¿Y qué es el adversario?

De Bourmont se encogió de hombros con desdén.

—El adversario es sólo otro sable que se agita en el aire buscando tu cabeza, y al que hay que evitar siendo más hábil, rápido y preciso.

—Tú estabas en Madrid cuando los combates de mayo...

—Sí. Pero aquello no era un adversario —ahora había desprecio en la voz de De Bourmont—. Era una chusma informe a la que metimos en cintura a sablazos, arcabuceando después a los cabecillas.

—También te batiste en duelo con Fucken.

De Bourmont hizo un gesto evasivo.

—Un duelo es un duelo —dijo como si acabase de establecer algo evidente, que no podía explicarse de otro modo—. Un duelo es una cuestión entre caballeros, según las reglas, resuelta de forma honorable para los interesados.

—Pero aquella noche, en Córdoba...

—Aquella noche, en Córdoba, el teniente Fucken no era un enemigo.

Frederic rió, incrédulo.

—¿No? ¿Qué era, entonces? Cambiasteis una docena de buenos sablazos, y él se llevó un lindo tajo.

—Normal. Para eso salimos aquella noche, querido. Para batirnos.

—¿Y no era Fucken un enemigo?

De Bourmont negó con la cabeza, dando largas chupadas a la pipa.

—No —dijo al cabo de un rato—. Era un adversario; un enemigo es otra cosa.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, el español. Ese es el enemigo.

Frederic movió la cabeza, sorprendido.

—Es curioso, Michel. Has dicho el español... Eso significa todo este país. ¿Me equivoco?

El rostro de Michel de Bourmont se había ensombrecido. Permaneció unos instantes en silencio.

—Antes has hablado de los sucesos de mayo en Madrid —dijo por fin, con gravedad—. Aquel gentío fanático, vociferante en las calles, tenía algo de siniestro que espantaba, te lo aseguro. Había que estar allí para saber a qué me refiero... ¿Recuerdas a Juniac destripado, colgando de un árbol? ¿No te han hablado todavía de los pozos envenenados, de nuestros camaradas asesinados mientras duermen, de las emboscadas de guerrilleros que no conocen la piedad...? Escucha bien lo que te digo: en este país hasta los perros, las aves, el sol y las piedras son nuestros enemigos.

Frederic contempló la llama del candil, intentando imaginar los rostros del enemigo en aquellas gentes negras y sucias que los miraban pasar en silencio desde las casas enjalbegadas que reverberaban bajo el tórrido sol andaluz. En su mayor parte eran mujeres, ancianos y niños. Los hombres válidos habían huido a la serranía, entre los inmensos olivares que reptaban por la ladera de las colinas. El comandante Berret, jefe del escuadrón, los había definido bien frente al cadáver de Juniac: —Son como bestias. Y los cazaremos como lo que son, alimañas emboscadas, sin darles cuartel. Ahorcaremos a un español en cada árbol de este maldito país. Lo juro.

Frederic todavía no había vivido ningún encuentro con tropas rebeldes españolas, ni siquiera con una de aquellas partidas armadas que se denominaban guerrilleros. Pero la ocasión distaba poco de presentarse. En aquel momento, unidades del ejército sublevado y bandas de campesinos se concentraban para oponerse a los ocho mil soldados franceses que, bajo el mando del general Darnand, tenían la misión de limpiar la región de elementos hostiles, asegurando las comunicaciones entre Jaén y Córdoba.

No se trataba de la guerra que el subteniente Frederic Glüntz había imaginado; pero sin duda se trataba de una guerra. La modalidad era quizá extremadamente sucia, pero no cabía elección. Las imágenes de rebeldes ahorcados por las patrullas de vanguardia, testigos mudos, ciegos e inmóviles, con la lengua fuera y los ojos desorbitados, cuerpos desnudos, negros, acosados por espesos enjambres de moscas, se habían convertido en frecuentes al paso de las tropas del Emperador. Al propio coronel Letac le habían matado su mejor caballo al entrar en un pueblecito minúsculo llamado Cecina; un solo tiro de mosquetón y una magnífica yegua rodando por el suelo con su jinete, a la que hubo que sacrificar. No se pudo encontrar al agresor, así que Letac, furioso por el incidente —«Es intolerable, caballeros, una yegua excelente, ¿verdad?, repugnante cobardía y, ejem, demás»—, ordenó una represalia apropiada:

—Ya saben, cuélguenme a alguno de esos desgraciados, vaya, que nunca saben nada ni han visto nada, caramba, una lección ejemplar, el cura, por supuesto, son la peste aquí, caballeros, uno que ya no predicará rebeldía desde el púlpito...

Trajeron al cura, un tipo de mediana edad, pasados los cincuenta, bajito y fornido, con la tonsura agrandada por la calvicie, mal afeitado y dentro de una sotana demasiado corta y llena de manchas que, sin saber muy bien por qué, el luterano Frederic pensó eran de vino de misa. No mediaron interrogatorio ni palabra alguna; una orden de Letac se convertía automáticamente en una sentencia. Pasaron una cuerda de cáñamo por los barrotes de hierro del balcón del Ayuntamiento. El cura los miraba, pequeño y cetrino, entre dos húsares a los que apenas llegaba a los hombros, con la frente empapada de sudor y los labios apretados, los ojos febriles clavados en la soga que le estaba destinada. El pueblo parecía desierto; no había ni un alma en la calle, pero tras los postigos entornados se adivinaba la aterrada presencia de los lugareños.

Cuando le echaron el lazo al cuello, sólo unos momentos antes de que los dos corpulentos húsares tirasen del otro extremo de la cuerda, el cura murmuró entre dientes un «hijos de Satanás» que fue claramente audible, aunque apenas movió los labios. Después escupió en dirección a Letac, que montaba un nuevo caballo, y se dejó ahorcar sin más comentarios. Cuando los últimos soldados abandonaron el pueblo —Frederic mandaba aquel día el pelotón de retaguardia— unas viejas vestidas de negro cruzaron despacio la plaza para arrodillarse a rezar bajo los pies del cura.

Cuatro días después, en un recodo del camino, una patrulla encontró el cadáver de un correo. Se trataba de un subteniente de húsares del Segundo Escuadrón, un joven alto y melancólico al que Frederic conocía por haber hecho juntos el viaje desde Burgos a Aranjuez, donde ambos se incorporaron al Regimiento. Juniac, que así se llamaba el infortunado, estaba completamente desnudo, atado por los pies a un árbol con la cabeza a dos palmos del suelo. Le habían abierto el vientre con su propio sable, y los intestinos, cubiertos por un enjambre de moscas, colgaban como un despojo de horror. La aldea más próxima se llamaba Pozocabrera, y estaba desierta; sus habitantes se habían llevado hasta el último grano de trigo. Letac ordenó arrasarla hasta los cimientos, y el 4° de Húsares prosiguió su marcha.

Así era la guerra de España, y Frederic lo había aprendido muy pronto: «Nunca cabalguéis solos, nunca os alejéis de los compañeros, nunca os internéis sin precauciones por terreno frondoso o desconocido, nunca aceptéis de los lugareños alimentos o agua que ellos no hayan probado antes, nunca vaciléis en degollar sin piedad a esos miserables hijos de perra...». Sin embargo, todos estaban convencidos, Frederic entre ellos, de que tal situación no se prolongaría durante mucho tiempo. La dureza y la profusión de castigos ejemplares no tardarían en hacer volver las aguas a su cauce. Todo era cuestión de ahorcar más, arcabucear más a aquella canalla inculta y fanática, concluyendo de una vez la pacificación de España para seguirse dedicando a más gloriosas empresas. Se decía que Inglaterra preparaba un importante desembarco en la Península, y ése sí era un enemigo con el que cabía medirse de igual a igual, brillantes cargas de caballería, movimiento de grandes unidades, batallas con nombres gloriosos que figurarían en los libros de Historia y que supondrían para Frederic Glüntz los peldaños del honor y de la fama, tan distintos a esta campaña en la que apenas se veía el rostro del enemigo. De todas formas, de confirmarse las previsiones, mañana podría llegar el primero de los grandes días. Las dos divisiones del general Darnand tenían frente a ellas un ejército organizado según las reglas, cuyo grueso estaba constituido por unidades encuadradas de forma regular. Dentro de pocas horas, el subteniente Glüntz, de Estrasburgo, tendría su bautismo de fuego y sangre.

De Bourmont vaciaba cuidadosamente la pipa, frunciendo el ceño al concentrarse en la tarea. El lejano fragor de un trueno retumbó lejos, hacia el norte, claramente audible a través de la lona de la tienda.

—Espero que mañana no llueva —comentó Frederic, con una punzada de preocupación. Para la caballería, lluvia significaba barro, dificultades para maniobrar los escuadrones. Por un momento lo asaltó la inquietante visión de monturas inmovilizadas en el fango.

Su amigo negó con la cabeza.

—No lo creo. Me han dicho que, en esta época del año, en España llueve poco. Con un poco de suerte nada podrá evitar que tengas tu carga de caballería —añadió sonriendo de nuevo, otra vez la franca mueca de amistad—. Quiero decir que la tendremos, claro. Los dos.

Frederic agradeció mentalmente aquel «los dos». Era bella la amistad bajo la tienda de campaña, a la luz del candil, en vísperas de una batalla. Por Dios que la guerra podía llegar a ser hermosa.

—Te vas a reír —dijo en voz baja, consciente de que se encontraban en la hora apropiada para las confidencias—, pero siempre imaginé mi primera carga bajo un sol radiante, uniformes y aceros desenvainados refulgiendo al sol, cubriéndose con el polvo de la galopada...

—«El instante supremo en que no tienes otro amigo que tu caballo, tu sable y Dios, por ese orden» —recitó De Bourmont entornando los ojos para recordar.

—¿Quién escribió eso?

—Lo ignoro. Quiero decir que no lo recuerdo. Lo leí una vez, hace muchos años; en un libro de la biblioteca de mi padre.

—¿Por eso te hiciste húsar? —preguntó Frederic.

De Bourmont se quedó unos instantes pensativo.

—Es posible —concluyó—. La verdad es que siempre tuve curiosidad por saber si aquel orden de factores estaba bien establecido. En Madrid decidí que el mejor amigo es el sable.

—Quizá mañana cambies de opinión y te inclines por Rostand, tu caballo. O por Dios.

—Quizá. Pero mucho temo que, puesto a escoger entre uno de los dos, prefiera que no me falle el caballo. ¿Y tú?

Frederic hizo un gesto de duda.

—La verdad es que todavía no lo sé. El sable —lo señaló con un movimiento de la mano, en su funda metálica guarnecida de piel negra— no puede fallar y el brazo que lo manejará está bien entrenado. Mi caballo Noirot es un excelente animal, que responde a la presión de mis rodillas casi tan bien como a las riendas. Y Dios... Bueno, yo tuve, a pesar de haber nacido el mismo año de la toma de la Bastilla, una educación familiar religiosa. Después, la vida militar crea un ambiente bien distinto, pero resulta difícil renunciar a las creencias que te inculcaron siendo niño. De todas formas, en una batalla Dios debe de andar demasiado ocupado para cuidar exclusivamente de mí. También los españoles que tendremos enfrente creen en su Dios papista y dogmático, con bastante más fanatismo que este húsar del Emperador, y juran y vuelven a jurar que está con ellos y no con nosotros, encarnación de todas las maldades del infierno. Posiblemente le ofrecieron a Cristo, como en los sacrificios paganos, al pobre Juniac mientras lo destripaban colgado por los pies en aquel olivo...

—¿En resumen? —preguntó De Bourmont, a quien el recuerdo de Juniac había ensombrecido.

—En resumen, me quedo con mi sable y mi caballo.

—Así habla un húsar. A Letac le gustaría oír eso.

De Bourmont se quitó las botas y el dormán, tendiéndose nuevamente sobre el catre. Allí cruzó los brazos bajo la nuca y cerró los ojos, tarareando entre dientes una cancioncilla italiana. Frederic sacó del bolsillo del chaleco el reloj de plata con sus iniciales grabadas, que su padre le había regalado el día que abandonó Estrasburgo para incorporarse a la Escuela Militar. Las once y treinta minutos de la noche. Se levantó con pereza, frotándose los riñones, y colocó el sable en el correaje colgado del mástil de la tienda, junto a las fundas de arzón con dos pistolas que él mismo había cargado cuidadosamente un par de horas antes.

—Voy a tomar un poco el aire —le dijo a De Bourmont.

—Deberías intentar dormir —respondió su amigo, sin abrir los ojos—. Mañana va a ser un día agitado. No habrá mucho tiempo para descansar.

—Sólo voy a echarle un vistazo a Noirot. Vuelvo en seguida.

Se puso el dormán sobre los hombros, apartó la lona de la tienda y salió al exterior, respirando la brisa de la noche. La luz de los rescoldos de una fogata teñía de rojo los rostros de media docena de soldados que conversaban sentados alrededor. Frederic los observó unos instantes y después echó a andar hacia las caballerizas del campamento, de donde llegaba a intervalos el nervioso relinchar de algún animal.

Oudin, el sargento forrajero del escuadrón, jugaba a los naipes con otros suboficiales bajo la lona de una tienda descubierta por los flancos. Sobre la mesa de madera había una grasienta baraja, botellas de vino y varios vasos. Oudin y los otros se pusieron en pie al reconocer a Frederic.

—A sus órdenes, mi subteniente —dijo Oudin, el rostro bigotudo y picado por la viruela rojo por efecto del vino—. Sin novedad en las caballerizas.

El sargento era un veterano borrachín y gruñón, siempre con su humor de mil diablos, pero que conocía a los caballos como si los hubiera parido él mismo. Llevaba un aro de oro en el lóbulo de la oreja izquierda y dos trenzas que teñía de negro para ocultar las canas. Su uniforme, como el de la mayor parte de los húsares, estaba recargado de bordados y cordones. Los gustos en materia de indumentaria de la caballería ligera no eran precisamente discretos.

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