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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (6 page)

BOOK: El húsar
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Un escuadrón de caballería, perteneciente sin duda al mismo Regimiento, pasaba ahora tras el muro siguiendo el camino que serpenteaba entre los olivares envueltos en tinieblas. El sonido de los cascos de las cabalgaduras desfilaba como el rumor de un torrente. La voz del comandante Berret restalló dentro del círculo de luz de las antorchas.

—¡Escuadrón! ¡Mooon... ten!

El cornetín tradujo la orden con estridente sonido. Frederic se cubrió con el colbac de piel de oso, puso el pie en el estribo y se izó a lomos de Noirot. Acomodóse en la silla, dejando colgar sobre su muslo izquierdo el portapliegos de cuero rojo, adornado con el águila imperial y el número del Regimiento. Se ajustó los guantes de cabritilla, apoyó la mano izquierda sobre el pomo del sable y tomó las riendas con la derecha. Noirot piafó agitando la cabeza, listo para marchar a la menor insinuación de su jinete.

Berret pasó frente a ellos con las bridas flojas, seguido como una sombra fiel por el trompeta mayor. Frederic se volvió hacia De Bourmont, que hacía retroceder a su caballo con una suave presión de las riendas.

—Esto empieza, Michel.

De Bourmont asintió con la cabeza, pendiente de los movimientos del caballo. El impresionante colbac, bajo el que caían las trenzas y la coleta rubias, le daba un aspecto formidable.

—Empieza, y parece que empieza bien —dijo llegando hasta su altura y estrechándole la mano—.Aunque creo que todavía tendremos ocasión de charlar un rato. He oído decir a Dombrowsky que la acción no llegará para nosotros hasta entrada la mañana.

—Lo importante es que llegue.

—Así sea.

—Buena suerte, Michel.

—Buena suerte, hermano. Y recuerda que cabalgo detrás de ti; no te quitaré ojo en toda la jornada.

Así podré después contar a las damas lo que hizo mi amigo Frederic Glüntz en el día de hoy. Pienso especialmente en unos ojos azules sobre los que un día tuviste la debilidad de contarme ciertos detalles...

El caballo de De Bourmont cabeceó, inquieto.

—Vaya, vaya —dijo el jinete—. ¡Tranquilo, Rostand, qué diablos...! ¿Te das cuenta, Frederic? Los caballos están casi tan impacientes como nosotros por entrar en combate. Hace una hora todos roncábamos, y de pronto cualquier ser viviente parece tener prisa. Esto es la guerra.

»Por cierto, si en algún momento te sientes solo, no tienes más que volverte y me verás... Bueno, eso será cuando se haga de día. Ahora ni el mismísimo Lucifer sería capaz de verse el rabo. Por la sangre de Cristo que no.

»Y cuídate, maldita sea. ¡Cuídate mucho!

Retrocediendo siempre sobre su grupa, con la destreza de un consumado jinete, De Bourmont se alejó hasta ocupar su puesto en la formación. Frederic contempló la larga fila de húsares inmóviles sobre las monturas, silenciosos e impresionantes en sus vistosos uniformes, a cuyos complicados adornos daba destellos de oro viejo la luz de las antorchas. El capitán Dombrowsky pasó a caballo con un trote corto, arriesgándose a romperse el alma en la semioscuridad. Un polaco frío y orgulloso, eso era el capitán. Frederic admiró una vez más su impasible porte, incluido el aire de «todo me importa un bledo» que era una de sus más destacadas actitudes.

El cornetín ordenó marcha al paso, en columna de a cuatro. Frederic dejó pasar ante él seis filas de cuatro hombres grupa con grupa, y tras aflojar ligeramente las riendas presionó las rodillas contra los flancos de Noirot, ocupando su puesto en la formación. El escuadrón maniobró en dirección al camino, abandonando el círculo de luz de las antorchas. Franqueado el muro de piedra, la columna se puso a serpentear por el camino, adentrándose en la oscuridad.

Algunos hombres canturreaban entre dientes, otros conversaban en voz queda. De vez en cuando una chanza recorría la fila. Pero la mayor parte de los húsares marchaban en silencio, rumiando sus propios pensamientos, recuerdos e inquietudes. Frederic pensó que no sabía nada de ellos. De los oficiales sí, naturalmente; pero ignoraba cuanto se refería a la tropa, incluso a los doce hombres que se encontraban directamente bajo su mando: el sargento Pinsard, los caporales Martin y Criton... Había un húsar que se llamaba Luciani, recordaba al tipo porque era corso, como el Emperador, y solía alardear de ello. Los otros eran desconocidos, soldados a los que podía identificar por el rostro, pero de quienes ignoraba los nombres y con los que apenas había cambiado algunas palabras. Sin saber muy bien por qué, lamentó de pronto no haberse preocupado en conocerlos mejor. Dentro de pocas horas iban a estar cabalgando juntos, hombro con hombro, hacia un peligro que los amenazaría a todos por igual. El desastre o la gloria, fuera lo que fuese aquello que aguardaba al final del camino lleno de tinieblas, se repartiría equitativamente, sin distinción de oficiales o subalternos. Esos doce soldados anónimos eran sus compañeros de batalla, de vida y quizá de muerte. Y se preguntó, descontento de sí mismo, por qué hasta aquella noche no se le había ocurrido pensar así en ellos.

En la distancia brilló un relámpago, y el trueno llegó a los pocos instantes. Los caballos se agitaron inquietos, e incluso Frederic tuvo que tirar de las riendas para mantener a Noirot en la formación. Un húsar blasfemó en voz alta.

—Hoy nos mojamos, compañeros. Os lo dice el viejo Jean-Paul.

«Al menos ya sé el nombre de otro», se dijo Frederic. Pero la voz pertenecía a un rostro oculto por la noche. Del modo de hablar se desprendía que era un veterano.

—Yo prefiero la lluvia al calor —respondió otra voz—. Me han contado que en Bailén...

—Vete con tu Bailén al diablo —respondió el tal Jean-Paul—. En cuanto amanezca vamos a hacer correr a esos andrajosos por toda Andalucía. ¿Es que no oísteis ayer al coronel?

—No tenemos tus orejas —dijo alguien—. Todos saben que son las más largas del Regimiento.

—¡Cuida las tuyas, voto a Dios! —respondió airada la voz del veterano—. ¡O te las cortaré yo en la primera ocasión!

—¿Tú, y cuántos más? —respondió el otro, fanfarrón.

—¿Eres Durand, verdad?

—Sí. Y he preguntado que tú y cuántos más me vais a cortar las orejas.

—Por el diablo, Durand, que en cuanto descabalguemos vamos a tener tú y yo bastante más que palabras...

Frederic creyó llegado el momento de intervenir.

—¡Silencio en las filas! —ordenó en tono enérgico.

La conversación cesó inmediatamente. Después se oyó murmurar en voz baja al llamado Jean-Paul:

—Es el subteniente. Muy gallito está, para no haber oído en su vida un cañonazo de verdad... ¡Ya veremos cómo te portas dentro de unas horas, querido!

Y de la oscuridad brotaron algunas risas quedas, ahogadas por el rumor de los cascos de los caballos.

La columna siguió avanzando al paso, muda serpiente de hombres y monturas que se deslizaba entre tinieblas. Los sables que pendían al costado izquierdo de los jinetes golpeaban contra estribos y espuelas con sonido metálico, como un sordo campanilleo que recorriese el escuadrón de punta a punta. Para no perder la ruta, cada fila de húsares se pegaba a las grupas de la que iba delante, hasta el punto de que a veces sonaba la maldición de un jinete cuyo caballo era literalmente empujado por el que venía detrás. La columna, compacta y soñolienta, marchaba hacia su destino como siniestro escuadrón formado por fantasmas negros de hombres y animales.

Frederic vio un resplandor rojizo al frente, como el de un incendio. Durante media legua mantuvo los ojos fijos en él, calculando la distancia, y decidió que se hallaba en la ruta que seguían. Al poco rato, ya con el resplandor muy próximo, comenzaron a perfilarse en la oscuridad algunas casas de formas confusas. Pasó frente a ellas, pensando que las paredes encaladas se asemejaban a sudarios inmóviles en la noche, y descubrió que la columna entraba en una población.

—Esto es Piedras Blancas —dijo un húsar, pero nadie confirmó sus palabras.

No había un alma en las calles desiertas, donde sólo se escuchaba el eco de los cascos de los caballos.

Las casas estaban cerradas a cal y canto, como si sus moradores se hubieran marchado. También pudiera ser que permaneciesen despiertos y aterrados, sin atreverse a abrir una ventana, espiando por las rendijas el paso de aquella larga fila de diablos negros. A su pesar, Frederic se estremeció con la incómoda sensación de que aquel escenario, el pueblo silencioso y a oscuras, sin un mal farol que iluminase cualquier esquina, tenía algo de siniestro y horrible.

También aquello era la guerra, se dijo. Hombres y bestias que se movían en la noche, pueblos cuyo nombre no se llegaba a conocer jamás, y que sólo significaban etapas en el camino hacia alguna parte. Y sobre todo, aquella inmensa tiniebla que parecía cubrir la superficie de la tierra, hasta el punto de que resultaba difícil imaginar que, en otro lugar del planeta, el cielo era en ese mismo instante azul y brillaba el buen padre sol en lo alto.

El subteniente Frederic Glüntz, de Estrasburgo, a pesar de estar rodeado por muchas docenas de camaradas, miró a diestra y siniestra y tuvo miedo. Temió lo que la noche ocultaba a su alrededor, e instintivamente llevó la mano a la empuñadura del sable. Jamás en su vida había deseado tanto ver alzarse el sol en el horizonte.

El resplandor provenía de un incendio. En la plaza mayor del pueblo —ahora eran ya numerosos los húsares que aseguraban haber reconocido Piedras Blancas— ardía una casa, sin que nadie hiciera el menor esfuerzo por atajar el fuego. Un pelotón de fusileros de línea, descansando bajo los soportales de un edificio que parecía el Ayuntamiento, contemplaba plácidamente las llamas. El incendio iluminaba a los infantes envueltos en sus capotes, que observaron con poco interés el paso de los húsares. Algunos se apoyaban indolentes en sus mosquetones. El fuego próximo hacía bailar sombras en sus rostros, cuya extrema juventud sólo se veía desmentida, de vez en cuando, por el poblado mostacho de un veterano.

—¿Adonde lleva este camino? —les pregunto un húsar.

—No tenemos ni idea —respondió uno de los fusileros, que llevaba una frasca de vino entre las manos y el arma terciada a la espalda—. Pero no os quejéis —añadió con una mueca malévola—. Al menos, los señoritos de la caballería no vais andando, como nosotros.

Incendio, plaza y pueblo quedaron atrás. De nuevo entre los sombríos olivares, el escuadrón adelantó a varias formaciones de infantería, que se hicieron a un lado para dejar expedito el camino. Más adelante pasaron los húsares junto a unas piezas de artillería, cuyos sirvientes estaban tumbados en tierra junto a las cureñas, iluminados por el resplandor de una pequeña fogata. Los caballos de tiro, con los arneses puestos y listos para la marcha, piafaron al paso de la columna.

En el horizonte parecía querer imponerse una débil claridad. Él aire frío de la madrugada hizo estremecerse una vez más a Frederic, que volvió a lamentar no haberse puesto el chaleco. Apretó con fuerza los dientes para evitar que castañeteasen, sonido que en aquellas circunstancias podía ser mal interpretado por los hombres que cabalgaban próximos. Desató el capote que llevaba arrollado en la parte delantera de la silla y se lo colocó sobre los hombros. Aunque un rato antes había dado una cabezada, estando a punto de caerse del caballo, ahora se sentía lúcido y despejado. Buscó en la bolsa de cuero que colgaba del pomo de la silla y extrajo una petaca de coñac, previsoramente dispuesta por Franchot, de la que bebió un corto sorbo. Esta vez, el licor le produjo un efecto tónico, y entornó los ojos con gratitud cuando sintió el tibio calorcillo extenderse por su entumecido cuerpo. Guardó la petaca y palmeó suavemente el cuello de Noirot. Amanecía.

Poco a poco, las sombras informes que cabalgaban ante él fueron adquiriendo contornos propios. Primero fue un chacó, luego siluetas de hombres y caballos. Después, mientras la claridad iba en aumento, nuevos detalles fueron completando la visión de los jinetes que seguían cabalgando al paso, en filas de a cuatro: perfiles nítidamente recortados sobre la primera luz del alba, espaldas cruzadas por cartucheras y correajes, pecheras abigarradas en los dormanes, rojos chacos oscilando al ritmo de las cabalgaduras, sillas húngaras de montar guarnecidas con pieles de animales o cuero repujado, cordones y bordados en oro, raquetas escarlata, pulidas empuñaduras de sables, ceñidos uniformes azul índigo... La informe serpiente negra se fue convirtiendo en escuadrón de caballería en cuya cabeza ondeaba el águila imperial.

También el paisaje se tornaba definido. Las tinieblas se alejaron reptando, desvaneciéndose bajo una tenue luz que daba un tono grisáceo a los árboles nudosos y retorcidos. Y entre los olivares, cubriendo hasta el horizonte los campos pardos y secos de Andalucía, Frederic vio batallones enteros que, arrastrando cañones y erizados de bayonetas, marchaban en la misma dirección, hacia la batalla.

3. La mañana

El cielo color ceniza, veteado de negros nubarrones, gravitaba sobre la tierra como si estuviese preñado de plomo. Una fina llovizna comenzó a caer sobre los campos, velando el paisaje de gris.

El escuadrón se detuvo en la falda de una colina, en las proximidades de una granja en ruinas entre cuyos muros crecían chumberas y arbustos. Envueltos en sus capotes, los hombres descabalgaron para estirar las piernas y dar reposo a los caballos, mientras el comandante Berret enviaba un batidor en busca del coronel Letac, que se hallaba en las inmediaciones. Desde su posición, los húsares podían distinguir la masa oscura de otro escuadrón del Regimiento, inmóvil sobre una loma próxima.

Frederic vio acercarse a Michel de Bourmont. Su amigo traía el caballo por la brida, y se había puesto el capote verde sobre los hombros para proteger del agua los bordados del uniforme. Sus ojos azules sonreían.

—Llegó la lluvia, por fin —dijo Frederic con amargura, como si culpase al cielo de haberle jugado una mala pasada.

De Bourmont extendió una mano con la palma vuelta hacia arriba y la observó con fingida sorpresa, encogiéndose después de hombros.

—¡Bah!, son cuatro gotas. Apenas un poco de tierra húmeda bajo las patas de los caballos —sacó la petaca del bolsillo, se puso una tagarnina entre los dientes y ofreció otra a su amigo—. Disculpa si no tengo nada mejor, pero ya sabes que, en España, el tabaco que puede encontrarse en estos tiempos suele ser infecto. La guerra ha trastornado el aprovisionamiento de Cuba.

—No soy lo que se dice un buen fumador —respondió Frederic—. Ya conoces mi incapacidad para distinguir un cigarro infecto de la mejor labor recién importada de las colonias.

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