Authors: Arturo Pérez-Reverte
—¿Lo has afilado bien? —preguntó, señalando el sable de Frederic con el caño de su pipa.
—Creo que sí.
De Bourmont sonrió de nuevo. El humo le hacía entornar los ojos, descaradamente azules. Frederic observó el rostro de su amigo, sobre el que la luz del candil arrojaba oscilantes sombras. Era un guapo mozo, cuyos modales y aplomo revelaban de inmediato un origen aristocrático. Procedente de una ilustre familia del Mediodía, su progenitor había tenido el buen juicio de convertirse automáticamente en el ciudadano Bourmont en cuanto los primeros sansculottes empezaron a mirar con ojos torvos a la realeza. El reparto oportuno de ciertas tierras y riquezas, una no menos feliz profesión de fe antirrealista, y sutiles pero sólidas amistades entre los más notorios descabezadores de la época, le habían permitido capear con bastante desahogo la tormenta que se abatió sobre Francia, asistiendo con la anatomía íntegra y el patrimonio sólo parcialmente menguado al irresistible ascenso del advenedizo corso; término este último que, por supuesto, quedaba reservado a discretas conversaciones de almohada entre el señor y la señora De Bourmont.
Michel de Bourmont hijo, por consiguiente, era lo que antes de 1789, y ahora desde hacía pocos años, podía definirse sin excesivo riesgo para el interesado como un joven de buena cuna. Había abrazado la carrera militar a temprana edad, con dinero en la bolsa, aportando a su manera, en aquel torrente de fanfarrona vulgaridad que era el ejército napoleónico, un cierto estilo que, gracias a sus dotes personales, su generosidad y una especial intuición para el trato social, no sólo resultaba incapaz de irritar a iguales y superiores, sino que en el Regimiento llegó a considerarse de buen tono y hasta a imitarse a menudo. Tenía juventud —acababa de cumplir veinte años en España—, simpatía, era apuesto, y su valor estaba acreditado. Todo ello había permitido a Michel de Bourmont rescatar sin excesivas suspicacias del entorno el de tan oportunamente olvidado por su padre en los aciagos días del tumulto revolucionario. Por otra parte, su ascenso al empleo de teniente era cosa hecha, y sólo habían de mediar unas semanas antes de que fuera efectivo.
Para Frederic Glüntz, joven subteniente nutrido con todos los dilatados sueños de gloria que podía albergar una sólida cabeza de diecinueve años, el coronel Letac era lo que le gustaría llegar a ser, mientras que Michel de Bourmont era justamente aquello que habría querido poder ser, encarnación de un rango personal y social que jamás, aunque en el futuro curso de su vida lograse hacer fortuna, alcanzaría. Ni siquiera Letac, que en veinte años de duras campañas había logrado cuanto un leal y ambicioso soldado podía desear, y estaba a un paso de convertirse en general del Imperio, poseería jamás ese aire distinguido de buena cuna, ese estilo peculiar de quien, en palabras del propio coronel, «hizo pipí de pequeño, ya saben, sobre auténticas alfombras de Persia...». De Bourmont tenía todo eso sin envanecerse demasiado por ello —no envanecerse en absoluto habría sido impropio de un oficial de húsares, el cuerpo más elitista, ostentoso y fanfarrón de toda la caballería ligera del Emperador—. Por eso el subteniente Frederic Glüntz, hijo de un simple burgués, lo admiraba.
Destinados como subtenientes en el mismo escuadrón, la amistad había brotado entre ambos jóvenes como solían ocurrir aquellas cosas a temprana edad: de forma imperceptible, partiendo de una mutua simpatía más apoyada en el instinto que en hechos razonables. Sin duda, que compartiesen la misma tienda como alojamiento de campaña había contribuido a estrechar los lazos entre ellos; un mes afrontando hombro con hombro las durezas de la vida militar unía indiscutiblemente, sobre todo si se daba de por medio una afinidad en cuanto a gustos y sueños de juventud. Se habían hecho mutuas y discretas confidencias, y su intimidad se fue afirmando hasta llegar al tuteo, rasgo significativo del género de relación que mantenían, si se tiene en cuenta que entre la oficialidad del 4.° de Húsares se consideraba con sumo rigor el usted como fórmula protocolaria en cualquier tipo de conversación.
Un dramático suceso había señalado el momento en que la amistad entre Frederic Glüntz y Michel de Bourmont se consolidó. Ocurrió unas semanas atrás, cuando el Regimiento se hallaba acantonado en Córdoba, preparándose para salir de operaciones. Los dos subtenientes, francos de servicio, habían ido una noche a pasear por las callejuelas de la ciudad. El recorrido era ameno, la temperatura agradable, e hicieron varios altos en el camino para beber cierto número de jarras de vino español. Al pasar frente a una casa vieron fugazmente, tras una ventana iluminada, una linda muchacha, y ambos permanecieron largo rato apostados frente a la reja, con la esperanza de contemplarla de nuevo. No fue posible y, decepcionados, resolvieron entrar en una taberna para que el dorado vino andaluz borrase el recuerdo de la bella desconocida. Al franquear el umbral fueron alegremente saludados por media docena de oficiales franceses, entre los que se encontraban dos del 4° de Húsares. Invitados a unirse al grupo, lo hicieron de buena gana.
La velada transcurrió en animada conversación, regada con jarras y botellas que un huraño tabernero servía sin interrupción. Pasaron un par de horas extremadamente gratas, hasta que un teniente de cazadores a caballo llamado Fucken, de codos sobre la mesa manchada de vino, expresó ciertas críticas sobre la lealtad al Emperador de algunos vástagos de la vieja aristocracia, lealtad que Fucken consideraba harto discutible.
—Estoy seguro —dijo— de que si los realistas lograran crear un auténtico ejército y nos enfrentásemos a ellos en campaña, más de uno de los que están con nosotros se pasaría al enemigo. Llevan las flores de lis en la sangre.
Que el comentario hubiese brotado entre los vapores del alcohol y el ambiente cargado por humo de pipas y cigarros no justificaba su impertinencia. Todos los presentes, incluido el propio Frederic, miraron a Michel de Bourmont, y éste se creyó en la obligación de darse por aludido. Torció la boca con su característica sonrisa de lobo, pero la mirada que dirigió al imprudente, fría como un témpano, establecía con toda claridad que no había el menor rastro de humor en su gesto.
—Teniente Fucken —dijo con absoluta serenidad, en medio del silencio expectante que se había hecho en torno a la mesa—. Deduzco que su inoportuno comentario alude a una clase determinada a la que me honro en pertenecer... ¿Estoy equivocado?
Fucken, un lorenés de pelo rizado y ojos negros que recordaba vagamente a Murat en su apariencia, parpadeó incómodo. Era consciente de su desliz, pero varios oficiales presenciaban la escena. Resultaba imposible retractarse de lo dicho.
—Allá cada cual, si se da por aludido —respondió adelantando la mandíbula.
Todos los testigos se miraron unos a otros, con aire de haber comprendido lo que ya era inevitable. Sólo quedaba seguir con la máxima atención el ritual que, sin duda, vendría de inmediato. Los rostros permanecieron graves e interesados, dispuestos a no perder ningún detalle de la conversación. Cada uno de ellos retenía ya mentalmente las palabras y gestos que, cuando todo hubiese terminado, les permitirían narrar el suceso a los camaradas de sus respectivas unidades.
Frederic, que se veía por primera vez en tal situación, estaba sorprendido e incómodo, pues su bisoñez en esos lances no le impedía captar el significado de la dramática escena, ni sus consecuencias. Miró a su amigo De Bourmont, viéndole colocar el vaso sobre la mesa con deliberada lentitud. Un capitán, el oficial de más edad entre los presentes, murmuró un poco convincente «caballeros, seamos sensatos», para intentar apaciguar los ánimos, pero nadie se hizo eco ni prestó mayor atención. El capitán se encogió de hombros; también aquello formaba parte del ritual.
De Bourmont sacó un pañuelo de seda de la manga del dormán, secó cuidadosamente sus labios y se puso en pie.
—Las alusiones inoportunas suelo discutirlas con un sable en la mano —dijo con la misma sonrisa helada—. Aunque nos diferencia un grado, espero que, en honor al uniforme que ambos vestimos, esté dispuesto a darme la satisfacción de discutir el tema conmigo.
Fucken permanecía sentado, mirando con fijeza a su oponente. Al comprobar que no respondía, De Bourmont apoyó suavemente una mano sobre la mesa.
—Estoy al corriente —prosiguió en el mismo tono— de que los usos en este tipo de cuestiones desaprueban que dos oficiales de distinta graduación se enfrenten con las armas en la mano por cuestiones privadas... Pero como mi ascenso a teniente ya está aprobado, y recibiré el despacho dentro de pocas semanas, estimo que los aspectos formales del asunto quedan cubiertos de ese modo. Podríamos aguardar a que mi nuevo grado sea efectivo, pero ocurre, teniente Fucken, que dentro de unos días nuestros regimientos salen a campaña. Me irritaría en extremo que alguien lo matase a usted antes de que lo haga yo.
Las últimas palabras pronunciadas por De Bourmont no podían ser pasadas por alto, y los presentes admiraron en silencio su oportunidad, que no dejaba a Fucken, como oficial y hombre de honor que era, otra salida que batirse.
Fucken se puso en pie.
—Cuando guste —respondió con firmeza.
—Ahora mismo, por favor.
Frederic exhaló el aire que había retenido en los pulmones y se levantó con los otros, aturdido. De Bourmont se había vuelto hacia él y lo miraba con una gravedad inusitada entre ambos.
—Subteniente Glüntz... ¿Tendría la amabilidad de oficiar como uno de mis padrinos?
Frederic tartamudeó una apresurada respuesta afirmativa, sintiéndose enrojecer. De Bourmont tomó también como padrino a otro húsar, un teniente del Segundo Escuadrón. Por su parte, Fucken escogió al capitán de más edad y a un teniente de su mismo Regimiento. Los cuatro —sería más correcto decir los tres, con la muda aquiescencia de Frederic— se apartaron unos instantes para discutir la forma y lugar en que se llevaría a cabo el enfrentamiento, mientras los dos oponentes permanecían silenciosos, rodeados por sus respectivos amigos y camaradas, evitando mirarse el uno al otro hasta que no llegase el momento de empuñar las armas.
Decidieron que el duelo fuese a sable, y el capitán que apadrinaba a Fucken se ofreció solemnemente a indicar un lugar apropiado y a salvo de miradas inoportunas, donde la cuestión podía solventarse con razonable discreción. Se trataba del jardín de una casa abandonada en las afueras de la ciudad, y hacia allí se encaminaron todos, con la gravedad que las circunstancias requerían, llevándose dos faroles de petróleo de la taberna.
La noche seguía siendo cálida y el cielo estaba cuajado de estrellas alrededor de una luna afilada como un puñal. Llegados al jardín, los preparativos fueron rápidos. Ambos contendientes se quedaron en camisa, penetraron en el círculo iluminado por los faroles, y momentos después estaban acometiéndose a sablazos.
Fucken era valiente. Se tiraba a fondo, arriesgando mucho, y quería alcanzar a su adversario en la cabeza o en los brazos. De Bourmont se batía con serenidad, casi a la defensiva, estudiando a su adversario y demostrando que había gozado de las enseñanzas de un excelente profesor de esgrima. El sudor ya empapaba las camisas de ambos cuando Fucken resultó tocado en una acometida y retrocedió unos pasos, mascullando una blasfemia mientras se miraba el hilillo de sangre que le corría por el brazo izquierdo. De Bourmont se detuvo y bajó el sable.
—Está usted herido —dijo con una cortesía en la que no había el menor asomo de triunfo—. ¿Se encuentra bien?
Fucken estaba ciego de cólera.
—¡Perfectamente! ¡Prosigamos!
De Bourmont hizo un leve saludo con la cabeza, paró en cuarta la feroz estocada que le dirigió su contrincante y descargó, uno tras otro, tres sablazos como tres relámpagos. El tercero de ellos alcanzó a Fucken en el costado izquierdo, sin atravesar las costillas, pero abriéndole una herida. Fucken se puso pálido, soltó el sable y se quedó mirando a De Bourmont con ojos turbios.
—Creo que es suficiente —dijo este último, pasándose el sable a la mano izquierda—. Por mi parte, me doy por satisfecho.
Fucken seguía mirándolo, apretados los dientes y una mano sobre la herida, con visibles esfuerzos para tenerse en pie.
—Es justo —respondió con voz desmayada.
De Bourmont envainó el sable y saludó con exquisita cortesía.
—Ha sido un honor batirme con usted, teniente Fucken. Por supuesto, quedo a su disposición en caso de que, una vez curado, desee continuar esta discusión.
El herido hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No será necesario —dijo con honestidad—. Ha sido una leal pelea.
Todos los presentes se mostraron de acuerdo, y la cuestión quedó resuelta. El teniente de cazadores a caballo tardó diez días en recobrarse de la herida, y contaban conocidos comunes que, cuando se le mencionaba el duelo, Fucken no vacilaba en asegurar que suponía un honor haberse batido con alguien que, en todo momento, demostraba ser un oficial y un caballero.
El incidente no tardó en ser comidilla de todas las reuniones de oficiales en la guarnición de Córdoba, pasando así a engrosar el anecdotario de los dos Regimientos involucrados. Por su parte, el coronel Letac, jefe del 4° de Húsares, convocó a De Bourmont y le dirigió una tormentosa diatriba, de la que el joven salió con veinte días de arresto domiciliario. Más tarde, comentando el suceso con su ayudante, comandante Hulot, Letac tuvo a bien exponer privadamente lo que pensaba del caso.
—Diablo, Hulot, me regocija, ejem, la cara que tendrá el viejo Dupuy, ya sabe, ese coronel de cazadores estirado, diantre, dos agujeros en el pellejo a uno de sus cachorros, buen golpe me han contado, excelente y demás, eso creo, lo que importa es que el Regimiento se haga, ejem, respetar, un húsar es un húsar, por Belcebú, aunque haya un grado de diferencia, qué demonios, todo es soslayable, irregular, pero, ejem, honor y demás, ya sabe... Y ese joven Bourmont, buena familia, nos sale duelista, templado y todo eso, recibió mi, ejem, aluvión sin pestañear, casta, tiene casta y esas cosas, le metí veinte días, impasible el mozo, y debía de estar sonriéndose por dentro, el tunante, hasta el último furriel sabe, que salimos al campo antes de una semana, ya sabe, guardar las apariencias, pura forma y, ejem, demás. De esto ni una palabra, Hulot, confidencia y todo eso.
Excusado es añadir que la confidencia del coronel fue referida por el comandante Hulot, con razonable fidelidad en cuanto a forma y contenido, a todo oficial del Regimiento que se puso a su alcance.