Authors: Arturo Pérez-Reverte
Los dos subtenientes miraron a Philippo, sumamente interesados. Éste se pavoneó, satisfecho de la impresión que había causado.
—Así es, queridos amigos —añadió—. Según comentó antes Dombrowsky en uno de sus raros momentos de locuacidad, Darnand sigue intentando cortar a los españoles el paso hacia la serranía. El problema reside en la columna Ferret.
—¿Qué pasa con Ferret? — preguntó De Bourmont—. Según mis noticias, tendría que estar reforzando nuestro flanco.
Philippo hizo un gesto desdeñoso, como si pusiera en duda la capacidad militar del coronel Ferret.
—Ahí está el quid de la cuestión —explicó— Ferret, que tendría que estar aquí hace rato, todavía no ha llegado. Así las cosas, es posible que echen mano de nosotros antes de lo previsto, para desorganizar las líneas enemigas que están al otro lado de esos cerros.
—¿Dombrowsky dijo eso? —interrogó Frederic, excitado por las confidencias de Philippo. Ya se veía cabalgando hacia el enemigo.
—No; lo último es una suposición mía. Pero me parece elemental. Somos la única fuerza móvil que hay en el sector, y además el único Regimiento que todavía no ha entrado en fuego. Los demás están batiendo el cobre desde hace rato, excepto el Octavo Ligero, que sigue en reserva.
—Antes hemos visto unos dragones —comentó De Bourmont.
—Sí, lo sé. Me han dicho que los están utilizando en pequeños grupos para misiones de reconocimiento a lo largo de toda la línea. Nuestros cuatro escuadrones, sin embargo, están aquí.
Frederic no compartía la seguridad de Philippo.
—Yo sólo veo a ésos —indicó, señalando la inmóvil masa de jinetes que se mantenía a la vista cerca del escuadrón—. Ésos y nosotros. Y como uno y uno suman dos, nos falta medio regimiento.
Philippo torció el gesto con fastidio.
—Me aburre con sus germánicos cálculos, Glüntz —dijo molesto—. Usted es joven, todavía no tiene experiencia. Confíe en lo que le dice un veterano.
—Eso es razonable —indicó De Bourmont, y Frederic se mostró rápidamente de acuerdo.
—Me gustaría saber quién lleva ventaja —coto mientras señalaba en dirección al campo de batalla.
—Ah, eso no hay forma de saberlo por ahora alegó Philippo—. Lo que parece es que nuestro flanco tiene cierta dificultad para mantenerse. Han pedido más artillería, y de un momento a otro se espera que el Octavo Ligero entre también en línea. Tendremos que echar una mano dentro de poco.
—Eso no me desagradaría —comentó De Bourmont.
Philippo palmeó la empuñadura de su sable con aire fanfarrón.
—Toma, ni a mí. En cuanto asomemos al otro lado de esos cerros, los españoles van a ponerse a correr como alma que lleva el diablo. ¡Cazzo di Dio!
Frederic desató el capote que llevaba arrollado en la silla de montar y lo extendió en el suelo, bajo el tronco de un olivo. Se quitó el colbac, descolgó la cantimplora y se tumbó, mordisqueando un trozo de galleta seca que extrajo de la alforja. Los otros lo imitaron.
—¿Alguien tiene coñac? —preguntó Philippo—. Si es aguardiente, tampoco rechazaría un trago.
De Bourmont le alargó un frasco sin decir palabra. Los húsares habían tenido tiempo de aprovisionarse antes de abandonar el campamento, pero sin duda el teniente había agotado ya su reserva. Philippo se lo llevó a los labios y resopló satisfecho.
—Ah, mis queridos amigos... Esto resucita a un muerto.
—No a los que yo he visto— murmuró Frederic, en un rasgo de humor negro del que él fue el primer sorprendido. Los otros lo miraron, extrañados.
—¿En el pueblo? —preguntó De Bourmont.
Frederic hizo un gesto evasivo.
—Sí, tres o cuatro. Españoles, la mayoría. Les habían quitado las botas.
—Si eran españoles, me parece bien —opinó Philippo—. Además, ¿para qué le sirven las botas a un muerto?
—Para nada—respondió De Bourmont, lúgubre. —Pues eso; para nada. Algún vivo las necesitaría.
—Jamás despojaré a un cadáver —dijo Frederic con el ceño fruncido.
Philippo enarcó una ceja.
—¿Por qué? A los muertos les da igual.
—Es indigno.
—¿Indigno? —Philippo soltó una risita aguda—. Es la guerra, querido. Naturalmente, son cosas que no se aprenden en la escuela militar. Ya irá aprendiendo, se lo aseguro... Vamos a ver. Imagine, Glüntz, que usted camina por un campo de batalla, después de una dura jornada sin probar bocado, y encuentra un soldado muerto con el zurrón bien repleto. ¿Sus escrúpulos le impedirían darse un banquetazo?
—Prefiero morirme de hambre —dijo Frederic con absoluta convicción.
Philippo agitó la cabeza, reprobador.
—Veo que ha pasado poca hambre en la vida, amigo mío... ¿Y usted, Bourmont, renunciaría a las vituallas si estuviese en el lugar de nuestro joven Glüntz?
De Bourmont se retorció una guía del bigote, dubitativo.
—Creo que haría lo mismo que él —dijo por fin—. No me gusta despojar a los muertos.
Philippo chasqueó la lengua con desaliento.
—Imposible hacer carrera con ustedes dos. Eso es lo malo de las almas puras; consideran la vida como un sueño color de rosa. Ya cambiarán, ya. Quizá empiecen a cambiar hoy mismo. Despojar a los muertos, ha dicho usted. ¡Je! Eso no es nada. ¿Nunca les han hablado de esos repugnantes grupos de expoliadores que suelen acompañar a los ejércitos en campaña, y que a la noche, después de una batalla, se deslizan como sombras entre cadáveres y heridos para arrancarles hasta el último objeto de valor? Esos buitres carroñeros llegan a rematar a los moribundos para robarles, cortan dedos para conseguir los anillos, trituran mandíbulas para obtener los dientes de oro...
Comparado con lo que hace esa chusma, quedarse con un mendrugo de pan o un par de botas es un juego de niños... Insisto en que esto resucita a un muerto —proclamó devolviéndole a De Bourmont el frasco de coñac mientras eructaba discretamente—. La verdad es que estaba necesitando un trago, Corpo di Cristo. Nos hemos mojado un poco esta mañana, ¿eh? Con eso de no saber hacia dónde diablos cabalgábamos y si el combate era inminente o no, todos tardamos en ponernos el capote. Sólo el viejo Berret y ese estirado de Dombrowsky lo sabían, pero no dijeron ni pío. Dentro de un rato, las dos terceras partes del escuadrón estarán estornudando. Menos mal que ahora no llueve.
Un batidor se acercaba al trote. Sin duda se dirigía al cerro donde habían subido Berret y los otros. Los batidores eran los enlaces de la caballería; solían recorrer el campo de batalla de un lado a otro llevando mensajes a las unidades. Philippo llamó su atención cuando pasó junto a ellos.
—¿Alguna novedad, soldado?
El húsar, un joven de trenzas y coleta rubias, retuvo unos instantes su montura.
—El cuarto escuadrón cayó hace un rato sobre una partida de guerrilleros, a cosa de una legua de aquí— informó con un timbre de satisfacción en la voz; él pertenecía al Cuarto—. Todavía andan por ahí, acuchillando gente en la persecución. Un lindo trabajo.
—Sin cuartel —murmuró De Bourmont con sonrisa cínica, viendo alejarse al batidor.
Philippo estaba complacido.
—Sin cuartel, en efecto. Ésa es la ventaja cuando se trata de guerrilleros; no hay que molestarse en hacer prisioneros. Unos cuantos golpes de sable y, zis, zas, solventada la cuestión.
De Bourmont y Frederic se mostraron de acuerdo. Philippo reía.
—Es curioso —comentó pavoneándose—, pero ese tipo de guerra irregular, a base de partidas que se echan al monte, es muy propio de los pueblos meridionales...
—¿De veras? —De Bourmont se inclinó hacia el teniente, interesado.
—¡Es evidente, amigos míos! —Philippo solía alardear a la menor oportunidad de su sangre italiana—. Para la guerrilla hace falta imaginación, iniciativa... Incluso cierta indisciplina. ¿Imaginan a un inglés guerrillero? ¿O a un polaco como el capitán Dombrowsky...? ¡Imposible! Para eso hay que tener la sangre caliente, caballeros. Caliente.
—Como usted, querido —indicó De Bourmont con velada sorna.
—Como yo; exacto. En el fondo no me caen mal del todo esos malditos campesinos del trabuco. Cuando los degüello, tengo la impresión de estar degollando a mi padre. El buen hombre era meridional hasta la médula de los huesos.
—Pero usted mata más franceses que españoles, Philippo. Usted y sus famosos duelos...
—Yo mato lo que se me pone delante —sentenció el italofrancés, algo picado.
Frederic acarició la grupa de Noirot, que relinchó agradecido. El cielo gris se reflejaba en el agua del riachuelo, pero las nubes se habían abierto un poco y entre ellas despuntaban retazos de azul. Un rayo de sol iluminaba las cimas de los cerros cercanos. El joven pensó que a pesar de la guerra, o quizá gracias a ella, el paisaje se le antojaba ahora muy hermoso.
Miró el caballo de De Bourmont, que abrevaba junto al suyo, metido en la corriente del arroyo hasta los corvejones. Tenía una soberbia estampa, tordo rodado de crin larga y cola recortada, sin que las manchas de los cuartos traseros afearan su aspecto. La silla guarnecida con piel de leopardo era de singular belleza; húngara, como casi todo el equipo de los húsares: silla de montar, botas, uniformes... Incluso el término húsar procedía de aquel país. Alguien le había contado una vez a Frederic que provenía de las palabras husz, que significaba cien, y ar, renta. Desde siglos atrás, cada propietario de tierras tenía la obligación en Hungría de proporcionar a su señor un hombre equipado y un caballo para la guerra, por cada cien habitantes de su feudo. Ése había sido el origen de la legendaria caballería ligera cuyo estilo y tradiciones había sido adoptado por los ejércitos de casi todos los países de Europa.
Con total desenvoltura, Philippo les preguntó si llevaban encima cigarros, pretextando que su petaca estaba en la alforja, ésta en el caballo, y aquél en mitad del riachuelo. De Bourmont se desabrochó algunos botones de su dormán y sacó tres tagarninas. Las encendieron y fumaron en silencio, contemplando las nubes y claros que pasaban sobre sus cabezas.
—Me pregunto —comentó Philippo al cabo de un rato— cuánto tardaremos en regresar a Córdoba.
Frederic lo miró, sorprendido.
—¿Le gusta Córdoba? Yo encuentro esa ciudad calurosa y sucia.
—Las mujeres son guapas —respondió Philippo con ojos soñadores—. Conozco allí a una preciosidad, con pelo de azabache y una cintura que haría perder la cabeza hasta a ese maldito témpano de Dombrowsky —era evidente que el capitán polaco no gozaba de la simpatía del italofrancés—. Se llama Lola, y tiene unos ojos como para tirar a Letac del, ejem, caballo.
—Lola significa Dolores, ¿verdad? —preguntó De Bourmont—. Creo que se trata de un diminutivo, de un nombre familiar.
Philippo suspiró ruidosamente.
—Dolores... Lola... ¿Qué más da? ¡Cualquier nombre le sentaría bien!
—Me gusta —comentó Frederic, repitiendo varias veces el nombre en voz alta—... Lola. ¿Suena bien, verdad? Es algo elemental, salvaje. Muy español, sin lugar a dudas. ¿Es hermosa?
Philippo emitió un suave quejido.
—Ya lo he dicho. ¡Hermosísima! Pero lo que no saben ustedes es que ella fue, indirectamente por supuesto, la culpable de...
—Su último duelo —señaló De Bourmont.
—Ah, ¿conocen la historia?
—Todo el Regimiento conoce la historia —indicó De Bourmont con fastidio—. La ha contado usted veinte veces, querido.
—¿Y qué? —repuso Philippo, amostazado— Aunque la haya contado cien, la historia sigue siendo la misma, y Lola sigue siendo Lola.
—A saber con quién estará ahora -comentó De Bourmont, guiñándole furtivamente un ojo a Frederic.
Philippo volvió a dar unas palmaditas en la empuñadura de su sable.
—Con quien seguro que no está es con aquel imbécil del Undécimo de Línea al que sorprendí una noche rondando la verja de su casa... Le dije que me acompañara a solventar la cuestión en un lugar discreto, y respondió que en el ejército francés está prohibido batirse. Eso a mí, ¡al teniente Philippo! Entonces lo seguí hasta su acuartelamiento y monté en la puerta tal escándalo que al pobre diablo casi lo sacaron a rastras sus compañeros para que no quedase deshonrado el nombre del Regimiento.
—Le dio usted un buen sablazo —recordó De Bourmont.
—Le di varios. Cayó como un saco de patatas, y se lo llevaron más muerto que vivo.
—Me informaron sólo de uno. Y de que se fue por su pie.
—Le informaron mal.
—Si usted lo dice...
Se quedaron un rato callados, escuchando el lejano fragor del combate que se desarrollaba tras los cerros. Los de infantería debían de estar pasando un mal rato, pensaba Frederic, atento a los estampidos.
—Una vez maté a una mujer— murmuró inesperadamente De Bourmont, como si hubiese decidido de pronto confesarse en voz alta. Sus compañeros lo miraron, sorprendidos.
—¿Tú? —preguntó Frederic, incrédulo—. ¡Estás de broma, Michel!
De Bourmont negó con la cabeza.
—Hablo en serio —dijo entornando los ojos como si le costase recordar—. Fue en Madrid, el día dos de mayo, en una de las callejuelas que hay entre la Puerta del Sol y el Palacio Real. Philippo se acordará bien de aquella jornada, porque también andaba por ahí...
—¡Vaya si la recuerdo! —confirmó el aludido— ¡Estuve a punto de perder la piel veinte veces aquel día!
—Los madrileños se habían amotinado —continuó De Bourmont— y atacaban a nuestras tropas con lo que tenían a mano: pistolas, fusiles, esas navajas españolas largas... Había una barahúnda espantosa por toda la ciudad. Desde las ventanas nos descerrajaban tiros, echaban tejas y macetas, hasta muebles. Yo estaba de camino con un despacho para el duque de Berg cuando me sorprendió el tumulto. Unos chicuelos empezaron a apedrearme, y casi me derriban del caballo. Los espanté con facilidad y troté hacia la Plaza Mayor para dar un rodeo, pero allí, sin saber cómo, me vi atrapado entre el populacho. Eran una veintena de hombres y mujeres, y por lo visto unos mamelucos les acababan de matar a alguien a quien llevaban en brazos, chorreando sangre por la calle. Al verme se abalanzaron como fieras, blandiendo palos y navajas. Las mujeres eran las peores, gritaban como arpías y se agarraban a las riendas y a mis piernas, intentando derribarme del caballo...
Frederic escuchaba con suma atención, pendiente de su amigo. De Bourmont hablaba despacio, casi monótonamente, deteniéndose a veces como si se esforzara en ordenar unos recuerdos que jamás, hasta aquel momento, había sentido necesidad de expresar. —Desenvainé el sable —prosiguió— y en ese momento recibí un navajazo en el muslo. El caballo se encabritó y por poco me tira de espaldas, con lo que habría sido hombre muerto en pocos instantes. Tengo que reconocer que yo estaba espantado. Una cosa es enfrentarse al enemigo, y otra muy distinta a una turba enloquecida y vociferante... Bueno, el caso es que piqué espuelas para lanzar el caballo entre ellos y abrirme paso, mientras atizaba mandobles a diestro y siniestro.