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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (12 page)

BOOK: El húsar
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Se detuvo don Álvaro de Vigal en este punto, como si le faltase el aliento. Afloró a sus marchitos labios una sonrisa triste, mientras con un gesto de la mano surcada de venas azules, ademán en el que había más de pesimismo bondadoso que de reproche, señaló las paredes del salón, adornadas con objetos ligados a la historia de su familia.

—Todo está ahí —dijo en tono de resignada fatiga, como si se refiriese a algo contra lo que había tratado de luchar durante toda su vida, siendo derrotado una y otra vez—. Viejas armas cubiertas de óxido, rostros austeros cuyos poseedores son polvo desde hace siglos... ¿Ven esos retratos? No encontrarán en ellos mucho color; la pátina del tiempo no ha hecho sino oscurecer un poco más lo que en origen eran claroscuros... Sombras y pocas luces, quizá las imprescindibles para iluminar esas facciones duras y orgullosas, esos gestos altivos junto a los que, a veces, reluce débilmente un pomo de espada, el esbozo de color de una joya, de una cadena de oro, a menudo de una fina cruz, la mancha pálida de una gola... No hay sonrisas en esos rostros austeros, mis jóvenes amigos. Incluso sus ropas, negras como la oscuridad que las rodea, se funden con esta porque son accesorias, no aportan nada específico al carácter de los hombres que posaron para que el pintor extrajera de la paleta, más que su aspecto exterior, aspecto de sus almas. Todos ellos fueron grandes hombres; escrupulosos y católicos a menudo, disolutos algunas ocasiones. Ellos, que no inclinaban la cabeza ni ante sus reyes, se humillaban sin embargo ante una hostia consagrada, ante la barba mal afeitada y las manos torpes de cualquier mísero cura de pueblo. Los hubo que murieron peleando por Dios y por sus monarcas en guerras europeas, en las Indias o en el norte de África, batiéndose contra protestantes, anglicanos, berberiscos... Fueron valientes soldados, dignos nobles, leales vasallos. Y todos, excepto los que murieron en lugares trágicos y lejanos, tuvieron a un sacerdote junto al lecho en el momento de entregar su espíritu. Como mi abuelo. Como mi padre... Por ironía del Destino yo, último vástago de un tronco ya estéril, no tendré a mi lado más que a un viejo y fiel criado. Eso, si es que el buen Lucas no decide jugarme la mala pasada de morirse antes que yo.

El anciano hizo una nueva pausa, contemplando los retratos con melancolía. Después se volvió hacia los dos húsares y sonrió débilmente.

—Si algún día su Emperador me hiciera el honor de, como ustedes, alojarse en mi casa, tendría mucho gusto en mostrarle esta galería de mis antepasados. Quizá entonces comprendiera algunas cosas sobre esta tierra.

Juniac dejaba vagar la mirada por la habitación, con aire aburrido. Pero Frederic se inclinó hacia el viejo noble, interesado.

—Resulta extraño escuchar eso aquí —comentó sonriendo con cortesía—. Usted es español, don Álvaro, y sin embargo profesa la religión de las ideas, de la Cultura. Hace un rato ha tenido la amabilidad de mostrarnos su biblioteca... ¿Qué es lo que impide a hombres como usted ser guías del resto de sus compatriotas? Es un hecho histórico probado que las minorías cultas, la élite, gozan de la fuerza suficiente para arrastrar a pueblos enteros, para abrir las ventanas y hacer posible que la luz del sol, la luz de la Razón, aleje los fantasmas que cercan al ser humano, haciendo comprender a éste que no hay fronteras, que los hombres deben progresar de forma colectiva, solidaria.

El anciano aristócrata lo miró con tristeza.

—Escuche, mi querido joven. Una vez, cuando España era dueña del mundo, tuvo un emperador que albergaba el mismo sueño que Bonaparte: una Europa unida. Nacido en el extranjero, en Flandes, llegó a ser tan español que decidió pasar los últimos años de su vida tras abdicar, en un monasterio de este país, un lugar llamado Yuste. Aquel hombre, quizá el más grande y poderoso de su tiempo, hubo de luchar tanto en el exterior contra la rivalidad de Francia y el germen independentista europeo que se apoyaba en el luteranismo, como contra los fueros y el orgullo nacionalista local de los propios españoles. Fracasó en el primero de los intentos y su hijo Felipe, el hombre enlutado, gris y fanático, echó los cerrojos a España, aislándola del sueño paterno. Curas e Inquisición, ya saben. Los Pirineos volvieron a ser obstáculo psicológico, además de geográfico.

»En los últimos tiempos, merced a la moderna expansión de las ideas progresistas, España estaba empezando a salir del negro pozo en el que anduvo sumida. Quienes defendemos la necesidad del progreso, vimos en la revolución que derribó a los Borbones en Francia una señal de que los tiempos, por fin, comenzaban a cambiar. El creciente peso político de Bonaparte en Europa y la influencia que gracias a ello logró alcanzar Francia en su entorno geográfico, constituían una esperanza... Sin embargo, y es aquí donde surge el problema, el desconocimiento de este país y la escasa habilidad con que sus procónsules han venido actuando, echaron por la borda lo que pudo ser un prometedor comienzo... Los españoles no son, no somos, gente que se deje salvar a la fuerza. Nos gusta salvarnos nosotros mismos poco a poco, sin que ello signifique una renuncia a los viejos principios en los que, para bien o para mal, nos han hecho creer durante siglos. Si no ha de ser así, preferimos condenarnos para la eternidad. Jamás las bayonetas impondrán aquí una sola idea.

La alusión a las bayonetas sacó a Juniac de su ensimismamiento. Carraspeó antes de hablar, con el aire satisfecho de quien descubría, por fin, un aspecto de la conversación que le era familiar.

—Pero ahora hay un nuevo rey —dijo con absoluta convicción—. José Bonaparte ha sido reconocido por la corte de Madrid. Y si el ejército español prefiere ser desleal, aquí estamos nosotros para sostenerlo en el trono.

Don Alvaro miró a Juniac, observando detenidamente su limitada expresión de soldado. Después negó lentamente con la cabeza.

—No se engañe. Ha sido reconocido por algunos cortesanos sin escrúpulos y por otros ingenuos que todavía ven en la alianza con Francia el camino de la renovación nacional. Pero todas esas gentes están demasiado lejos del pueblo; son incapaces de ver lo que ocurre bajo sus narices. Echen un vistazo a su alrededor. Toda España es un brasero, y en cada ciudad las juntas claman por la rebelión. Ustedes los militares franceses han cerrado con su presencia el camino. No queda más que la guerra y, créanme, será una guerra terrible.

—Una guerra que ganaremos, señor —tercio Juniac con cierto desdén que Frederic juzgó incorrecto—. No le quepa la menor duda.

Don Álvaro sonrió con dulzura.

—Creo que no. Creo que no la van a ganar, caballeros, y esto se lo dice a ustedes un anciano que admira a Francia, que ya no está en edad de sostener sus palabras en un campo de batalla y que, a pesar de ello, puesto ante la elección, desenfundaría su vieja y enmohecida espada para pelear junto a esos campesinos incultos y fanáticos; para pelear incluso contra las ideas que durante una larga vida he defendido con calor.

»¿Tan difícil es comprenderlo? Oh, sí, mucho me temo que sea difícil, y prueba de ello es que ni siquiera el propio Bonaparte, en su genialidad, ha sabido comprender. El dos de mayo, en Madrid, ustedes abrieron un foso entre ambos pueblos; un foso de sangre en el que se hundieron las esperanzas de muchas gentes como yo. Me han contado que, cuando Bonaparte recibió el informe de Murat sobre aquella horrible jornada, comentó: "Bah, ya se calmarán...". Ése es el error, mis jóvenes amigos. No, no se calmarán nunca. Ustedes, los franceses, han redactado para España una excelente Constitución, que hasta hace poco hubiera sido la materialización perfecta de antiguas aspiraciones de muchos como yo. Pero también han saqueado Córdoba, han violado mujeres españolas, han fusilado sacerdotes... Hieren, con sus actos y su presencia, justo en lo más vivo de este pueblo estúpido, testarudo y, a la par, entrañable. Ya sólo queda la guerra, y esa guerra se hace en nombre de un imbécil medio tarado que se llama Fernando, pero que, por una u otra razón, se ha convertido en un símbolo de resistencia. Es una tragedia.

—Pero usted es un hombre inteligente, don Álvaro —insistió Frederic—. Hay otros como usted en España; muchos. ¿Acaso es tan difícil hacer ver a sus compatriotas la realidad?

El señor De Vigal agitó la blanca cabeza.

—Para mi pueblo, la realidad es lo inmediato. La miseria, el hambre, las injusticias sociales, la religión, dejan poco lugar a las ideas. Y lo inmediato es que un ejército extranjero se pasea por la tierra donde están las iglesias, las tumbas de los antepasados y también las tumbas de miles de enemigos. Quien pretenda explicar a los españoles que hay algo más que eso se convierte en un traidor.

—Pero usted, don Álvaro, es un patriota. Nadie puede negar eso.

El español miró fijamente a Frederic durante unos instantes, en silencio, y después torció la boca en un gesto de amargura.

—Pues lo niegan. Yo soy un afrancesado, ¿saben? Ese es el peor insulto que desde hace un tiempo se escucha por aquí. Y quizá un día vengan a mi casa a sacarme a rastras como han hecho ya con algunos viejos y buenos amigos.

Frederic estaba sinceramente escandalizado.

—Nunca se atreverán —protestó.

—Craso error, amigo mío. El odio es un móvil poderoso, y en este país puede haber muchas cosas confusas, pero dos son diáfanas como la luz del día: los españoles sabemos morir y sabemos odiar como nadie. Tenga la seguridad de que, un día u otro, mis compatriotas vendrán a por mí. Lo curioso es que cuando analizo a fondo la cuestión, no soy capaz de culparlos por ello.

—Es terrible —comentó Frederic, indignado.

Don Alvaro lo miró con genuina sorpresa.

—¿Terrible? ¿Por qué ha de ser terrible? Usted se equivoca, joven. No, no, nada de eso. Simplemente es España. Para entenderlo, habría que nacer aquí.

El Octavo Ligero ya estaba a media legua de la aldea que constituía su objetivo. Frederic cabalgaba al paso, junto a la cabeza de la columna azul, atento al menor indicio de presencia enemiga. Su ánimo se había serenado tras la escaramuza del bosquecillo. De vez en cuando se miraba la bota derecha, manchada por la sangre seca del guerrillero al que había dado muerte. No había en aquella costra parda nada que pudiese relacionar con don Álvaro de Vigal; la sensación era más próxima a la que se debía de sentir al acuchillar a un animal.

Avanzaban a campo traviesa, sofocados los reclutas por la intensa marcha. La aldea, cada vez más cercana, era mezquina y gris, con algunas casas blancas. Varios disparos llegaron desde un roquedal próximo y pasaron zumbando bajo, casi al límite de su alcance, hundiéndose en la tierra húmeda. Michel de Bourmont adelantó a Frederic, galopando a la cabeza de su pelotón, para desplegarse en tiradores al frente de la columna. El joven vio alejarse a su amigo mientras la infantería apretaba el paso. Los oficiales del Octavo, sable en mano, azuzaban a sus hombres hasta conseguir que avanzaran a paso ligero, con el mosquetón en vilo y enrojecidos los rostros por el esfuerzo.

Un último rayo de sol brilló en el horizonte antes de desaparecer tras el cada vez más espeso manto de nubes. Nuevos disparos llegaron desde el roquedal y la aldea. A la izquierda, algo retrasados y en la linde del bosque, se distinguían algunos jinetes del Cuarto escuadrón, que tomaban posiciones para emprender la persecución cuando el enemigo fuese desalojado.

Uno de los dos batallones del Octavo se detuvo, descansando los hombres sobre las armas, mientras el otro proseguía su avance. El fuego de fusilería de los españoles se hizo más intenso y algunos infantes cayeron al suelo entre las filas. De Bourmont y sus húsares se replegaron sobre el flanco izquierdo mientras los tiradores a pie se desplegaban a su vez en vanguardia, continuando el fuego de hostigamiento contra las posiciones enemigas.

Frederic observaba maniobrar a las compañías del batallón sin perder de vista el roquedal y la aldea.

Los reclutas ocupaban sus puestos a la carrera mientras los oficiales gritaban órdenes sin cesar, en constante ir y venir entre la formación. El enemigo estaba casi al alcance de la mano; los infantes se detuvieron, recortados contra el horizonte, de pie entre los campos que hacía meses nadie sembraba, con la culata del mosquetón apoyada en el suelo. Frederic tiró de las riendas de Noirot y volvió grupas, retrocediendo con su pelotón.

Pasó a diez o doce varas de una compañía de cazadores cuyo capitán, que hurgaba en el suelo entre sus botas con la punta del sable, respondió distraídamente al saludo de buena suerte que le hacían los húsares. Los soldados miraban al frente con aire absorto y grave, las relucientes bayonetas les rozaban la visera del chacó.

Sonó una corneta y el tambor se puso a redoblar. El oficial del sable pareció despertar de un sueño, se volvió hacia sus hombres y gritó una orden. Los soldados se pasaron la lengua por los labios, respiraron hondo, levantaron los mosquetones y se pusieron en marcha.

Frederic se detuvo un momento y, en pie sobre los estribos, echó un vistazo sobre la grupa. El batallón avanzaba imperturbable hacia la aldea, de la que brotó una descarga cerrada. Las filas azules se agitaron unos instantes, se estrecharon de nuevo y siguieron acortando la distancia al paso; después se detuvieron y dispararon a su vez. Una humareda de pólvora comenzó a formarse entre ellas y el objetivo. Cuando el tambor cambió el ritmo de su redoble y los infantes avanzaron de nuevo, el terreno a su espalda fue quedando sembrado de uniformes azules tendidos en tierra. Después, el humo ocultó la escena, el fragor de fusilaría se extendió por todas partes, y de la neblina oscura llegó el griterío de los hombres que se lanzaban al asalto.

5. La batalla

El escuadrón se congregó de nuevo en una cañada que discurría entre cerros punteados de olivos, teniendo a la vista la altura donde estaba situada la plana mayor del Regimiento. En el horizonte, bajo el pesado cúmulo de nubes, el cañón seguía tronando y el estrépito de fusilería procedente de la aldea recién atacada llegaba nítido y cercano.

Hombres y caballos descansaban a discreción. Frederic se quitó el colbac y lo colgó por el barboquejo en el pomo de la silla. Revisó las herraduras de Noírot y después bebió unos cortos tragos de la cantimplora de campaña. Se encontraba relajado, en excelente forma física. Llevó su caballo hasta una roca grande y plana y se sentó en ella, estirando las piernas. A escasa distancia, un grupo de húsares discutía los pormenores de la batalla. Durante un rato escuchó sus comentarios, consistentes en las habituales especulaciones sobre los planes del Mando y el signo favorable o desfavorable que, a su limitado juicio, adoptaba el curso de los acontecimientos. Aburrido, dejó de prestarles atención, se recostó sobre la roca y cerró los ojos.

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