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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (15 page)

BOOK: El húsar
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El universo aparecía a ojos de Frederic más sombrío que nunca en aquella jornada, bajo el cielo encapotado que seguía destilando humedad, en aquel valle de donde el bramido del cañón había alejado hasta las aves, dejando sólo a los hombres que se mataban con saña. Por un momento quiso imaginar que todo habría sido diferente si, en lugar de aquella gris bóveda, de la lluvia y el barro que comenzaba a formarse bajo las patas de Noírot, la tierra hubiera estado seca, el cielo azul, y el sol luciese en lo alto. Pero tal idea sólo pudo sostenerse un instante en su cabeza; ni siquiera un luminoso día de la más radiante primavera podría suavizar el horror de las imágenes que iban jalonando el camino de Frederic hacia la gloria.

El terreno se hizo más llano, los árboles comenzaron a escasear y el escuadrón se puso al trote. El comandante Berret cabalgaba impávido junto al estandarte, flanqueado por Dombrowsky y por el trompeta mayor. Durante un trecho recorrieron el mismo camino que había seguido Frederic escoltando al Octavo Ligero hacia la aldea, y el joven húsar tuvo ocasión de divisar el bosquecillo de pinos donde había matado al guerrillero. Antes de llegar a su altura torcieron a la derecha, y la atención de Frederic se desvió hacia la mancha azul del Segundo Escuadrón, que se acercaba rápidamente para unirse a ellos en el ataque. Ahora había soldados por todas partes, en apretadas columnas, y el estrépito de fusilería resonaba por doquier.

Sin embargo, todavía no estaban a la vista del enemigo.

Los dos escuadrones se concentraron tras una loma, aún que sin mezclarse uno con otro. El Segundo permaneció a unas setenta varas de distancia, y Frederic admiró el compacto conjunto de sus filas, la perfecta formación previa al despliegue que los conduciría al combate. Los caballos piafaban inquietos, cabeceaban mordiendo el bocado, hurgaban la tierra con los cascos. Habían sido entrenados para aquel momento, y su instinto les decía que era llegada la hora suprema.

Berret, Dombrowsky y dos jefes del otro escuadrón subieron a la loma para divisar con claridad el área de ataque. El resto quedó inmóvil manteniendo la formación, ojos y oídos atentos a la señal de avance. Frederic retiró los paños encerados que cubrían sus pistoleras y se inclinó sobre los flancos de Noirot para comprobar la cincha y los estribos. Miró a De Bourmont, pero éste se hallaba pendiente de lo que hacían Berret y los otros.

—¡A ver si arrancamos de una vez! —murmuró entre dientes un húsar próximo a Frederic, y el joven estuvo a punto de expresar en voz alta su aprobación al comentario. Había que salir ya, terminar con tanto paseo, con tanta dilación. Sentía en su interior todos los nervios tensos, como si estuviesen anudados unos con otros, y un ingrato hormigueo le recorría el estómago. Era preciso atacar de una vez, terminar con la incertidumbre, afrontar cara a cara aquello, fuera lo que fuese, que aguardaba al otro lado de la loma. ¿A qué diablos esperaba Berret? Si seguían allí, sin duda el enemigo acabaría descubriéndolos, caería sobre ellos o se alejaría; quizá adoptase medidas defensivas que, por ignorancia, tal vez no había dispuesto aún. ¿A qué estaban esperando?

La sangre empezó a batir con fuerza en sus sienes, el corazón saltaba como si quisiera salírsele del pecho; Frederic estaba seguro de que los húsares próximos podían escuchar sus latidos. La llovizna seguía cayendo, empapándole hombros y muslos, y algunos regueros de agua le chorreaban ya sobre la nariz y la nuca. Por Dios. Por Dios. Se estaban empapando allí, quietos como estatuas, encima de los caballos, mientras al imbécil de Berret se le ocurría perder el tiempo en reconocimientos. ¿Acaso no estaba claro? Ellos estaban a un lado de la loma; el enemigo, al otro. Todo era muy sencillo, no hacía falta calentarse la cabeza. Bastaba con dar la orden de avance, remontar la ladera y descender la pendiente al galope, cayendo como diablos sobre aquella chusma de campesinos y desertores. ¿Es que no había nadie que le hiciera comprender eso al comandante?

La imagen de Claire Zimmerman volvió a pasar un instante frente a sus ojos, y la apartó irritado. Al diablo. Al diablo la señorita Zimmerman, al diablo Estrasburgo, al diablo todos. Al diablo Michel de Bourmont, que estaba allí como un pasmarote, mirando estúpidamente hacia la cima, calándose hasta los huesos, sin preguntar a gritos por qué infiernos no salían ya al galope. Al diablo Philippo, el fanfarrón, ahora callado como un muerto, mirando también en la misma dirección con la boca ridículamente entreabierta. ¿Es que se habían vuelto todos unos cobardes? Al otro lado había tres batallones de infantería enemiga; a este lado, dos escuadrones de húsares. Dos centenares de jinetes contra mil quinientos infantes. ¿Y qué? No iban a atacar a los tres batallones de golpe. Primero sería uno, luego los otros... Además, había dos escuadrones en reserva. Y el Octavo Ligero estaba también en algún lugar al otro lado, allí en donde sonaban las descargas, esperando que la caballería echase una mano... ¿Por qué maldita razón no cargaban de una vez?

Cuando vio a Berret y Dombrowsky volverse hacia ellos, a Blondois agitar el estandarte, al trompeta mayor llevarse a los labios la corneta, y escuchó brotar del cobre la metálica llamada de guerra, el corazón de Frederic se detuvo unos instantes y después se precipitó en alocada carrera. Su «¡Viva el Emperador!» se fundió con el de doscientas gargantas que aullaron enardecidas mientras los dos escuadrones empezaban a remontar la loma. Desenvainó el sable y lo apoyó sobre la clavícula derecha, irguió la frente y espoleó a Noirot hacia aquel lugar en el que no tendría otros amigos que Dios, su sable y su caballo.

6. La carga

A medida que remontaban la loma, Frederic fue alcanzando a divisar el que iba a ser escenario del ataque. Primero fue la densa humareda suspendida entre cielo y tierra; luego columnas de humo negro que ascendían verticales, casi inmóviles, como congeladas por la llovizna. Después pudo distinguir entre la neblina, lejanas, algunas de las montañas que cerraban el valle al otro lado, hacia el horizonte. Ya casi en la cima pudo abarcar los campos a derecha e izquierda, el bosque, la aldea envuelta en llamas, irreconocible con los tejados ardiendo furiosamente, las pavesas que se alzaban al cielo impulsadas por el calor, y que luego se disolvían en el aire o caían de nuevo a tierra, sobre los campos negros de barro y cenizas.

Uno de los batallones del Octavo Ligero estaba al pie mismo de la loma, y era evidente que lo había pasado mal. Sus compañías habían retrocedido, y el terreno que se extendía ante ellas estaba sembrado de inmóviles uniformes azules tendidos en tierra. Exhaustos, los soldados vendaban sus heridas, limpiaban los mosquetones. Eran los mismos hombres a los que Frederic había escoltado hacia la aldea, conquistada a la bayoneta y evacuada después ante el feroz contraataque enemigo. Ahora tenían los uniformes manchados de fango, los rostros ahumados por la pólvora, la mirada perdida de los soldados sometidos a dura prueba. Con su repliegue, el centro del combate en aquel flanco se había desplazado hacia la derecha, allí donde el otro batallón del Regimiento, algo más avanzado y apoyándose en los muros acribillados de una granja medio derruida, escupía descargas de fusilería contra las compactas filas enemigas, que parecían avanzar lenta e implacablemente entre el humo de sus propios disparos, como si nada fuera capaz de detenerlas.

Las cornetas de los dos escuadrones de húsares tocaron, casi al mismo tiempo, a formar en orden de batalla. Las primeras líneas de uniformes verdes y pardos estaban muy cerca, a media legua de distancia, apenas visibles entre la neblina de pólvora quemada. Cuando vieron aparecer a los húsares iniciaron un movimiento de contracción sobre sí mismas, pasando de la línea al cuadro, única formación defensiva eficaz frente a un ataque de caballería. En lo alto de la loma, el comandante Berret no perdía el tiempo; apartó un momento la vista de las filas enemigas, comprobó que el escuadrón estaba listo para el avance, sacó el sable de la vaina y apuntó hacia el cuadro enemigo más próximo.

—¡Primer Escuadrón del 4° de Húsares! ¡Al paso!

Los jinetes, ahora alineados en dos compactas filas de cincuenta hombres cada una, espolearon a sus caballos iniciando el descenso por la suave pendiente. A su derecha, el comandante del otro escuadrón, con movimientos casi idénticos a los de Berret, señalaba con su sable hacia un cuadro enemigo algo más alejado.

—¡Segundo Escuadrón del 4° de Húsares! ¡Al paso!

De algún lugar al otro lado de las filas españolas llegó el ronquido de las balas de cañón de la artillería enemiga, que se enterraban con un chasquido en la tierra húmeda antes de reventar en un cono invertido de barro y metralla. Frederic cabalgaba delante de la primera fila, llevando a la izquierda a Philippo y a la derecha a De Bourmont. El comandante Berret iba frente al estandarte, con el trompeta mayor pegado a su grupa. Dombrowsky había ocupado su puesto en el otro extremo de la fila; si Berret caía, él sería quien tomase su lugar a la cabeza del escuadrón. Si también Dombrowsky quedaba fuera de combate, el mando sería cubierto por Maugny, Philippo, y así sucesivamente, por orden de antigüedad, hasta llegar al propio Frederic.

—¡Primer Escuadrón...! ¡Al trote!

Los caballos forzaron la marcha, ajustando los jinetes el movimiento del cuerpo al ritmo de las cabalgaduras. Frederic, con el sable apoyado en el hombro y las riendas en la mano izquierda, miraba de reojo a un lado y a otro para mantener su puesto en la formación, lo que le impedía mirar al frente cuanto hubiera deseado. El cuadro verde hacia el que se dirigían se veía más próximo entre los remolinos de humo de pólvora; empezaba a dejar de ser una masa informe para revestirse de sus auténticos rasgos: compactas filas de hombres formando un cuadro erizado de bayonetas por todos sus flancos.

Los dos escuadrones dejaron atrás la loma, pasando junto al maltrecho batallón de infantería. Los soldados levantaron los chacos en la punta de los fusiles, vitoreando a los húsares, e inmediatamente recobraron la formación y, empujados por sus oficiales, empezaron a avanzar tras ellos, internándose otra vez por el terreno que habían debido abandonar ante el empuje enemigo, marchando otra vez hacia adelante a través de los campos salpicados de camaradas muertos.

El otro escuadrón fue alejándose del de Frederic, pues su objetivo era una formación enemiga distinta, un cuadro de casacas pardas que se hallaba a unas cuatrocientas varas de aquel contra el que se dirigían los jinetes de Berret. Un par de balas de cañón pasaron aullando y reventaron hacia la izquierda, sin causar daños. Algunos tiros de fusil llegaban zumbando sin fuerza, al límite de su alcance, y se enterraban con un chasquido en el suelo húmedo.

Berret levantó el sable y la corneta tocó alto. El escuadrón recorrió todavía un trecho y se detuvo, las dos filas perfectamente alineadas, mientras los húsares refrenaban sus monturas tirando con fuerza de las bridas. A unas doscientas varas, entre los torbellinos de humo, se distinguía perfectamente el cuadro enemigo, rodilla en tierra la fila exterior, en pie la segunda, ambas con los mosquetones apuntando hacia el escuadrón ahora inmóvil.

Berret agitó el sable sobre su cabeza. Repitiendo la maniobra centenares de veces ensayada en los ejercicios, los oficiales retrocedieron hasta colocarse a los flancos mientras los húsares sacaban las carabinas de sus fundas de arzón.

—¡Primera Compañía...! ¡Apunten!

En ese momento llegó la descarga enemiga. Frederic, en el flanco izquierdo de la formación, encogió la cabeza cuando vio el rosario de fogonazos recorrer las filas españolas. Las balas zumbaron por todas partes, dando con algunos húsares en tierra. Un par de caballos se desplomaron también, agitando las patas en el aire.

Imperturbable, muy erguido en su montura, Berret miraba hacia la formación española.

—¡Primera Compañía!... ¡Fuego!

Los caballos se sobresaltaron cuando partió la descarga, cuya humareda veló la vista del enemigo. Dos húsares heridos se arrastraban por el suelo, esquivando las patas de los animales, intentando colocarse a la espalda del escuadrón. No querían verse pisoteados en la inminente arrancada.

Berret apareció entre la humareda, con su único ojo echando chispas y el sable en alto.

—¡Oficiales, a sus puestos...! ¡Primer Escuadrón del 4° de Húsares...! ¡Al paso!

Frederic espoleó a Noirot mientras introducía la muñeca en el lazo formado por el cordón de la empuñadura del sable; las manos le temblaban, pero él sabía que no era a causa del miedo. Respiró hondo varias veces y apretó los dientes; se sentía flotar en un extraño sueño.

Las dos filas arrancaron compactas, internándose en la humareda.

—¡Primer Escuadrón...! —la voz de Berret ya sonaba ronca—. ¡Al trote!

El sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra se fue acompasando, con un retumbar que crecía en intensidad al acelerar los animales su cadencia. Frederic dejó colgar el sable de su muñeca derecha, empuñó una pistola con esa misma mano y mantuvo con firmeza las riendas en la izquierda. El olor de la pólvora quemada le inundaba los pulmones, sumiéndolo en un estado próximo a la borrachera. Respiraba excitación por todos los poros, tenía la mente en blanco y sus cinco sentidos se concentraban, con tesón animal, en que sus ojos penetraran la humareda para distinguir al enemigo que esperaba al otro lado, cada vez más cerca.

El escuadrón dejó atrás los últimos jirones de neblina gris, y ante él apareció de nuevo el cuadro español. Había muchos uniformes verdes tendidos en tierra, alrededor de las filas exteriores. Los hombres de la primera línea, arrodillados, cargaban a toda prisa sus armas, empujando con las baquetas. La segunda línea, la que estaba en pie, apuntaba. Frederic tuvo por un instante la impresión de que todos los mosquetones se dirigían hacia él.

—¡Primer Escuadrón...! ¡Al galope!

La segunda descarga enemiga partió a cien varas. Los fogonazos brotaron inquietamente próximos y esta vez Frederic pudo sentir que el plomo pasaba muy cerca, a escasas pulgadas de su cuerpo crispado por la tensión. A la espalda, por encima del batir de los cascos del escuadrón, pudo escuchar el relincho de animales alcanzados y gritos de furia de los jinetes. La formación comenzaba a disgregarse; algunos húsares se adelantaban a derecha e izquierda. Una granada estalló tan cerca que sintió el calor del metal al rojo que silbaba en el aire. El caballo de Philippo, un isabelino de crin recortada, pasó por delante de él galopando enloquecido, sin jinete. El comandante Berret seguía a la cabeza del escuadrón, apuntando el sable contra el enemigo del que ya se podían distinguir los rostros.

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