Authors: Arturo Pérez-Reverte
El estrépito de los cascos batiendo la tierra, la furiosa galopada de Noirot, el poderoso resuello del animal, los pulmones de Frederic ardiendo por el acre olor de la pólvora, el sudor que empezaba a cubrir el cuello de la montura, las mandíbulas del jinete apretadas, la llovizna que continuaba cayendo, el agua que chorreaba del colbac hacia la nuca... Ya no había punto de retorno. El mundo se reducía a una enloquecida cabalgada, al ansia de barrer de la faz de la tierra aquellos odiosos uniformes verdes, aquellos chacós de plumas rojas que formaban un muro vivo, erizado de fusiles y bayonetas. Sesenta, cincuenta varas. La línea de hombres arrodillados ya levantaba de nuevo sus mosquetones, mientras la segunda, la que estaba en pie, mordía los cartuchos y los empujaba a toda prisa por los cañones de sus armas todavía humeantes.
La corneta aulló el terrible toque de carga, la orden de atacar a discreción, y cien gargantas gritaron «¡Viva el Emperador!» en clamor salvaje que se alzo a lo largo del escuadrón, ahogando el temblor de tierra bajo las patas de los caballos. Frederic espoleaba a Nolrot hasta arrancarle sangre de los flancos; gesto innecesario, pues el caballo ya no respondía a la presión de las riendas. Avanzaba como una flecha, tendido el cuello y desorbitados los ojos, el bocado lleno de espuma, tan ofuscado como su jinete. Ya eran varias las monturas que galopaban con la silla vacía, sueltas las bridas, entre las filas compactas pero cada vez más desordenadas del escuadrón. Treinta varas.
Todo el universo estaba concentrado para Frederic en recorrer la última distancia antes de que los mosquetones que apuntaban escupiesen su rosario de muerte. Con el sable colgando del cordón de la muñeca, la hoja golpeándole el muslo y la pistola bien sujeta en la mano crispada, tensó todavía más los músculos, dispuesto a recibir en pleno rostro la descarga que ya era inevitable. Como en un sueño irreal vio que la segunda fila del cuadro enemigo alzaba los fusiles en desorden, que algunos españoles arrojaban las baquetas sin terminar de cargar, que otros apuntaban con ella todavía dentro del cañón, paralela a la reluciente bayoneta. Diez varas.
Vio el rostro de un oficial de uniforme verde gritando una orden cuyo sonido quedó ahogado por el fragor de la carga. Disparó su pistola contra el oficial, la metió en la funda y empuñó el sable, afirmándose cuanto pudo en la silla. Entonces la línea de hombres arrodillados hizo fuego, el mundo se tornó relámpagos y humo, aullidos, barro y sangre. Sin saber si estaba herido o no, saltó arrastrado por su caballo entre el bosque de bayonetas. Descargó sablazos sobre cuanto tenía a su alcance, golpeó, tajó con desesperada ferocidad, gritando corno un poseso, sordo y ciego, empujado por un odio inaudito, con el ansia de exterminar a la Humanidad entera. Una cabeza hendida hasta los dientes, una masa de hombres revolcándose en el barro bajo las patas de los caballos, un rostro moreno y aterrado, la sangre chorreando por hoja y empuñadura, el chasquido del acero sobre la carne, un muñón sanguinolento donde antes había una mano que empuñaba una bayoneta, Noirot encabritado, un húsar que descargaba sablazos a ciegas con la cara cubierta de sangre, más caballos sin jinete que relinchaban despavoridos, gritos, batir de aceros, disparos, fogonazos, humo, alaridos, caballos que se pisaban las tripas, hombres cuyas entrañas eran pisoteadas por caballos, acuchillar, degollar, morder, aullar...
Llevado de su impulso, el escuadrón arrasó todo un vértice del cuadro y siguió la cabalgada, desviándose a la izquierda de su ruta por efecto del choque. Frederic se vio de pronto fuera de las líneas enemigas, sosteniéndose sobre la silla, entumecido el brazo que empuñaba el sable. La corneta ordenaba reagruparse para una nueva carga, y los húsares recorrieron casi un centenar de varas antes de recobrar el control de sus monturas, que galopaban alocadamente. Frederic dejó colgar el sable del cordón de la muñeca y tiró con fuerza de las riendas de Noirot, frenándolo casi sobre el terreno, patinando los cuartos traseros sobre el suelo húmedo. Después, sin aliento, zumbándole los oídos y sintiendo la sangre palpitarle con fuerza en las sienes, envarada la nuca por un dolor atroz, recobrando algunos fragmentos de lucidez, espoleó de nuevo su montura hacia el estandarte en torno al cual se arremolinaba el escuadrón.
Al comandante Berret le colgaba inerte al costado el brazo derecho, roto de un balazo. Estaba muy pálido, pero lograba mantenerse sobre la silla, con el sable en la mano izquierda y las riendas entre los dientes.Su único ojo ardía como un carbón encendido.
Dombrowsky, intacto en apariencia, tan frío y tranquilo como si en vez de en una carga hubiese participado en un ejercicio, se acercó al comandante, lo saludó con una inclinación de cabeza y tomó el mando.
—¡Primer Escuadrón del 4.° de Húsares...! ¡Carguen! ¡Carguen!
Frederic tuvo tiempo de percibir una fugaz visión de Michel de Bourmont con la cabeza descubierta y el dormán desgarrado, levantando el sable mientras el escuadrón se lanzaba de nuevo al ataque. Los caballos fueron ganando otra vez velocidad, se acompasó el retumbar de los cascos, y los húsares empezaron a cerrar filas mientras acortaban distancia con el cuadro enemigo. La lluvia caía ahora con fuerza y las patas de los animales chapoteaban en el barro, arrojándolo a ráfagas sobre los jinetes que galopaban detrás. Frederic espoleó a Noirot colocándose aproximadamente en su puesto, al frente y en el ala izquierda de la primera línea. Le sorprendió ver que ningún oficial cabalgaba a su lado, hasta que de pronto recordó el caballo de Philippo galopando sin jinete tras la explosión de la granada, antes del choque.
El cuadro estaba rodeado de cuerpos de hombres y caballos tendidos en tierra. De sus filas, ya menos nutridas, partió una descarga que se abatió sobre el escuadrón a cien varas. El caballo del portaestandarte Blondois hincó la cabeza, recorrió un trecho tropezando sobre las patas delanteras y derribó a su jinete. De la fila se adelantó un húsar sin colbac, con la coleta y trenzas rubias agitándose al viento de la galopada, que arrebató el estandarte de las manos de Blondois antes de que éste rodase por tierra. Era Michel de Bourmont. A Frederic se le erizó la piel y se puso a gritar «¡Viva el Emperador!» con un entusiasmo salvajemente coreado por los hombres que cabalgaban a su alrededor.
El cuadro español estaba a menos de cincuenta varas, pero la humareda de pólvora era ahora tan densa que apenas se podían distinguir sus contornos. Algo rápido y ardiente le rozó a Frederic la mejilla derecha haciendo vibrar el barboquejo de cobre. Extendió el brazo armado con el sable mientras Noirot franqueaba de un salto un caballo muerto con su jinete debajo. Un reguero de fogonazos perforó la cortina de humo. Se encogió tras el cuello del caballo para eludir el vendaval de plomo y volvió a erguirse, ileso, con la boca seca y el cuerpo crispado por la tensión. Apretó los dientes, se afirmó en los estribos y se encontró dando sablazos entre un bosque de bayonetas que buscaban su cuerpo.
Luchó por su vida. Luchó con todo el vigor de sus diecinueve años hasta que el brazo llegó a pesarle como si fuese de plomo. Luchó atacando y parando, tirando estocadas, sablazos, hurtando el cuerpo a las manos que intentaban derribarlo del caballo, abriéndose paso entre aquel laberinto de barro, acero, sangre, plomo y pólvora. Gritó su miedo y su bravura hasta tener la garganta en carne viva. Y por segunda vez se encontró cabalgando fuera de las filas enemigas, a campo abierto, con la lluvia azotándole la cara, rodeado de caballos sin jinete que galopaban enloquecidos. Se palpó el cuerpo y sintió una alegría feroz al no encontrar herida alguna. Sólo al llevarse la mano a la mejilla derecha, que le escocía, la retiró manchada de sangre.
El metálico quejido de la corneta congregaba de nuevo al escuadrón en torno al estandarte. Frederic tiro de las bridas y recobró el control de su caballo. Había varias monturas con la silla vacía que erraban de un lado para otro, heridos que se agitaban en el barro, tendiendo los brazos implorantes a su paso. Frederic miró la hoja del sable, que había afilado sólo unas horas antes, y la encontró mellada y tinta en sangre, con fragmentos de cerebro y cabellos adheridos a ella. La limpió con repugnancia en la pernera del pantalón y espoleó a Noirot en pos de sus camaradas.
El comandante Berret ya no aparecía por ninguna parte. De Bourmont, con un tajo en la frente y otro en el muslo, sostenía en alto el estandarte; sus ojos relucían detrás de una máscara de sangre que le manchaba las trenzas y el mostacho, y miraron a Frederic sin reconocerlo. Seguía lloviendo. Junto a él, cruzado el sable sobre el pomo de la silla, tan sereno como en una parada militar, Dombrowsky tiraba del freno de su montura esperando que el escuadrón se agrupase de nuevo.
—¡Primer Escuadrón del 4° de Húsares...! —el sable del capitán apuntó hacia el cuadro, que a pesar de los dos embates sufridos todavía mantenía la formación, aunque entre la humareda podía verse que sus filas habían clareado de forma terrible. —¡Viva el Emperador...! ¡Carguen!
Los supervivientes del escuadrón corearon el grito de batalla, cerraron filas y avanzaron por tercera vez hacia el enemigo. Frederic ya no era dueño de sus actos; sentía un profundo cansancio, una amarga desesperación al comprobar que el odiado cuadro verde todavía aguantaba, a pesar de haber recibido sobre el terreno dos demoledoras cargas de la mejor caballería ligera del mundo. Había que terminar aquello de una vez, había que aplastarlos a todos, degollarlos y arrojar una tras otra sus cabezas al fango, pisotearlos bajo las herraduras de los caballos hasta convertirlos en barro ensangrentado. Había que borrar a aquel obstinado grupo de hombrecillos verdes de la faz de la tierra, y él, Frederic Glüntz, de Estrasburgo, era quien iba a hacerlo. Por el maldito Dios que sí.
Espoleó por enésima vez a Noirot, apretando filas con los húsares que cabalgaban a su lado. Ya no estaba allí Maugny. Ni Laffont. El Primer Escuadrón había perdido la mitad de sus oficiales. Una compañía del Octavo Ligero que había avanzado tras los húsares se encontraba muy cerca del cuadro verde, castigándolo continuamente con descargas cerradas. Los fogonazos de los disparos brillaban con mayor intensidad, porque la tarde declinaba y el espeso manto de nubes se oscurecía ya sobre las montañas que cerraban el valle hacia el horizonte.
Volvió a sonar la corneta, volvió a acompasarse el galope de los caballos, volvió Frederic a empuñar firme el sable, a asegurarse sobre la silla y los estribos. Cansados, los animales hundían las patas en el barro, resbalaban y saltaban chapoteando en los charcos, pero finalmente alcanzó el escuadrón la velocidad de carga. La distancia que lo separaba de la formación enemiga fue disminuyendo rápidamente y llegaron otra vez los disparos, la humareda, los gritos y el fragor del choque, como si se tratase de una pesadilla destinada a repetirse hasta el fin de los tiempos.
Había una bandera. Una bandera blanca con letras bordadas en oro. Una bandera española, defendida por un grupo de hombres que se apiñaban en torno como si de ello dependiera su salvación eterna. Una bandera española era la gloria. Sólo había que llegar hasta allí, matar a los que la defendían, tomarla y blandiría con un grito de triunfo. Era fácil. Por Dios, por el diablo, que era rematadamente fácil. Frederic exhaló un grito salvaje y tiró bruscamente de las riendas, forzando a su caballo a acudir hacia ella. Ya no había cuadro; tan sólo puñados de hombres que se defendían a pie firme, aislados, blandiendo sus bayonetas en desesperado esfuerzo por mantener alejados a los húsares que los acuchillaban desde sus caballos. Un español que sostenía el fusil por el cañón se cruzó en el camino de Frederic, atacándolo a culatazos. El sable se levantó y bajó tres veces, y el enemigo, ensangrentado hasta la cintura, cayó bajo las patas de Noirot. La bandera estaba defendida por un viejo suboficial de blancos bigotes y patillas, rodeada por cuatro o cinco oficiales y soldados que se batían a la desesperada, espalda contra espalda, peleando como lobos acosados que defendieran a sus cachorros contra los húsares que perseguían el mismo fin que Frederic. Cuando éste llegó a ellos, el suboficial, herido en la cabeza y en los dos brazos, apenas podía sostener el estandarte. Un joven alto y delgado, con galones de teniente y un sable en la mano, procuraba parar los golpes que se dirigían contra el maltrecho abanderado, cuyas piernas empezaban a flaquear. Cuando el viejo suboficial se derrumbó, el teniente arrancó de sus manos el asta, y lanzando un grito terrible intentó abrirse paso a sablazos entre los enemigos que lo rodeaban. Ya sólo dos de sus compañeros se tenían en pie en torno a la enseña. « ¡No hay cuartel!», gritaban los húsares que se arremolinaban alrededor de la bandera, cada vez más numerosos. Pero los españoles no pedían cuartel. Cayó uno con la cabeza abierta, luego otro se derrumbó alcanzado por un pistoletazo. El que sostenía el estandarte estaba cubierto de sangre de arriba abajo, los húsares lo acuchillaban sin piedad y había recibido ya una docena de heridas. Frederic se abrió paso y le hundió varias pulgadas de su sable en la espalda, mientras otro húsar arrancaba la bandera de sus manos. Al verse privado de la enseña, pareció como si el ansía de pelear abandonase al moribundo. Bajó el sable, abatido, cayó de rodillas y un húsar lo remató de un sablazo en el cuello.
El cuadro estaba deshecho. La infantería francesa acudía a la bayoneta dando vivas al Emperador y los españoles supervivientes arrojaban las armas y echaban a correr, buscando la salvación en la fuga hacia el bosque cercano.
La corneta tocó a degüello: no había cuartel. Por lo visto, a Dombrowsky le había exasperado la tenaz resistencia y quería dar un escarmiento. Eufóricos por la victoria, los húsares se lanzaron en persecución de los fugitivos que chapoteaban en el barro corriendo por sus vidas. Frederic galopó de los primeros con los ojos inyectados en sangre, balanceando el sable, dispuesto a hacer todo lo posible para que ni un solo español llegase vivo a la linde del bosque.
Era un juego de niños. Los iban alcanzando uno a uno, acuchillándolos sin detenerse, sembrando los campos de cuerpos inmóviles y ensangrentados. Noirot llevó a Frederic hasta un español que corría, la cabeza descubierta y desarmado, sin volverse a mirar atrás, como si pretendiese ignorar la muerte que cabalgaba a su espalda, atento sólo a los árboles próximos entre los que veía su salvación.
Pero no hubo salvación posible. Con una sensación de haber vivido antes la misma escena, Frederic galopó hasta su altura, levantó el sable y lo dejo caer sobre la cabeza del fugitivo hendiéndola en dos mitades, como una sandía. Echó una ojeada sobre la grupa y vio el cuerpo de bruces, piernas y brazos abiertos, aplastado contra el barro. Otros dos húsares pasaron por su lado, lanzando jubilosos gritos de victoria. Uno de ellos llevaba ensartado en la punta del sable un chacó español manchado de sangre.