Authors: Arturo Pérez-Reverte
Un par de casas ardían a pesar de la llovizna. Al desplomarse, las vigas carbonizadas desprendían un haz de chispas que volaban hasta convertirse en cenizas. Frederic tiró de las riendas y puso el caballo al paso mientras desenfundaba el sable. Desplegados a su espalda, los seis húsares empuñaban las carabinas, atisbando a su alrededor con ojos de veteranos. La calle principal parecía desierta. Más allá de los edificios blancos, las descargas daban paso a tiros aislados.
—No vaya al descubierto, mi subteniente —le dijo un húsar de largas patillas negras, que cabalgaba pegado a su grupa—. Junto a las casas ofrecemos menos blanco.
Frederic juzgó razonable el consejo, pero no respondió y mantuvo a Noirot por el centro de la calle. El húsar permaneció a su lado, refunfuñando entre dientes. Los otros cinco avanzaban detrás, junto a los muros de las casas, con las riendas flojas y las carabinas atravesadas en el arzón.
Un perro con el pelo erizado por la lluvia cruzó corriendo la calle, perdiéndose en una callejuela. Recostado contra una pared, con los ojos cerrados y la boca abierta, habla otro cadáver. Esta vez se trataba de un francés. El correaje blanco que le cruzaba el pecho estaba sucio de barro, y a su lado se encontraba la mochila, abierta y con el contenido desparramado por el suelo. Aquello impresionó más a Frederic que la expresión rígida de su desdichado propietario. Recordó al español sin botas del camino, y se preguntó quién podría ser tan miserable como para despojar a los muertos.
La lluvia había cesado y los charcos reflejaban el cielo color de plomo. Al otro lado de un muro sonó una descarga próxima que hizo a Frederic, muy a su pesar dar un respingo en la silla. El húsar de las patillas negras se puso a protestar. No conducía a nada, dijo, hacerse matar yendo a caballo por mitad de la calle.
Esta vez Frederic estuvo de acuerdo. Empezaba a pensar que la guerra real no se parecía en nada a las heroicas imágenes que aparecían en los grabados de los libros, o en los cuadros de bellos colores referentes a gestas militares. Sólo alcanzaba a ver, en el húmedo marco gris de la mañana, pequeños fragmentos aislados en tonos fríos, escenas individuales y mezquinas desprovistas de los matices cálidos y de la hermosa perspectiva global que, hasta ese día, había creído que caracterizaba a un combate. No sabía si estaban perdiendo o ganando. A decir verdad, ni siquiera sabía a ciencia cierta si estaba en el campo de batalla o si, por el contrario, lo que se libraba allí eran tan sólo pequeñas escaramuzas marginales, alejadas del escenario en donde realmente se decidía sin él la contienda. Ese último pensamiento le hizo experimentar una singular desazón y se enfureció contra el Destino, que quizá en aquel momento le estaba arrebatando la gloria para concedérsela a otros menos dignos de ella.
Al rodear una casa, descubrieron a un pelotón de infantería que hacía fuego parapetado tras una cerca, en dirección a un bosque próximo. Los fusileros tenían los rostros tiznados de pólvora; mordían uno tras otro los cartuchos de bala empujándolos con las baquetas en los humeantes mosquetones antes de echarse el arma a la cara, disparar y volver a repetir los mismos movimientos. Eran una veintena y tenían aspecto fatigado. Miraban hacia el bosque con expresión de enconada concentración, ajenos a cuanto no fuese cargar, apuntar y disparar.
Uno de ellos, sentado en el suelo, tenía el rostro oculto entre las manos y un pañuelo empapado de sangre le rodeaba la cabeza. De vez en cuando gemía sordamente, sin que nadie le hiciera el menor caso. Su mosquetón estaba a un par de varas, apoyado en la cerca. A veces una bala pasaba silbando por encima, yendo a estrellarse con un chasquido contra una tapia cercana.
Un sargento de bigote gris y ojos enrojecidos vio a los húsares y se acercó caminando tranquilamente, limitándose tan sólo a agachar la cabeza cuando un nuevo proyectil rasgaba el aire demasiado cerca. Tenía las piernas cortas y fuertes, dentro de los ceñidos calzones blancos manchados de barro.
Cuando distinguió los picudos galones de subteniente en las mangas del dormán de Frederic, el sargento dejó de agachar la cabeza. Saludó con desenvoltura y dio la bienvenida a los húsares.
—No sabía que andaban por aquí— dijo con visible satisfacción—. Siempre da gusto tener cerca a la caballería ligera. Si quieren descabalgar, se encontrarán más seguros. Nos están tirando desde el bosque.
Frederic pasó por alto la observación. Envainó el sable y acarició la crin de Noirot, observando con estudiada indiferencia el escenario en el que tenía lugar la escaramuza.
—¿Cuál es la situación?
El sargento se rascó una oreja, miró otra vez hacia el bosque y después al joven oficial y sus acompañantes. Parecía divertirle la idea de que los vistosos uniformes de los recién llegados estuviesen casi tan mojados como el suyo.
—Somos del Setenta y Ocho de Línea —dijo innecesariamente, puesto que el número de su Regimiento lo llevaba en el chacó—. Llegamos al pueblo poco antes del amanecer, y los desalojamos de aquí. Un grupo se quedó ahí enfrente, y ahora nos estarnos ocupando de ellos.
—¿Qué efectivos ocupan el pueblo?
—Una compañía, la Segunda. Estamos un poco por aquí y por allá.
—¿Quién se encuentra al mando?
—El capitán Audusse. La última vez que lo vi estaba junto a la torre de la iglesia. Él manda la compañía. El resto del batallón está media legua al norte desplegado a lo largo del camino que lleva a un lugar llamado Fuente Alcina. Es todo cuanto puedo decirle. Si quiere más detalles, puede dirigirse al capitán.
—No es necesario.
Del bosque salieron tres o cuatro tiros casi simultáneos, y uno de ellos pasó bajo, cerca del grupo. Uno de los infantes que estaban junto a la cerca dio un grito y dejó caer el fusil. Después retrocedió dando traspiés, mirándose atónito el vientre manchado de sangre.
El sargento se desentendió de los húsares y dio unos pasos en dirección a sus hombres.
—¡Cubríos, idiotas! —les gritó, furioso—. ¡Estamos aquí para hostigar a los de enfrente, no para servirles de blanco!... ¿A qué diablos está esperando Durand?
Uno de los húsares se puso en pie sobre los estribos, apuntó la carabina e hizo fuego. Después se puso a silbar entre dientes mientras la cargaba de nuevo empujando con la baqueta. A unas cien varas por la izquierda, saliendo de detrás de unas chumberas, una fila de fusileros avanzó desde el pueblo en dirección al bosque, deteniéndose para disparar y cargar y avanzando sucesivamente. El sargento sacó el sable y echó a correr hacia la cerca.
—¡Venga, venga! ¡Ahí está Durand!¡Adelante! ¡Vamos a por ellos!
Los soldados, caladas las bayonetas, se pusieron en pie. Cuando el sargento saltó al otro lado de la lo siguieron a la carrera, gritando. En la posición sólo quedaron el herido de la cabeza vendada y el alcanzado en el vientre, que se había dejado caer de rodillas y miraba estúpidamente la sangre que le chorreaba por los muslos, como negándose a creer que aquel líquido rojo brotara de su cuerpo.
Frederic y sus acompañantes se quedaron unos instantes observando el avance de las dos líneas azules que convergían hacia los árboles entre una humareda de pólvora. De ellas se desprendieron tres o cuatro manchitas azules más pequeñas, que quedaron tendidas en el suelo mientras el resto proseguía su avance.
Estuvieron mirando un rato más. Después, cuando las dos filas llegaron a la linde del bosque, los húsares volvieron grupas y salieron del pueblo al galope, desandando camino para reunirse con su escuadrón.
Así que era eso. Barro en las rodillas y sangre en el vientre, atónita sorpresa en la rígida expresión de los muertos, cadáveres despojados, lluvia y enemigos invisibles de los que apenas se percibía la humareda de los disparos. La guerra anónima y sucia. No había rastro alguno de gloria en el soldado que gemía con la cabeza vendada y el rostro entre las manos, ni en el otro herido que contemplaba sus propias entrañas desgarradas como quien formulaba un reproche. Frederic puso su caballo al trote largo. Tras él cabalgaban imperturbables los seis húsares, que no habían hecho un solo comentario sobre las escenas que acababan de presenciar. El joven, sin embargo, sentía agolpársele las preguntas sin respuesta; le habría gustado estar solo para formularlas en voz alta.
Pasaron otra vez junto a los tres muertos del camino, y en esta ocasión Frederic mantuvo fijos en ellos los ojos, como hechizado, hasta que los dejaron atrás. Jamás había pensado que un cadáver pudiera ser algo tan atrozmente desprovisto de vida. Cuando se imaginaba a sí mismo muerto, se veía con los ojos cerrados y una expresión plácida en el rostro; acaso con una suave sonrisa indeleble en la comisura de los labios. Algún camarada le cruzaría los brazos sobre el pecho, sus amigos derramarían lágrimas a su alrededor y sería llevado a hombros de éstos hacia su última morada, con un rayo de sol iluminándole el rostro cubierto por digna máscara de polvo y sangre, como correspondía a un buen y leal soldado.
Y ahora descubría que muy bien pudiera no ser así. Aquellos cuerpos tendidos en el barro producían una extraña congoja, una aterradora sensación de soledad infinita bajo la luz gris de la mañana. Y Frederic sintió brotarle en el pecho una pena muy honda al pensar que una muerte como ésa podría estarle destinada.
La proximidad del escuadrón disipó sus lúgubres pensamientos. Retornaba a la seguridad de los rostros conocidos, dé la tropa numerosa y disciplinada bajo el mando de jefes responsables y expertos, conocedores de su oficio, harto acostumbrados a ver hombres muertos en el barro como para que eso les plantease inquietud alguna. Era como retornar al mundo de los vivos y de los fuertes, donde el sentimiento se volvía colectivo, transformándose en una fe ciega en la victoria, en una seguridad indestructible basada en la conciencia del propio poder.
Informó a Berret y Dombrowsky sobre la situación en el pueblo, limitándose a mencionar las tropas que lo ocupaban y la escaramuza del bosque. Nada dijo sobre los cadáveres del camino, ni del soldado muerto en la calle, ni de los heridos de la cerca. Mientras contemplaba los rostros impávidos de sus superiores, tras los que se extendían las sólidas filas del escuadrón, sintió que tales escenas se difuminaban en su mente como un mal sueño, hasta desaparecer.
De vuelta a su puesto en la formación, cambio un saludo con De Bourmont, que agitó una mano sonriéndole con simpatía. El húsar de las patillas negras que lo había acompañado en la descubierta refería a sus compañeros los pormenores de la entrada en la aldea.
—Tendríais que haber visto al subteniente...—comentaba a media voz, sin percatarse de que el aludido estaba cerca, escuchando—. Iba por mitad de la calle, muy tieso en su silla, y cuando le dije que podían pegarle un tiro, le faltó muy poco para mandarme al diablo. Un alsaciano testarudo y con redaños, eso es lo que es. ¡No está mal para tratarse de un novato!
Frederic se sonrojó de orgullo y dejó vagar sus ojos por los campos cubiertos de olivares y almendros. El cielo encapotado parecía querer aclarar por el horizonte, como si el sol pugnase por abrirse camino entre el manto de nubes.
Sonó el cornetín de órdenes y el escuadrón avanzó al trote, dejando el pueblo a la izquierda e internándose en los campos que hacía meses nadie roturaba. Cabalgaron cosa de una legua, y al poco tiempo comenzaron a ver tropas. Primero fue una compañía de cazadores que marchaba entre los rastrojos de un viejo maizal. Después vieron varias piezas de artillería que eran remolcabas al galope, traqueteando a campo traviesa. Finalmente adelantaron a un pelotón de dragones a caballo que marchaba al paso, con las bridas flojas, aspecto fatigado y las carabinas enfundadas en el arzón. Al otro lado de unas lomas cercanas se escuchaban distantes descargas de fusilería, punteadas por cañonazos.
El escuadrón se detuvo a abrevar las monturas junto a un riachuelo que discurría entre márgenes cenagosas y cubiertas de arbustos. El comandante Berret se alejó con el capitán Dombrowsky, el teniente Maugny, el portaestandarte Blondois y el corneta mayor, subiendo los cuatro a un cerro próximo. Otro escuadrón del Regimiento estaba inmóvil a la vista encontrándose sus jefes en el cerro, donde presumiblemente se había instalado la plana mayor del 4° de Húsares. El coronel Letac debía de estar allá arriba o en alguna parte, no muy lejos, con el séquito del general Darnand.
Frederic desmontó y dejó a Noirot hundir libremente el belfo en las aguas turbias del riachuelo. Seguía sin llover, y la brisa de la cabalgada había secado un poco los uniformes de los húsares, que estiraban las piernas y cambiaban conjeturas sobre lo que estaba ocurriendo al otro lado de las lomas, allí donde parecía empeñado el combate principal. Frederic sacó el reloj del bolsillo; las manecillas indicaban poco más de las diez de la mañana.
El teniente Philippo se acercó, en animada conversación con De Bourmont. Dejaron los caballos abrevando y se unieron a Frederic. Philippo era un húsar de rostro agitanado, trenzas y bigote negros, y piel morena, casi aceitunada. Su estatura era mediana, siendo algo más bajo que Frederic y bastante más que De Bourmont, y acostumbraba a maldecir en italiano, lengua que hablaba perfectamente por ser su familia de origen transalpino. Se trataba de un individuo presumido, extremadamente cuidadoso en el vestir y, aseguraban, muy valiente. Había peleado en la batalla de Eylau y en el Parque de Monteleón, en Madrid, y se habla batido cinco veces en duelo, siempre a sable, matando a dos de sus antagonistas. Las mujeres, causa de su fama de duelista, eran su debilidad, y muchos aseguraban que también su ruina. Solía pedir dinero prestado a todo el mundo, y lo devolvía contrayendo nuevas deudas.
Philippo estrechó, ceremonioso, la mano de Frederic.
—Mis felicitaciones, Glüntz. Me han dicho que su primera misión individual resultó satisfactoria.
De Bourmont sonreía, satisfecho de que se elogiase a su amigo. Frederic se encogió de hombros; en el Regimiento era de mal tono dar importancia a cualquier hazaña personal, por lo que detenerse a considerar una rutinaria patrulla sin incidentes resultaba inconcebible.
—Yo diría que más bien resultó aburrida —respondió con la debida modestia—. Los nuestros habían desalojado del pueblo a los españoles, así que no hubo novedad.
Philippo se apoyó con las dos manos sobre el sable. Le gustaba darse aires de veterano.
—Ya tendrá usted ocasión de experimentar sensaciones más fuertes —dijo con el aire misterioso del que no cuenta todo lo que sabe—. He oído de buena tinta que dentro de un rato entraremos en línea.