Read El húsar Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (5 page)

BOOK: El húsar
11.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El comandante Berret estaba inclinado sobre una mesa cubierta de mapas, rodeado por los ocho oficiales del escuadrón. Con su único ojo —el izquierdo lo había perdido en Austerlitz y en su lugar llevaba un parche negro que le confería singular expresión de ferocidad— seguía atentamente los relieves del terreno marcados en los mapas. Ni él ni el capitán Dombrowsky habían dormido en toda la noche. Acababan de llegar de una reunión convocada tres horas antes por el coronel Letac, en la que se habían impartido instrucciones para la actuación del Regimiento durante la jornada que estaba a punto de iniciarse. Berret tenía prisa.

—Los españoles se han concentrado aquí y aquí —hablaba con su habitual tono seco y cortante, sin mirar a nadie, con el único ojo concentrado en los mapas como si en ellos figurase, en miniatura, el ejército enemigo-. Las unidades de exploración ya se han establecido y presumiblemente el grueso de las operaciones se desarrollará en este valle, apoyándose nuestras líneas en los cerros que ahora les indico. El Regimiento operará en el flanco izquierdo de la División, realizando las habituales misiones de reconocimiento y protección. Llegado el caso, también de ataque. Al menos uno de los escuadrones permanecerá en reserva; pero ése, afortunadamente, no es nuestro caso. Cabe la posibilidad de que tengamos que emplearnos a fondo en primera línea.

Para el Primer Escuadrón del 4.° de Húsares, emplearse a fondo en primera línea incluía la posibilidad de una carga. A la luz del farol del petróleo colgado en el mástil de la tienda, Frederic pudo ver expresiones satisfechas en los rostros de sus camaradas. Sólo el capitán Dombrowsky, ligeramente inclinado sobre la mesa junto a Berret, mantenía su helada impasibilidad. El poblado mostacho de color pajizo y las trenzas prematuramente grises daban al segundo jefe del escuadrón el aspecto de un curtido veterano, cosa que en realidad era. Polaco de origen, se había batido bajo la bandera de Francia en los campos de batalla de toda Europa; quizá en ellos había adquirido aquel aire de desengañada frialdad que lo caracterizaba. Jamás nadie le había oído pronunciar una palabra más alta que la otra, ni siquiera al dar órdenes. Era un tipo silencioso, solitario y huraño, rehuía la compañía de sus camaradas, tanto de los superiores como de sus iguales. Pero era valiente soldado, excelente jinete y experto oficial. Si bien no era amado, al menos todos lo respetaban por ello.

—¿Alguna pregunta?— quiso saber Berret, sin levantar su ojo ciclópeo del mapa, como absorto en la contemplación de algo sólo por él conocido.

Philippo, un teniente de tez morena, risueño y fanfarrón, carraspeo antes de hablar.

—¿Se conoce el número de los efectivos enemigos?

Berret enarco la ceja de su único ojo, como si le desagradara la pregunta. «¿Qué importa el número?», parecía preguntar.

—Se han evaluado de ocho a diez mil hombres concentrados entre Limas y Piedras Blancas —explicó con mal disimulado fastidio—: infantería, caballería, artillería y partidas de guerrilleros... Posiblemente el primer encuentro tenga lugar aquí —señaló un punto en el mapa— y después aquí —señaló otro punto y después dio un golpe sobre él con el canto de la mano, en forma de hacha—. El objetivo es cortarles el paso hacia la serranía, obligándoles a presentar batalla en el valle, terreno que, en principio, les resulta menos favorable.

»Ya saben casi tanto como yo. ¿Alguna pregunta más, caballeros?

No hubo más preguntas. Todos los presentes sabían, incluido el bisoño Frederic, que las breves explicaciones del jefe de escuadrón habían sido puro formulismo. En cierta forma, también aquella reunión lo era; las decisiones irían llegando desde arriba en el curso de la batalla, y sólo el coronel Letac sabía a ciencia cierta cuáles eran los planes del general Darnand. Respecto al escuadrón, lo que se esperaba de él era que pelease bien y que, llegado el caso, cargase al recibir la orden hasta deshacer las formaciones enemigas que le fueran asignadas.

Berret plegó los mapas, dando por terminada la reunión.

—Gracias, caballeros. Eso es todo. Salimos dentro de media hora con el resto del Regimiento; si no perdemos tiempo, el amanecer nos encontrará con buena parte del camino hecho.

—Formación de a cuatro para la marcha —dijo Dombrowsky, hablando por primera vez—. Y cuando llegue el momento, aparte de los guerrilleros, guárdense de los lanceros españoles. Son buenos jinetes.

—¿Tan buenos como nosotros? —preguntó el subteniente Gerard.

Dombrowsky los miró uno por uno con sus ojos grises, tan fríos como el agua helada de su Polonia natal. —Tanto como nosotros, puedo asegurarlo —respondió con expresión inescrutable—. Yo estuve en Bailén.

Desde hacía varias semanas, Bailén era sinónimo de desastre. Allí habían capitulado tres divisiones imperiales frente a veintisiete mil españoles, teniendo dos mil seiscientos muertos, perdiendo diecinueve mil prisioneros, medio centenar de cañones, cuatro estandartes suizos y cuatro banderas francesas... Un silencio ominoso se adueñó de los presentes, e incluso el comandante Berret miró a Dombrowsky con aire de censura. Fue el ordenanza del comandante quien salvó la incómoda situación al retirar los mapas de la mesa y acercar una botella de coñac y varios vasos. Cuando todos estuvieron servidos, Berret levantó el suyo.

—Por el Emperador —brindó solemne.

—¡Por el Emperador! —repitieron todos, y los sables resonaron contra las espuelas cuando se irguieron, juntando los talones, antes de apurar los vasos de un solo trago.

Frederic sintió el fuerte aroma del coñac deslizándose por las entrañas en ayunas y apretó los dientes para que nadie percibiera un gesto de rechazo en sus facciones. El grupo se disolvió, y todos abandonaron la tienda. El campamento era ya un ajetreado ir y venir de sombras y reflejos, sonidos metálicos de las armas, relinchar de monturas, órdenes y carreras. El cielo seguía negro, sin el menor rastro de estrellas. Frederic sintió frío y por unos instantes pensó si no habría hecho mejor poniéndose el chaleco. Pero el recuerdo de la calurosa tierra en la que se encontraba alejó rápidamente la idea; en cuanto fuese de día, cualquier exceso de ropa se convertiría en un estorbo inútil.

De Bourmont caminaba a su lado, perdido en sus pensamientos. Frederic sintió una desagradable punzada en el estómago.

—El coñac de Berret me ha sentado como un pistoletazo.

—A mí también —respondió De Bourmont—. Espero que Franchot haya tenido tiempo de hacernos una taza de café.

Franchot no defraudó las esperanzas de los dos amigos. Cuando llegaron a su tienda, el ordenanza tenía preparado un humeante puchero y un par de bizcochos secos. Dieron cuenta de ello, revisaron el equipo por última vez y se encaminaron hacia las caballerizas.

El escuadrón formaba por divisiones, a la luz de antorchas clavadas en tierra. Los ciento ocho hombres revisaban sus monturas, ceñían las cinchas, comprobaban las carabinas antes de colocarlas en las fundas del arzón o colgárselas a la espalda. Frederic y el resto de los oficiales no disponían de esta arma de fuego; se daba por sentado que un oficial de húsares sabía apañárselas con un par de pistolas y un sable.

Franchot había ensillado a Noirot, lo que no impidió que Frederic tantease con sumo cuidado las correas que fijaban la silla de montar a la cabalgadura, hasta asegurarse personalmente de que todo estaba en perfecto orden. En combate, las dos pulgadas que separaban cada uno de los agujeros de las cinchas podían suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Las ajustó del modo que creyó satisfactorio y después se inclinó a revisar las herraduras del animal. Cuando estuvo tranquilo pasó el brazo sobre la piel de oso que guarnecía la silla, y con la mano izquierda acarició la crin de Noirot.

De Bourmont ejecutaba prácticamente los mismos movimientos, muy cerca de él. Su caballo era un soberbio tordo rodado y la silla estaba adornada con una lujosa piel de leopardo, que sin duda había costado una fortuna a su propietario. En buena parte, la consideración en que sus camaradas tenían a un húsar estaba en proporción directa con el dinero que éste invertía en la guarnición de su montura. Y De Bourmont, tanto por sangre como por carácter, era hombre que ni podía ni deseaba reparar en gastos.

Cuando vio que Frederic lo observaba, le sonrió. La luz de las antorchas hacía brillar los cordones dorados en la abigarrada pechera de su dormán.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Todo en orden —respondió Frederic, sintiendo palpitar contra su costado el cálido flanco de Noirot. -Tengo la corazonada de que hoy va a ser un hermoso día.

Frederic levantó el rostro, señalando al cielo negro.

—¿Crees que las nubes dejarán que asome el sol de la victoria?

De Bourmont soltó una carcajada.

—Aunque amanezca nublado, aunque caigan lanzas de punta, será un hermoso día. Nuestro día, Frederic.

El comandante Berret pasó a caballo, seguido por el capitán Dombrowsky, el teniente Maugny y el corneta mayor. Los húsares permanecían pie a tierra entre sus cabalgaduras, charlando y bromeando entre sí, con la animación propia del momento. Las antorchas iluminaban con luces cambiantes trenzas y fieros mostachos, rostros curtidos de veteranos con cicatrices y expresiones absortas de los reclutas bisoños que, como Frederic, jamás habían entrado en combate. El joven los contempló a todos durante largo rato; aquello era la élite, la crema de la caballería ligera del ejército francés, jinetes consumados, profesionales de la guerra en su mayor parte, que habían tejido su propia leyenda cabalgando tras el águila imperial, barriendo con sus sables los más gloriosos campos de batalla de toda Europa. Y él, Frederic Glüntz, de Estrasburgo, a sus diecinueve años, era uno de ellos. El pensamiento le hizo estremecer de orgullo.

Las voces de unas cantineras que pasaban sobre un carro de la intendencia vitorearon al escuadrón desde las sombras, al otro lado del muro de piedra. Los húsares respondieron con un coro de risotadas y chanzas de todo género. Frederic aguzó la vista, pero sólo pudo percibir algunas formas confusas que se alejaban en la oscuridad, acompañadas por el rechinar de las ruedas y el sonido de los cascos del tiro de caballos.

Resultaba fuera de lugar, pensó, escuchar voces femeninas, aunque se tratase de cantineras, en aquellos solemnes momentos. El ritual del escuadrón preparándose para la marcha, rumbo a la batalla inminente, suponía una liturgia cerrada, un rito de clan exclusivamente masculino, del que debía quedar excluida cualquier presencia del sexo opuesto, ni siquiera en forma de voces quemadas por el aguardiente que pasaban de largo en la noche. Frunció los labios con desagrado, sin dejar de acariciar maquinalmente la crin de Noirot. Años atrás había leído un libro sobre la historia de los caballeros templarios, la orden de monjes soldados que peleaban en Palestina contra los sarracenos, guerreros rudos y orgullosos que se dejaron quemar en las hogueras de los reyes europeos que ansiaban apoderarse de sus riquezas, y que morían altivos, maldiciendo a sus verdugos. El mundo de los templarios era un mundo de hombres, del que las mujeres quedaban excluidas por definición. El honor, Dios y la pelea eran sus únicos acicates. Vivían y luchaban por parejas, compañeros fieles unidos frente a todo y a todos por sagrados e inviolables juramentos...

Frederic miró otra vez a De Bourmont, concentrado ahora en asegurar el capote, arrollado en la parte delantera de la silla. Se sentía unido a su amigo por algo más que los lazos de camaradería que podían establecerse entre dos jóvenes subtenientes de un mismo escuadrón. Ambos tenían en común un juramento nunca formulado, pero irrenunciable: la sed de gloria. A ella servían por Francia y por el Emperador, y en su nombre cabalgarían tras el águila hasta las mismas puertas del infierno. En ese hermoso camino se habían hecho hermanos y jamás, por muchos años que transcurriesen después, aunque la vida los separase llevándolos a lugares lejanos, olvidarían las horas, los días, las semanas o los meses que el Destino decidiera habrían de pasar juntos. Por la mente de Frederic desfilaron imágenes de épica belleza: De Bourmont, muerto su caballo, con la cabeza descubierta y en mitad de un campo de batalla, sonriendo a su amigo que descabalgaba para cederle su montura y afrontaba, sable en mano, la muerte que el Hado reservaba a su camarada. El propio Frederic caído en tierra, protegido por un De Bourmont que alejaba a mandobles a los enemigos que intentaban apresar al compañero herido... O ambos, cubiertos de lodo y sangre, defendiendo una de las viejas águilas, mirándose y sonriendo en muda despedida antes de arrojarse en brazos de la muerte que los acosaba en cerco fatal.

No. Para nada hacía falta allí una presencia femenina. Si acaso, unos hermosos ojos como lejanos testigos del drama heroico, velados por dulces lágrimas al ser su linda poseedora puesta al comente de los acontecimientos, al conocer la muerte del húsar... Frederic, incluso, ya conocía esos ojos. Los había visto en Estrasburgo dos días antes de su partida, durante la recepción en casa de los señores Zimmerman. Un vestido azul, un perfecto óvalo de cara enmarcado por cabello rubio y suave como seda, unos ojos azules como el cielo de España, una piel blanca y tersa, de apenas dieciséis años. La hija de los señores Zimmerman, Claire, había sonreído graciosamente al guapo húsar en uniforme de gala que se inclinaba ante ella con gesto marcial, juntando los tacones de las lustradas botas, balanceando con donaire la pelliza escarlata colgada con estudiada desenvoltura del hombro izquierdo.

Fue una conversación breve y desusadamente tierna por ambas partes. Él, rogando a Dios para que ella atribuyese al calor aquel violento rubor que subía incontenible a sus mejillas. Ella, no menos ruborizada, saboreando el placer de atraer la atención de un oficial de caballería tan apuesto y elegante en el ceñido uniforme azul con pelliza roja, de quien sólo la decepcionaba el hecho de que fuese demasiado joven para lucir un bello mostacho que acentuase su viril aspecto. De todas formas, él partía para una guerra lejana, en un país meridional y caluroso, y eso era suficiente. Después, cuando Frederic tuvo que alejarse requerido por un anciano coronel amigo de la familia, Claire bajó los ojos, jugando con el abanico para disimular su azoramiento, adivinando fijas en ella las miradas de envidia que le lanzaban sus primas.

Eso fue todo. Diez minutos de conversación y un delicado recuerdo que un día, cuando él regresase —quizá con una cicatriz gloriosa que sustituyera al rubor en sus mejillas—, podría ser comienzo, ahora insospechado, de una hermosa historia de amor. Pero aquella noche, bajo un cielo español que no era azul como los ojos de Claire, sino amenazador y negro corno la puerta del infierno, Estrasburgo y el salón de los señores Zimmerman se encontraban demasiado lejanos para Frederic Glüntz.

BOOK: El húsar
11.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

At Last by Edward St. Aubyn
The Venetian Affair by Helen MacInnes
And Kill Them All by J. Lee Butts
Sins of Sarah by Styles, Anne
Atlantis Unleashed by Alyssa Day
Veil of Silence by K'Anne Meinel
Frankie by Kevin Lewis
Night Smoke by Nora Roberts
01_The Best Gift by Irene Hannon