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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El húsar (7 page)

BOOK: El húsar
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Ambos se inclinaron sobre el chisquero que De Bourmont extrajo de la petaca.

—Es una ignorancia censurable —dijo éste, exhalando con placer la primera bocanada de humo—. Un húsar que se precie de tal debe reconocer de inmediato un buen caballo, un buen vino, un buen cigarro y una linda mujer.

—¿Por ese orden?

—Por ese orden. Semejante tipo de sutilezas perceptivas es lo que diferencia a un oficial de la caballería ligera de uno de esos tristes pisaterrones que llevan las botas sucias de barro y acuchillan pie a tierra, como los campesinos.

Frederic miró la granja en ruinas.

—A propósito de campesinos... —comentó abarcando con un gesto el paisaje gris—, no hemos visto ninguno. Parece que nuestra presencia los ha ahuyentado a todos.

—No te fíes. Seguro que están cerca, emboscados, esperando a que alguno de los nuestros se quede aislado, para echarle el guante y colgarlo de un árbol. O armados con hoces y trabucos, engrosando ese ejército con el que estamos a punto de vernos las caras. ¡Por los clavos de Cristo, que ardo en ganas de tenerlos al alcance de mi sable...! ¿Te han contado lo de ayer?

Frederic hizo un gesto de ignorancia.

—No, creo que no.

—Acabo de enterarme, y todavía traigo las tripas revueltas. Ayer una de nuestras patrullas se acercó a una granja en busca de agua. Los propietarios les dijeron que el pozo estaba cegado, pero ellos no se fiaban, y echaron un cubo. ¿Adivinas lo que sacaron? Un chacó de infantería. Un soldado se descolgó por una cuerda y encontró abajo los cuerpos de tres de los nuestros; los pobres chicos habían sido degollados mientras dormían alojados en la granja.

—¿Y qué pasó? —indagó Frederic, estremecido a su pesar.

—¿Qué pasó? Imagínate cómo se pusieron los de la patrulla... Entraron en la casa y mataron a todo el mundo: el dueño, su mujer, dos hijos ya mayorcitos y una niña de pocos años. Después le pegaron fuego a aquello y se largaron.

—¡Bien hecho!

—Opino lo mismo. No hay que tener piedad con estos salvajes, Frederic. Hay que exterminarlos como si fueran bestias.

Frederic asintió sin reservas. El recuerdo de Juniac destripado en su árbol lo asaltó de nuevo, trayéndole una punzada de angustia.

—Sin embargo —comentó al cabo de unos instantes—, supongo que a su manera defienden su país. Nosotros somos los invasores.

De Bourmont se retorció una guía del bigote, furioso.

—¿Invasores? ¿Pero es que hay algo en este país que merezca la pena defender?

—Hemos destronado a sus reyes...

—¿Sus reyes? Unos miserables borbones, a cuyos primos se guillotinó en Francia. Un monarca gordo y estúpido, una reina inmoral que se acostaba con media corte... Esa gente no tenía ningún derecho a regir un país, estaban caducos, acabados.

—Te creía partidario de la vieja aristocracia, Michel.

De Bourmont sonrió con desdén.

—Una cosa es la vieja aristocracia y otra muy distinta la decadencia. De Francia sopla un viento poderoso, unas ideas de progreso que están barriendo Europa. Nosotros traeremos la luz, el orden nuevo. Ya está bien de curas y beatas, de supersticiones y de Inquisición. Vamos a sacar a estos salvajes de las tinieblas en que viven, aunque para eso tengamos que arcabucearlos a todos.

—Pero el rey Carlos abdicó en su hijo Fernando —protestó Frederic sin estar muy convencido de sus propios argumentos, sólo por el placer de continuar la discusión con su amigo—. Los españoles dicen pelear por su retorno. Lo llaman el Querido, el Deseado, o algo así.

De Bourmont soltó una carcajada.

—¿Ése? Quienes lo han visto aseguran que es servil y cobarde, y que le importa un bledo la sublevación que agita su nombre como una bandera. ¿No has leído el Monitor? Vive lujosamente al otro lado de los Pirineos y se deshace en felicitaciones al Emperador por nuestras victorias en España.

—Eso es verdad.

—Pues claro.

—Aseguran que es un miserable.

—Es un miserable. Nadie con un ápice de dignidad hace lo que él está haciendo, mientras su pueblo, por muy salvajes que sean estos campesinos, se echa al monte a pelear... ¡Bah! Olvidémoslo. Es Bonaparte quien ahora corona reyes en Europa, y el de España es su hermano José. La legitimidad la imponen nuestros sables y bayonetas. No será un ejército de desertores aldeanos el que resista a los vencedores de Jena y Austerlitz.

Frederic torció el gesto.

—Pues en Bailén, Dupont tuvo que rendirse. Ya oíste anoche a Dombrowsky.

—No empieces con Bailén —cortó De Bourmont, molesto—. Aquello fue el calor y el desconocimiento del terreno. Un error de cálculo. Además, Dupont no tenía con él el 4° de Húsares.

»Diablos, amigo mío, hoy has amanecido pesimista. ¿Qué te pasa?

Frederic miró a su camarada con franca sonrisa.

—No me pasa nada. Sólo que ésta es una guerra extraña, que no está en los libros que estudiamos en la Escuela Militar. ¿Recuerdas nuestra conversación de anoche? A uno le cuesta trabajo renunciar a batallas cabales, contra enemigos perfectamente reconocibles y alineados frente a frente.

—Guerras limpias —resumió De Bourmont.

—Eso es. Guerras limpias, donde los curas no se echen al monte con la sotana remangada y un trabuco a la espalda, y las viejas no arrojen aceite hirviendo sobre nuestros soldados. Donde los pozos tengan agua, y no cadáveres de compañeros miserablemente asesinados.

—Pides demasiado, Frederic.

—¿Porqué?

—Porque en la guerra se odia. Y el odio es el que empuja a los hombres.

—A eso voy. En cualquier guerra decente se odia al enemigo por eso mismo, porque es el enemigo. Pero aquí la cosa es más complicada. Se nos odia menos por invasores que por herejes; los clérigos predican rebelión desde los púlpitos, los campesinos prefieren abandonar los pueblos y quemar las cosechas antes que dejarnos al paso un mendrugo que podamos aprovechar...

De Bourmont sonrió amistosamente.

—No te ofendas, Frederic, pero a veces hablas con una ingenuidad que desarma. La guerra es así; no podemos cambiarla.

—Quizá yo sea un ingenuo. Quizá esté dejando de serlo en España, no lo sé. Pero siempre pensé que la guerra era otra cosa... Me sorprende esta brutalidad meridional, este orgullo ancestral, prehistórico, de los españoles, que todavía les hace escupirnos su odio a la cara antes de que la horca se los lleve al infierno. ¿Te acuerdas del cura de Cecina? Estaba allí, pequeño y sucio, miserable con su sotana raída y grasienta, con la soga al cuello... Pero no temblaba de miedo, sino de odio. A gentes así no basta con matarles el cuerpo. Sería preciso matarles también el alma.

Del otro lado de la colina llegó, apagado por la distancia, el retumbar de artillería lejana. Los caballos aguzaron las orejas y piafaron inquietos. Se miraron los dos amigos.

—¡Ya está! ¡Ya ha empezado! —exclamó De Bourmont.

A Frederic el corazón le saltó en el pecho de gozo. El tronar de los cañones se le antojó hermoso a pesar de la llovizna y el velo gris que cubría el horizonte. Tiró al suelo la tagarnina, que humeó durante unos instantes sobre la tierra mojada, y puso la mano en el hombro de su camarada.

—Creí que este día no iba a llegar nunca.

De Bourmont torció el bigote en una mueca de complicidad. Los ojos le brillaban con la excitación del gallo de pelea que se dispone al combate.

—Yo creía lo mismo —respondió mientras apretaba con fuerza la mano del amigo sobre su hombro.

Los húsares conversaban animadamente en corros, mirando en la dirección hacia la que sonaban los cañonazos e intercambiando rumores de diversa índole, todos ellos desprovistos del menor fundamento. Un caporal alto y huesudo, de trenzas y bigote rojos, comentaba con aire de enterado su certeza de que el general Darnand había planeado una finta en dirección a Limas, cuando lo que en realidad pretendía era cortar en dos puntos el camino de Córdoba. La exposición táctica del húsar pelirrojo no era compartida por uno de sus compañeros, que —basándose en confidencias anónimas pero absolutamente fiables— sostenía que el avance hacia Limas era el inicio de un audaz movimiento destinado a cortar al ejército español la retirada en dirección a Montilla. La discusión, que subía de tono, vino a enconarse cuando un tercer húsar afirmó, con idéntica seguridad, que no había en curso avance alguno sobre Limas, y que el verdadero movimiento, que no se iniciaría hasta la noche, sería en dirección a Jaén.

El enlace enviado por Berret estaba de regreso, galopando ya por la falda de la colina. Sobre la loma próxima, la masa oscura del otro escuadrón se desplazaba lentamente, rebasando la cima y desapareciendo de la vista.

La corneta ordenó montar a caballo. Los dos amigos se quitaron los capotes, atándolos delante de los pomos de las sillas. De Bourmont le guiñó un ojo a Frederic, se izó sobre los estribos y ocupó su puesto. A lomos de Noirot, Frederic se aseguró en el arzón y ajusta el barboquejo de cobre de su colbac. Miró con disgusto hacia el cielo gris. La llovizna empezaba a calarle el dormán y sentía una incómoda humedad sobre los hombros y espalda. Afortunadamente, la temperatura se había vuelto soportable.

Otro toque del cornetín de órdenes y el escuadrón partió al trote, rodeando la colina. Las patas de los caballos arrancaban trozos de tierra húmeda, arrojándolos sobre los jinetes que venían detrás. En cierta forma, Frederic prefería eso a la polvareda que se levantaba cuando el suelo estaba seco, sofocando a jinetes y monturas y dificultando la visión durante la marcha. Echó un vistazo a las dos pistoleras sujetas a cada lado del pomo de la silla, en las que, cubiertas por paños encerados para protegerlas de la humedad, estaban sus dos excelentes pistolas modelo Año XII. Todo iba bien. Se sentía excitado por la inminencia de la acción, pero tranquilo y con la mente clara. Ajustó su cuerpo al movimiento de Noirot, disfrutando del placer de la cabalgada, con los ojos y oídos atentos a la menor señal que indicase combate.

Dejando atrás la colina, pasaron junto a un bosquecillo en el que se distinguían las casacas azules cruzadas por correajes blancos de algunos soldados de infantería. El cañón seguía rugiendo en la distancia, al otro lado del horizonte gris. Después salieron a un llano, observando que a su derecha, no demasiado lejos, cabalgaba otro escuadrón de húsares, presumiblemente el que durante la anterior pausa se mantuvo a la vista sobre la loma cercana. Frederic experimentó una íntima sensación de orgullo al divisar el imponente aspecto del escuadrón hermano, avanzando en perfecta formación como una máquina de guerra viva, disciplinada y perfecta, que portaba en las vainas un centenar de sables impacientes.

Anduvieron entre cerros y quebradas hasta avistar un pueblo pequeño del que surgían columnas de humo. El comandante Berret ordenó hacer alto, y durante un rato se entretuvo con Dombrowsky consultando un mapa. Frederic los observó distraídamente, con el oído concentrado en el distante cañoneo, al que ahora se sumaba fragor de fusilería. Mientras evitaba con suaves tirones de las riendas que Noirot mordisquease la rala hierba del suelo, vio cómo el capitán lo miraba y le hacía una seña. El corazón le palpitó con fuerza al picar espuelas y acercarse a los jefes del escuadrón.

Berret, de pie sobre los estribos, entornaba su único ojo observando el pueblo con expresión grave. Fue el capitán quien le habló a Frederic.

—Glüntz, tome seis hombres y haga un reconocimiento en esa dirección. Averigüe quién está en el pueblo.

Frederic se irguió en la silla, sintiéndose enrojecer. Era la primera vez que se le encomendaba una misión individual en combate.

—A la orden, mi capitán —Noirot cabeceaba inquieto, como si compartiese la emoción del jinete.

Dombrowsky tenía el aire preocupado.

—No se complique la vida, Glüntz —recomendó frunciendo el ceño—. Tan sólo eche un vistazo y regrese de inmediato. Todavía es temprano para correr en pos de la gloria. ¿Me entiende?

—Perfectamente, señor.

—No se le pide ninguna hazaña. Sólo que vaya allí, mire lo que ocurre y vuelva a contárnoslo. En principio, nuestra infantería debe encontrarse en el pueblo.

—Entendido, señor.

—Pues dése prisa. Y ojo con los guerrilleros.

El joven miró al comandante, pero Berret permanecía de espaldas a ellos, absorto en la contemplación del paisaje. Frederic saludó con impecable marcialidad y se volvió hacia los húsares de su pelotón que vio más próximos. Señaló a aquellos que juzgó con mejor aspecto.

—Vosotros seis. Seguidme.

Espolearon los caballos y salieron al galope. La fina lluvia continuaba cayendo mansamente, pero aunque la tierra comenzaba a encharcarse no estaba todavía demasiado blanda. Frederic apretó los muslos contra los flancos de su montura e inclinó la cabeza El agua le corría por la cara y la nuca, goteándole desde la empapada piel de oso del colbac. Mientras se distanciaba del escuadrón, tuvo la certeza de que los ojos azules de Michel de Bourmont lo acompañaban desde lejos en la cabalgada.

Las columnas de humo que se levantaban sobre el pueblo parecían inmóviles, suspendidas entre cielo y tierra, condensadas en la mañana gris. El suelo estaba hollado por señales de caballos y rodadas de carros o cañones. El aire olía a madera quemada.

Salieron a un camino que discurría entre almendros. El pueblo estaba ya muy cerca y al otro lado se oían descargas cerradas, pero todavía no se alcanzaba a distinguir ser viviente alguno. El desconocido sendero que se abría ante él trajo cierta aprensión a Frederic, que de un momento a otro se creía a punto de topar con una partida enemiga. Sin dejar de espolear a Noirot, se puso las bridas entre los dientes y extrajo una pistola de las fundas gemelas, liberándola del paño encerado antes de volver a dejarla en su sitio, al alcance de la mano y lista para ser utilizada.

Había un carro volcado a un lado del camino, y junto a él un hombre muerto. Lo miró fugazmente al pasar. Tenía el rostro hundido en la tierra húmeda, la ropa empapada y los brazos abiertos en cruz. Una pierna estaba extrañamente retorcida y le habían quitado las botas. No reconoció el uniforme, por lo que supuso se trataba de un español. Algo más lejos había otros dos cadáveres junto a un caballo muerto. Concentrada su atención en las primeras casas del pueblo, ya próximas, y en el cercano estrépito de fusilería, tardó algún tiempo en caer en la cuenta de que, por primera vez en su vida, acababa de ver hombres muertos en un campo de batalla.

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