El pozo de la muerte (23 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—Soy Woody Clay —dijo el hombre.

—Ya —respondió Wopner sin mirarlo.

—Y usted debe de ser uno de los empleados de Thalassa —dijo Clay, adelantándose hasta quedar junto a Wopner.

—Sí, así es.

Wopner pasó las hojas del folleto en una maniobra disuasoria mientras se apartaba unos centímetros.

—¿Le importa si le hago una pregunta?

—No, adelante —respondió Wopner sin dejar de leer, jamás había imaginado que en el mundo hubiera tantos tipos de edredones.

—¿De verdad esperan encontrar una fortuna en oro?

Wopner apartó la vista del folleto.

—Bueno, ésos son mis planes, y espero que no se tuerzan. —El pastor no sonrió—. Claro que espero encontrar una fortuna. ¿Y por qué no?

—¿Por qué no? ¿La pregunta no debería ser por qué?

Algo en el tono del hombre desconcertó a Wopner.

—¿Qué quiere decir con eso? ¡Son dos mil millones de dólares!

—Dos mil millones de dólares —repitió el pastor, sorprendido. Después hizo un gesto de asentimiento, como si Wopner le hubiera confirmado algo que él ya sospechaba.

—De manera que lo hace sólo por dinero, y no hay ninguna otra razón.

—¿Sólo por dinero? —dijo riendo Wopner—. ¿Acaso necesita una razón mejor? Seamos realistas. Quiero decir, yo no soy la madre Teresa, hombre. —De repente, Wopner recordó con quien estaba hablando—. Discúlpeme, no pretendía ofenderlo. Usted es un sacerdote, pero…

—No se preocupe, ya he oído antes cosas parecidas —le respondió el hombre con una media sonrisa—. Y no soy un sacerdote. Soy un pastor de la Iglesia Congregacional.

—Ya veo. Es una especie de secta, ¿no?

—¿El dinero es realmente tan importante para usted? —Clay miró fijamente a Wopner—. Quiero decir, teniendo en cuenta las circunstancias.

—¿Qué circunstancias? —Wopner miró con inquietud hacia el interior de la oficina de correos. ¿Por qué tardaba tanto aquella mujer? Tardaba más que si hubiera cruzado todo Brooklyn.

El hombre se inclinó hacia adelante.

—¿Qué hace usted en Thalassa? —preguntó.

—Me ocupo de los ordenadores.

—Ah, eso debe de ser interesante.

—Sí, lo es. —Wopner se encogió de hombros—. Cuando funcionan, claro está.

—¿Y todo funciona bien? ¿No hay ningún problema? —preguntó el otro con cara de preocupación.

Wopner frunció el ceño.

—No —respondió con cautela.

—Me alegro —dijo Clay.

Wopner dejó el folleto sobre el mostrador.

—Pero ¿por qué me lo pregunta? —preguntó Wopner con aire de indiferencia.

—No, por nada —respondió el pastor—. Nada que tenga importancia, en todo caso. Salvo que… —Hizo una pausa.

Wopner esperó a que siguiera hablando.

—En el pasado, todos los que pusieron el pie en esa isla tuvieron dificultades. Las calderas estallaban; las máquinas fallaban sin ninguna razón. Muchos hombres sufrieron heridas, y otros murieron.

—Usted está hablando de la maldición de la isla Ragged —dijo Wopner con una mueca de burla—. La maldición de la piedra, y todo ese asunto. Si me perdona la franqueza, le diré que ésas son tonterías.

Clay lo miró fijamente, arqueando las cejas.

—¿Eso piensa? Hay gente que lleva aquí mucho más tiempo que usted, y no opina lo mismo. Y en cuanto a la piedra, está guardada en el sótano de mi iglesia, y ha estado allí desde hace al menos un siglo.

—¿De verdad? —se sorprendió Wopner.

Clay asintió con la cabeza.

Tras unos instantes de silencio, el pastor se acercó a Wopner y le preguntó en voz baja:

—¿Ha pensado alguna vez por qué no hay langosteras cerca de esa isla?

—¿Se refiere a esas cosas que flotan en el mar?

—Exactamente.

—Pues no me había dado cuenta de que no las había.

—Mire bien la próxima vez que vaya, y no verá ninguna. —Clay bajó aún más la voz—. Y hay una buena razón.

-¿Sí?

—Sucedió hace unos cien años. Según me han contado, un pescador de langostas llamado Irma Colcord acostumbraba poner sus langosteras cerca de la isla Ragged. Todos le aconsejaron que no lo hiciera, pero la pesca de langostas era muy buena y Hiram dijo que le importaba un bledo la maldición. Un día de verano muy parecido al de hoy, se internó en la niebla para colocar sus trampas. Al atardecer la marea trajo su barca, pero él no estaba. En el interior estaban apiladas las langosteras, y también había un barril lleno de langostas vivas, pero ni rastros de Colcord. Encontraron su almuerzo a medio comer, y una botella abierta de cerveza, como si él se hubiera marchado pocos minutos antes.

—Seguramente se cayó al agua y se ahogó, ¿no?

—No —continuó Clay—, porque esa noche su hermano fue a la isla para ver si Hiram se había quedado varado allí por alguna razón, y él tampoco regresó. Y al día siguiente, la marea trajo su barca.

—Bueno, los dos cayeron al agua y se ahogaron —dijo Wopner y tragó saliva.

—Dos semanas más tarde encontraron sus cuerpos en el cabo Breed. Uno de los hombres del lugar, que vio lo que les había sucedido, se volvió loco de terror. Y los demás no quisieron hablar de lo que habían visto. Jamás dijeron una sola palabra.

—Vamos, hombre… —protestó Wopner, nervioso.

—La gente decía que el Pozo de Agua no era el único custodio del tesoro, que había algo más. ¿Lo comprende? Usted ya conoce ese terrible ruido que hace la isla cada vez que cambia la marea. Dicen que…

Se oyó un ruido que venía del fondo de la casa, y Rosa entró con un paquete debajo de uno de sus rechonchos brazos.

—Siento haber tardado tanto —se disculpó la mujer—. Su paquete estaba debajo de un envío para la ferretería Coast to Coast. Eustace ha ido al vivero, y yo he tenido que mover todos los bultos.

—No se preocupe, y muchas gracias.

Wopner cogió el paquete y fue hacia la puerta.

—¡Espere, señor! —lo detuvo la administradora de correos.

Wopner se detuvo en seco y se volvió para mirarla, apretando el paquete contra su pecho.

La mujer tenía un papel amarillo en la mano.

—Tiene que firmar aquí —le dijo.

Wopner, sin decir nada, se acercó y firmó rápidamente. Después salió de la oficina y cerró la puerta de un golpe.

Cuando estuvo fuera, respiró hondo.

—Ese tío está como una cabra —murmuró.

Con el pastor fastidiándole o sin él, no pensaba volver al barco sin asegurarse de que le habían enviado lo que había pedido. Luchó con la pequeña caja, tirando de la tapa, primero con cuidado, y luego con más entusiasmo. El cartón de la caja se rompió inesperadamente, y una docena de figuras del juego de rol, magos y hechiceros, rodaron a sus pies. Y detrás de ellas cayeron también las cartas: pentagramas, hechizos, plegarias al revés y círculos infernales. Wopner soltó unos cuantos tacos y se agachó para recogerlas.

Clay salió de la oficina de correos y cerró con cuidado la puerta para que no golpeara. Cuando llegó a la calle se quedó mirando fijamente las figuritas de plástico y las cartas, y luego se marchó calle abajo sin decir palabra.

22

El día siguiente amaneció frío y húmedo, pero por la tarde dejó de lloviznar y el cielo comenzó a despejarse.

Mañana será un día seco y ventoso, pensó Hatch mientras caminaba por el estrecho sendero acotado por cintas amarillas, atrás de Orthanc. La caminata diaria hasta la parte más alta de la isla se había convertido en un ritual. Cuando llegó a la cima, caminó por el borde de los acantilados, hacia el sur, hasta que tuvo una buena vista de los hombres de Streeter. Estaban terminando su jornada de trabajo, tras haber pasado el día dedicados a la construcción del dique.

Como de costumbre, el plan que se le había ocurrido a Neidelman era sencillo y perfecto. El buque de carga fue enviado a Portland a buscar cemento y materiales de construcción, y entretanto Bonterre trazó el mapa del antiguo dique construido por los piratas, y recogió muestras para su posterior análisis arqueológico. Posteriormente, los buceadores habían recubierto las ruinas del dique antiguo con un cemento especial para construcciones submarinas y a continuación clavaron sobre esta base las vigas de acero. Hatch contempló las enormes vigas que se alzaban verticales sobre la superficie del mar a intervalos de tres metros y formaban un arco alrededor del extremo sur de la isla. Desde su punto de observación veía a Streeter en la cabina de una grúa flotante situada cerca de la gabarra y fuera de la zona acotada por la hilera de vigas de acero. Un gran bloque de hormigón reforzado colgaba del brazo de la grúa. Mientras Hatch miraba, Streeter maniobró con la grúa hasta encajar el bloque de hormigón en el espacio libre entre dos vigas. Una vez en su lugar, dos submarinistas desengancharon las eslingas y Streeter con gran destreza dirigió el brazo de la grúa hacia la barcaza, donde esperaban otros bloques de hormigón.

El pelirrojo Donny Truit era uno de los hombres que trabajaban en la cubierta de la barcaza. Neidelman le había encontrado un trabajo a pesar de que se habían retrasado las obras en el pozo, y Hatch observó con satisfacción que Donny parecía muy competente.

La grúa flotante hizo un ruido estrepitoso cuando Streeter volvió a transportar otra pieza de hormigón hasta el semicírculo de vigas, encajándola junto a la anterior.

Hatch sabía que cuando el dique estuviera terminado, cerraría por completo el extremo sur de la isla, y por consiguiente la entrada de agua por las bocas de los túneles. Entonces, con el dique conteniendo las aguas del mar, tal como las había contenido la barrera construida por los piratas hacía trescientos años, podrían vaciar el Pozo de Agua y todos los conductos subterráneos conectados con él.

Se oyó un silbato que indicaba que la jornada de trabajo había concluido. La tripulación de la barcaza sujetó con cuerdas los bloques de hormigón que aún no habían sido utilizados, y el remolcador se acercó para conducir la grúa hasta el muelle. Hatch echó una última mirada a la escena y descendió por el sendero hasta el campamento base. Hizo una parada en su despacho, recogió su maletín y cerró la puerta con llave, y luego fue hacia el embarcadero. Decidió que cenaría cualquier cosa en casa y luego iría a la ciudad a visitar a Bill Banns. El próximo número de
Stormbaven Gazette
saldría dentro de poco, y Hatch quería asegurarse de que el viejo periodista tenía el material adecuado para la primera plana.

Habían ampliado el atracadero, y Hatch tenía un amarradero para su barco. Cuando arrancó el motor del
Plain jane
, y estaba por soltar amarras, oyó una voz que lo llamaba:

—¡Eh, los del barco!

Miró y vio a Bonterre que se acercaba por el muelle, vestida con un mono y con un pañuelo rojo en el cuello. Estaba sucia de barro de la cabeza a los pies. Se detuvo en el atracadero, hizo una señal con el pulgar, como si estuviera haciendo dedo en la carretera, y con una sonrisa maliciosa se levantó la pierna del pantalón para descubrir unos treinta centímetros de su morena pantorrilla.

—¿Quieres que te lleve? —le preguntó Hatch.

—¿Cómo lo has adivinado? —replicó Bonterre, y arrojó el bolso al barco y subió luego de un salto—. Estoy hasta el gorro de esta horrible isla.

Hatch soltó amarras. El barco comenzó a avanzar lentamente eludiendo los arrecifes y salió de la ensenada.

—¿Tu herida está cicatrizando bien?

—Tengo una fea costra en mi bonita barriga.

—No te preocupes, no es permanente. —Hatch miró su sucio mono—. ¿Has estado haciendo tortitas de barro?

—¿Tortitas de… barro? —repitió Bonterre frunciendo el entrecejo.

—Ya sabes, jugando con barro.

—¡Claro que sí! —respondió con una carcajada—. Es lo que mejor hacemos los arqueólogos.

—Ya veo. —Se acercaban al círculo de niebla, y Hatch disminuyó la velocidad hasta que salieron de él—. Hoy no te he visto con los buceadores.

—Yo soy ante todo arqueóloga, y en segundo lugar buceadora. Ya he hecho el trabajo importante, trazando los planos del antiguo dique. Sergio y sus amigos pueden hacer la labor de las bestias.

—Le contaré lo que has dicho —bromeó Hatch.

Condujo el barco por el canal de Oíd Hump y rodeó la isla Hermit. Stormhaven ya estaba a la vista, una brillante franja blanca y verde contra el azul del océano.

Bonterre, apoyada en la bovedilla, se arregló el pelo, que le caía por la espalda como una resplandeciente cascada negra.

—¿Qué se puede hacer en esta ciudad tan provinciana? —preguntó la joven.

—No mucho, en verdad.

—¿Nada de discotecas hasta la madrugada, entonces?
Merde
, ¿qué hace aquí una chica sola?

—Reconozco que es un problema difícil de resolver —replicó Hatch, resistiendo el impulso de responder a sus coquetas insinuaciones. No lo olvides, esta mujer sólo puede traer problemas, se dijo.

Ella lo miró con una sonrisa enigmática.

—Bueno, podría ir a cenar con el médico.

—¿Con el médico? —Hatch fingió sorprenderse—. Sí, imagino que al doctor Frazier le encantaría. Tiene sesenta años, pero se conserva muy bien.

—¡Eres un chico muy malo! ¡Yo me refería a este médico! —dijo, y lo golpeó juguetona en el pecho.

¿Por qué no?, pensó Hatch, no creo que por una cena me meta en líos.

—Sólo hay dos restaurantes, y en los dos sirven productos del mar, como era de esperar. Aunque en uno también hacen buenos bistecs.

—¿Bistecs? Eso es lo que yo quiero. Soy estrictamente carnívora. Las verduras son para los cerdos y los monos. En cuanto al pescado… —La joven simuló vomitar por la borda.

—Pensaba que eras del Caribe.

—Sí, y mi padre era pescador, y comíamos pescado todos los días del año. Salvo en Navidad, que nos daban chévre.

—¿Cabra? —preguntó Hatch.

—Sí. Me encanta la cabra. Asada en un agujero en la playa, durante ocho horas, y acompañada con cerveza hecha en casa.

—¡Delicioso! —rió Hatch—. Te hospedas en la ciudad, ¿no?

—Sí. Ya no quedaban habitaciones en ninguna parte, así que puse un cartel en la oficina de correos. Y la encargada lo vio y me ofreció una habitación.

—¿En su propia casa? ¿Estás viviendo con los Poundcooks?


Naturellement
.

—La administradora de correos y su marido. Son buena gente, muy tranquilos.

—Sí. Son tan silenciosos que a veces pienso que se han muerto.

Espera y verás lo que pasa si tratas de llevar un hombre a la casa, pensó Hatch. O si vuelves a casa después de las once.

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