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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (41 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Streeter lo miró impasible.

—¿Tiene alguna preferencia con respecto al trato a darle?

Neidelman retrocedió un paso.

—Siempre he pensado que usted es un hombre muy imaginativo y lleno de recursos, señor Streeter. Proceda como le parezca mejor.

—De acuerdo, señor —respondió.

Neidelman se inclinó y encendió el intercomunicador de Streeter.

—Manténgase en contacto, señor Streeter.

Neidelman se dirigió al ascensor y descendió otra vez a la excavación, mientras Streeter subía por la escalera extensible.

42

Hatch estaba de pie en la galería de su casa de Ocean Lañe. Lo que ayer no era más que una amenaza de los meteorólogos, ahora se estaba convirtiendo rápidamente en una realidad. Había un fuerte oleaje hacia el este, que creaba una línea de rompientes en los arrecifes de Breed's Point. En el lado opuesto del puerto, más allá de las boyas del canal, las olas barrían los acantilados de granito cercanos al faro de Burnt Head, y desde la bahía llegaba el ruido del mar con una sorda cadencia. El cielo estaba completamente cubierto. Un poco más lejos, a la altura de Oíd Hump, las aguas estaban muy revueltas. Hatch hizo un gesto de desaliento; si las olas ya barrían esta árida roca, la tormenta iba a ser monumental.

Algunos barcos de la flotilla que se había hecho a la mar en la manifestación de protesta —los más pequeños, y un barco para la pesca de arrastre de medio millón de dólares cuyo capitán era muy prudente— estaban regresando a puerto.

Hatch giró la cabeza y vio un furgón del servicio de mensajería acercarse por la avenida. Se detuvo frente a la casa, y Hatch bajó los escalones para firmar el recibo y coger su paquete.

Ya de vuelta en la casa, rompió la caja y sacó el envoltorio de plástico que había adentro. El profesor Horn y Bonterre, que estaban examinando el esqueleto de un pirata, se callaron cuando vieron el paquete.

—Directamente del laboratorio de antropología física del Smithsonian Institute —anunció Hatch mientras rompía el sello de plástico. Sacó varias hojas impresas, las dejó sobre la mesa y comenzó a repasarlas. Se hizo un pesado silencio cuando los tres se inclinaron a examinar los resultados, y la decepción era palpable en el aire. Hatch suspiró y se sentó en una silla. El profesor se sentó frente a él, apoyó la barbilla en el bastón, y miró pensativo a su antiguo alumno.

—No es lo que esperabas encontrar, ¿verdad?

—No —respondió Hatch negando con la cabeza—. No, en absoluto.

El profesor frunció el entrecejo.

—Malin, tú siempre te has apresurado a aceptar la derrota.

Bonterre cogió las hojas y las examinó rápidamente.

—No entiendo la jerga médica —dijo por fin—. ¿Qué son todas estas enfermedades de nombre tan feo?

—Hace un par de días envié fragmentos de huesos de estos dos esqueletos al Smithsonian. Incluí también muestras de otros doce desenterrados en la excavación del campamento pirata.

—¿Para buscar la enfermedad que había acabado con ellos? —preguntó el profesor Horn.

—Efectivamente. Cuando comenzaron a caer enfermos tantos trabajadores de la expedición, comencé a preguntarme de qué habrían muertos los cadáveres de la fosa común. Pensé que los esqueletos podían servir para darme una pista. Cuando un hombre muere a causa de una enfermedad, por lo general hay una gran cantidad de anticuerpos de esa enfermedad en su cadáver.

—O una mujer —intervino Bonterre—. Recuerda que había tres mujeres enterradas en aquella tumba.

—Los grandes laboratorios, como los del Smithsonian, pueden analizar huesos antiguos en busca de anticuerpos, y determinar con precisión de qué enfermedad murió la persona a quien pertenecían los huesos. —Hatch hizo una pausa—. En la isla Ragged hay algo —ya lo había en la época de los piratas, y continúa habiéndolo en la actualidad— que hace que la gente enferme. A mí me parecía que el sospechoso más probable era la espada. Me imaginé que, de alguna manera, podía ser portadora de alguna enfermedad. Por donde la espada ha pasado, la gente ha muerto. —Hatch cogió las hojas del laboratorio—. Pero según estos análisis, todos los piratas sufrían enfermedades diferentes. Klebslella, síndrome de Bruniére, micosis dendrítica, unas fiebres transmitidas por las garrapatas de Tahití… murieron a causa de diversas enfermedades, algunas de ellas muy raras. Y en aproximadamente la mitad de las muestras, se desconoce la causa de la muerte.

Hatch cogió otras hojas que tenía en un extremo de la mesa.

—Los resultados de estos análisis son tan desconcertantes como los de los pacientes que he visitado en los dos últimos días.

Hatch le alcanzó una de las hojas al profesor Horn.

HEMOGRAMA COMPLETO

anormal
normal
Leucocitos
2,5 mil / mmcc
Hematíes
4,02 Mil / mmcc
Hemoglobina
14,4 g /1
Hematocrito
41,2 %
VCM
81,2 Fl
HCM
34,1 pg
CHCM
30%
RDW
14,7 %
MPV
8fl
Plaquetas
75 mil / mmcc
FÓRMULA
Segmentados
900 mil / mm
Linfocitos
600 mil / mm
Monocitos
10 mil / mm
Eosinófilos
0,30 mil / mm
Basófilos
0,30 mil / mm

—El hemograma es siempre anormal, pero de diferentes maneras en cada persona. La única similitud es una cantidad muy baja de glóbulos blancos. Mire éste: dos mil quinientos por milímetro cúbico, cuando lo normal es de cinco mil a diez mil. Y los linfocitos, monocitos y basófilos, todos están muy bajos. Jesús.

Hatch dejó las hojas, desalentado.

—Ésta era mi última oportunidad de detener a Neidelman —continuó luego—. Si hubiera una epidemia en la isla, o algún vector vírico, quizá lo habría convencido, o bien podría haber utilizado mis contactos en sanidad para poner el lugar en cuarentena. Pero al parecer las enfermedades del pasado no se debían a una epidemia, ni tampoco las del presente.

—¿Y qué pasa si recurrimos a los procedimientos legales ? —preguntó Bonterre.

—He hablado con mi abogado. Me ha dicho que es simplemente un incumplimiento de contrato. Para detener a Neidelman, yo tendría que obtener un mandato judicial, y eso lleva semanas. —Hatch miró su reloj—. Y no las tenemos. A la velocidad que avanza la excavación, no disponemos más que de unas horas.

—¿No se le puede arrestar por entrar sin autorización en una propiedad ajena? —preguntó Bonterre.

—No lo ha hecho. El contrato le autoriza, y autoriza también a la compañía Thalassa a trabajar en la isla.

—Comprendo tu preocupación, pero no las conclusiones a las que has llegado —intervino el profesor—. ¿Cómo es posible que la espada sea tan peligrosa? Como yo lo veo, el único peligro que puede entrañar un arma de esa clase es la de ser herido por su hoja, si te atacan con ella.

—Es muy difícil de explicar —le respondió Hatch—. Los médicos a veces desarrollamos un sexto sentido para los diagnósticos. Y eso es lo que siento ahora. Tengo el presentimiento, más que eso, tengo la seguridad de que esa espada transmite alguna cosa. Se habla mucho de la maldición de la isla Ragged. Puede que la espada sea una especie de maldición, sólo que con una explicación científica.

—¿Y por qué has descartado la idea de que realmente haya una maldición?

—¿Me está tomando el pelo? —le preguntó Hatch con incredulidad.

—Vivimos en un universo muy extraño, Malin.

—Sí, profesor, pero no tan extraño.

—Todo lo que te pido es que pienses lo impensable. Que busques una conexión.

Hatch fue hasta la ventana del salón. En el prado, el viento sacudía las ramas de los robles. Había comenzado a llover. Se veían muchos más barcos en el puerto. La marea comenzaba a cambiar, y el mar estaba cada vez más agitado.

Hatch suspiró y se volvió.

—No puedo ver esa conexión. ¿Qué pueden tener en común una neumonía causada por estreptococos y una candidiasis?

—Recuerdo haber leído en 1981 o 1982 una observación muy parecida que hizo un epidemiólogo del Instituto Nacional de la Salud.

—¿Sí? ¿Y qué dijo exactamente?

—Preguntó qué podían tener en común el sarcoma de Kaposi y la neumonía causada por el
Peumocystis carinii
.

—Mire, profesor, esto no puede ser sida —respondió de inmediato Hatch. Y luego, antes de que el profesor pudiera responderle, continuó—: El VIH mata atacando el sistema inmunitario. Permite que se desarrollen una cantidad de infecciones oportunistas.

—Exactamente. Tienes que filtrar todas las hipótesis acerca de una epidemia, por así decirlo, y ver qué queda después.

—Entonces quizá debamos buscar algo que deteriora el sistema inmunitario.

—Yo no sabía que había tantos enfermos en la isla —intervino Bonterre—. En mi equipo no ha enfermado nadie.

—¿Nadie? —insistió Hatch mirándola.

La joven negó con la cabeza.

—Ya ves. —El doctor Horn sonrió y golpeó el suelo con el bastón—. Tú querías una conexión común. Ahora tienes varias pistas para seguir.

El profesor se puso de pie y le dio la mano a Bonterre.

—Ha sido un placer conocerla, mademoiselle. Me gustaría poder quedarme, pero el viento sopla cada vez más fuerte, y quiero volver a mi casa, a mi jerez, mis pantuflas, mi perro y el fuego del hogar.

Cuando el profesor fue a coger su abrigo, les llegó un ruido de pasos en la galería. La puerta se abrió de golpe, y apareció Donny Truitt, la cara empapada por la lluvia y el impermeable abierto y agitado por el viento.

Un relámpago hendió el cielo, y el retumbar del trueno se oyó en toda la bahía.

—¿Qué pasa, Donny? —preguntó Hatch.

Donny se abrió de un tirón la camisa mojada. Hatch oyó la exclamación de sorpresa del profesor.


Grande merde du noir
—dijo por lo bajo Bonterre.

En los sobacos de Truitt se veían una grandes llagas supurantes. Los ojos del joven estaban hinchados, y tenía unas ojeras profundas y azuladas. Hubo otro relámpago, y tras el estallido del trueno, se oyó gemir a Truitt. Entró tambaleándose a la casa, y se quitó el gorro.

Por un momento todos se quedaron paralizados. Después Hatch y Bonterre lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a sentarse en el sofá del salón.

—Ayúdame, Mal —jadeó Truitt cogiéndose la cabeza entre las manos—. No sé qué me pasa, yo nunca he estado enfermo.

—Claro que te ayudaré —le respondió Hatch—. Pero ahora acuéstate y deja que te examine el pecho.

—Olvídate de mi maldito pecho —repuso Donny—. ¡Mira esto!

Y cuando se quitó las manos de la cabeza, Hatch vio horrorizado que tenía en cada mano un espeso mechón de cabellos color zanahoria.

43

Clay se hallaba de pie en la popa de su barco; la lluvia había inutilizado el megáfono situado en posición vertical en el techo de la cabina. El pastor y los otros seis manifestantes que aún permanecían en el lugar se habían refugiado temporalmente al socaire del barco más grande de la flota de Thalassa, el mismo barco que habían intentado sitiar.

Clay estaba hecho una sopa, pero la amarga sensación de derrota había calado en él más hondo que el agua. El gran barco, el
Cerberus
, estaba inexplicablemente vacío. O bien la gente de a bordo tenía órdenes de no mostrarse ante ellos. No había subido nadie a cubierta a pesar de las sirenas y los gritos. El pastor pensó que quizá había sido un error elegir como objetivo el barco más grande. Tal vez deberían haberse dirigido a la isla y bloquear el embarcadero. Allí al menos había gente; dos horas antes varias lanchas cargadas con trabajadores habían partido de la isla, y tras esquivar los barcos de la manifestación de protesta se habían dirigido a Stormhaven a toda velocidad.

Clay miró los restos de su flota. Por la mañana, cuando se habían hecho a la mar, él se sentía lleno de ánimo, como cuando era joven, y luchaba por causas justas. Había tenido la certeza de que por fin las cosas iban a cambiar para él y para la ciudad. Al fin podría hacer algo que dejara una huella perdurable en aquellas buenas gentes. Pero ahora, contemplando los seis destartalados barcos zarandeados por las olas, se dijo que la protesta, como todo lo que había intentado hacer en Stormhaven, parecía condenada al fracaso.

El director de la cooperativa de los pescadores de langosta, Lemuel Smith, colocó su barco a la par del de Clay. Las dos embarcaciones se balancearon y golpearon una contra la otra, azotadas por la lluvia. Clay se inclinó sobre la borda. Tenía el pelo mojado y pegado al cráneo, lo que le daba a su rostro, ya de por sí serio, un aspecto de máscara mortuoria.

—¡Es hora de volver, reverendo! —gritó el pescador, aferrado a la barandilla de su barco—. Esta tormenta va a ser terrible. Cuando acabe la pesca de la caballa podemos organizar otra manifestación.

—Entonces ya será demasiado tarde —gritó Clay por encima del ruido del viento y la lluvia—. El daño estará hecho.

—Al menos les hemos hecho ver cuál es nuestra posición.

—Lem, no se trata de eso —respondió Clay—. Yo también estoy mojado y tengo frío, como usted. Pero tenemos que hacer este sacrificio. Tenemos que detenerlos.

El pescador de langostas meneó la cabeza.

—Es imposible detenerlos con este tiempo, reverendo. Aunque quizá la tormenta haga el trabajo por nosotros.

Smith miró primero el cielo, y luego la costa distante, una borrosa silueta azulada que la lluvia apenas dejaba ver.

—No puedo permitirme perder el barco —dijo.

Clay se quedó callado. «No puedo permitirme perder el barco», lo resumía todo. Ellos no comprendían que había cosas más importantes que los barcos o el dinero. Y quizá no lo comprenderían nunca. Clay sintió una extraña sensación de tensión alrededor de los ojos y luego se dio cuenta de que estaba llorando. No importaban dos lágrimas más, después de los torrentes que había vertido.

—No quiero ser responsable de la pérdida de ningún barco —consiguió decir—. Puede regresar, Lem. Yo me quedaré.

El pescador vaciló.

—Me sentiría más tranquilo si usted regresara conmigo, reverendo. Contra Thalassa puede seguir combatiendo, pero no podrá luchar contra el océano.

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