El pozo de la muerte (44 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—¡Tenemos que soltarnos! —gritó Hatch.

Cogió el cuchillo que llevaba en el bolsillo y comenzó a cortar frenéticamente la amarra. La lancha se deslizó libre sobre las olas justo cuando el
Plain jane
apuntaba con la popa al oscuro cielo y desaparecía en las profundidades.

Bonterre, sin detenerse a pensarlo, cogió el achicador y comenzó a trabajar rápidamente para achicar el agua de la lancha. Él fue a popa e intentó poner en marcha el motor fuera borda. Se oyó una tos, un bufido, y luego un tenue carraspeo, apenas audible en medio del fragor del océano. Hatch, con el motor marchando en vacío, comenzó a vaciar la lancha con el segundo achicador. Pero fue inútil; sin el refugio de la mole del
Plain Jane
, la pequeña embarcación soportaba todo el peso de la tormenta, y entraba más agua de la que Hatch y Bonterre podían achicar.

—Tenemos que virar y ponernos en sentido contrario al mar —dijo Bonterre—. Tú achica, que yo conduciré la lancha.

—Pero…

—¡Ahora mismo!

Bonterre gateó hasta la popa, puso el pequeño motor en marcha y aceleró, girando la lancha hasta que quedó de costado.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Hatch.

—¡Tú achica! —fue la respuesta de ella.

La popa de la lancha se hundió y el agua que llenaba la lancha se volcó hacia allí. Y precisamente cuando una gran ola avanzó sobre ellos, la joven aceleró de repente y la lancha se elevó sobre la superficie. Bonterre volvió a girar y navegó sobre la ola, como si lo hiciera sobre una tabla de surf.

La maniobra contradecía todo lo que Hatch había aprendido sobre navegación. Aterrado, dejó caer el achicador, y cuando la lancha avanzó más rápido, se agarró con las dos manos a la borda.

—¡Sigue achicando!

Bonterre estiró el brazo hacia atrás y abrió la llave de paso de popa. La lancha se vació y avanzó a una velocidad aún mayor.

—¡Nos mataremos! —chilló Hatch.

—¡No es la primera vez que hago esto! ¡Cuando era niña hacía surf.

—¡Pero no con estas olas!

La lancha pasó rasando entre dos olas, y la hélice emitió un desagradable chillido cuando comenzaron a ascender por el lomo de la ola siguiente. Hatch, echado en el fondo de la lancha y agarrado a los dos lados, se dijo que debían ir a una velocidad de por lo menos veinte nudos.

—¡Agárrate bien! —gritó Bonterre. La lancha se deslizó de costado, saltó por encima de la cresta espumosa y quedó por un instante suspendida en el aire, ante el horror de Hatch. Luego descendió sobre el lomo de la ola, y recuperó el equilibrio.

—¿No puedes ir más despacio?

—Esto no funciona si se va despacio. Hay que hacer planear la lancha.

—¡Pero no vamos en dirección a la isla!

—No te preocupes. En unos minutos daré la vuelta.

Hatch se sentó en la proa. Se daba cuenta de que Bonterre trataba de permanecer el mayor tiempo posible en el seno de las olas, donde el viento no llegaba, transgrediendo la regla fundamental que establece que nunca se navega de lado en mar gruesa. Con todo, la velocidad mantenía la lancha estable, y le permitía a Bonterre buscar el mejor lugar para cruzar las olas.

Y otra gran ola se alzó ante ellos. Bonterre hizo girar bruscamente el timón. La lancha saltó sobre la ola y la joven aprovechó para virar en redondo mientras descendían.

—¡Santo Dios! —gritó Hatch, y se agarró desesperadamente al asiento.

El viento perdió fuerza cuando por fin estuvieron al socaire de la isla. Aquí ya no aparecían las grandes olas de mar abierto, pero las aguas estaban muy revueltas y era muy difícil navegar con la pequeña lancha.

—¡Retrocede! —gritó Hatch—. ¡La corriente de resaca nos va a empujar lejos de la isla!

Ella comenzó a contestarle, pero se interrumpió.

—¡Mira las luces! —gritó.

A unos trescientos metros el
Cerberus
parecía surgir de la tempestad, y las poderosas luces del puente y de la cubierta horadaban la oscuridad. Ahora giraba hacia ellos, como una blanca imagen salvadora, serena en medio del caos circundante. Hatch pensó que quizá los habían visto. Sí, era evidente que sí. Sus instrumentos debían de haber captado el naufragio del
Plain jane
, y ahora venían a rescatarlos.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! —gritó Bonterre agitando los brazos.

El
Cerberus
aminoró la marcha y se situó a babor de la lancha. Por un instante la gran masa del barco los protegió del viento y las olas.

—¡Abran la escotilla de abordaje! —gritó Hatch.

Esperaron unos instantes en silencio; el
Cerberus
continuaba inmóvil y silencioso.


Vas-y, vas-y!
—se impacientó Bonterre—. ¡Nos estamos congelando!

Hatch oyó el zumbido de un motor eléctrico. Miró hacia la escotilla de entrada, esperando que se abriera, pero continuó cerrada e inmóvil.

Un relámpago los iluminó fugazmente. Hatch creyó ver una figura solitaria que los miraba desde el puente de mando.

El ruido del motor continuaba. Y Hatch vio entonces que el cañón lanzaarpones de cubierta giraba para apuntarles.

Bonterre, desconcertada, también lo estaba viendo.


Grande merde du noire
—masculló.

—¡Da la vuelta, rápido! —gritó Hatch.

Bonterre viró a estribor. Hatch vio por el rabillo del ojo un destello azul. Se oyó un silbido y luego algo cayó ruidosamente al agua delante de ellos. Le siguió un estallido, y una torre de agua se alzó a seis metros de la lancha, la base iluminada por un feo color naranja.

—¡Nos han disparado con un arpón explosivo! —exclamó Hatch.

Hubo otro flash y otra explosión, aterradoramente cercana. La pequeña lancha cabeceó violentamente. Se alejaron del
Cerberus
y comenzaron a navegar otra vez en aguas revueltas. Hubo un estallido delante de ellos cuando otro proyectil dio en el agua. El agua les golpeó la cara, cayeron de espaldas y estuvieron a punto de irse a pique.

Bonterre, sin decir una palabra, volvió a girar y se dirigió directamente hacia el
Cerberus
. Hatch se volvió para gritarle que no lo hiciera, pero se dio cuenta entonces de lo que ella se proponía. En el último momento la joven hizo girar la lancha y la puso de costado, cuando ya golpeaban el casco del barco. Ahora estaban a la sombra del
Cerberus
, demasiado cerca para que pudieran atacarlos con el cañón lanzaarpones.

—¡Pasaremos a toda velocidad junto a la popa y escaparemos! —explicó Bonterre.

Hatch se inclinaba hacia adelante para achicar el agua cuando vio en el agua una estrecha línea, que se dirigía hacia ellos restallando y zumbando. Curioso, se irguió para verla mejor. La línea llegó a la proa de la lancha, y la punta de la embarcación se desvaneció en medio de una nube de aserrín y humo. Hatch miró hacia el
Cerberus
, y vio a Streeter que se inclinaba sobre la borda con un arma en la mano. La reconoció: era una
fléchette
, y les estaba apuntando.

Antes de que Hatch pudiera decir nada, Bonterre aceleró violentamente. Se oyó un ruido parecido al que haría una máquina de coser infernal, y un disparo de
fléchette
hendió el agua en el lugar donde habían estado un segundo antes. Después dejaron atrás el
Cerberus
, y ahora estaban de vuelta en medio de la tormenta, con la lancha cabeceando y el agua azotando la destrozada proa. El
Cerberus
, con un rugido de sus poderosos motores, comenzó a dar la vuelta. Bonterre aceleró al máximo, y por poco vuelca al girar en dirección al muelle de la isla Ragged.

Pero en aquel mar tan borrascoso la pequeña lancha no podía competir con la potencia y la velocidad del gran barco. Hatch vio que el
Cerberus
comenzaba a acortar la distancia que los separaba. Un minuto más, y les cortaría la entrada a la isla, interponiéndose entre ellos y la cala donde se encontraban los muelles.

—¡Ve hacia los arrecifes! Si te montas sobre una ola, podrás pasar por encima. Esta lancha apenas si tiene treinta centímetros de calado.

Bonterre corrigió el rumbo de la lancha. El
Cerberus
continuaba acercándose, inexorable, en medio de la tormenta.

—¡Engáñalos, hazles creer que cambiaremos el rumbo cuando lleguemos a los arrecifes!

Bonterre llevó la lancha paralela a los arrecifes, justo afuera de la rompiente.

—¡Cree que ya nos ha cogido! —dijo Hatch cuando el
Cerberus
giró para seguirlos.

Se oyó otra explosión, y por un instante Hatch respiró agua salada. Miró hacia abajo, y vio que un arpón les había volado media borda a babor.

—¡Pasa los arrecifes con la próxima ola, no tenemos otra escapatoria! —gritó.

Continuaron en paralelo a los arrecifes durante un instante, hasta que Hatch gritó:

—¡Ahora!

Cuando Bonterre lanzó la destrozada lancha al hirviente remolino de agua que cubría los arrecifes, hubo otra gran explosión. Hatch oyó un extraño crujido y fue arrojado violentamente fuera de la lancha. Se debatió en aquel caos de aguas revueltas, trozos de tablones que flotaban y rumor sordo de burbujas. Sintió que se hundía, que algo lo atraía hacia el fondo del mar. Y tras unos breves momentos de terror, comenzó a sentirse muy, muy tranquilo.

47

Woody Clay resbaló en un montón de algas, se golpeó la pantorrilla, y estuvo a punto de pronunciar el nombre de Dios en vano. Las rocas de la costa estaban cubiertas de algas y eran muy resbaladizas. Decidió que era mejor avanzar a rastras.

Le dolía todo el cuerpo, tenía las ropas destrozadas y el dolor de la nariz era el peor que había sufrido jamás. Además, estaba helado. Con todo, se sentía más vivo que nunca, mucho más que en los últimos años. Había olvidado esta sensación, esta intensa exaltación espiritual. El fracaso de la protesta ya no importaba. En verdad, no había sido un fracaso, puesto que le había conducido a la isla. Los designios de Dios son misteriosos, pero era evidente que Él le había traído hasta la isla Ragged con un propósito. Él tenía aquí una misión, algo de fundamental importancia. Aún no sabía en qué consistía esa misión. Pero estaba seguro de que en el momento oportuno, le sería revelado. Se arrastró más allá de la marca de la marea alta. Aquí era más fácil andar, y Clay se puso de pie y tosió hasta expulsar el agua que aún le quedaba en los pulmones. Con cada acceso de tos, un dolor punzante le atravesaba la nariz rota. Pero al pastor no le importaba el dolor. ¿Qué había dicho san Lorenzo cuando los romanos lo asaban en una parrilla? «Dame la vuelta, señor. Ásame del otro lado.»

Cuando era niño, y los otros chicos leían novelas de aventuras y del Oeste, la lectura preferida de Clay era
El libro de los mártires
, de Foxe. En la actualidad, y a pesar de ser pastor de la Iglesia Congregacional, no veía nada malo en poner como ejemplo la vida de santos católicos, y con más frecuencia aún, su muerte. Era gente bendecida con una visión, y también con el valor para llevarla a cabo, no importa el precio que hubieran de pagar. Clay estaba seguro de que él también tenía valor. Lo que le había faltado en los últimos tiempos era la visión.

Ahora tenía que encontrar refugio, conseguir entrar en calor, y rezar para que le fuera revelado lo que debía hacer en la isla.

Sus ojos recorrieron la costa, gris contra un cielo negro, azotada por la furia de la tormenta. A la derecha entrevió las grandes rocas, que los pescadores llamaban «lomos de ballena». Un poco más lejos estaba la zona desecada por el dique construido por Thalassa. Pero el suelo no estaba completamente seco. El pastor observó con satisfacción que las olas golpeaban continuamente contra el dique. Había unos cuantos puntales doblados, y una de las placas de cemento reforzado se había deformado. Cada golpe de las olas arrojaba grandes cantidades de agua y espuma por encima del muro de contención del dique.

Clay caminó por la rocosa playa y encontró cobijo junto al gran terraplén, debajo de unos árboles. Pero incluso aquí la lluvia era muy fuerte, y apenas dejó de moverse comenzó a temblar de frío. Se puso de pie y caminó a lo largo de la base del terraplén, buscando un refugio mejor. No vio nada ni oyó a nadie. Puede que, después de todo, la isla estuviera desierta. Quizá la tormenta había obligado a los saqueadores a huir, como huyeron los mercaderes del templo.

Llegó hasta el extremo de la isla. Se oía muy alto el ruido de las olas que batían contra los acantilados. Clay siguió caminando y rodeó la punta de la isla. Le llamó la atención una cinta amarilla, igual a las que usa la policía para acordonar una zona prohibida al paso, uno de cuyos extremos se había soltado, y era agitada por el viento. Siguió caminando. Detrás de la cinta, una abertura apuntalada con tres vigas de un metal brillante conducía al interior del terraplén. Clay esquivó la cinta, agachó la cabeza y se introdujo por la abertura. Adentro casi no se escuchaba el ruido de las olas, y el lugar estaba seco y resguardado del viento. No estaba exactamente tibio, pero al menos no hacía tanto frío. Clay buscó en los bolsillos su pequeña provisión para situaciones de emergencia: la linterna, la caja de plástico hermética para las cerillas, y un botiquín de pequeños auxilios en miniatura. Dirigió el rayo de luz sobre las paredes y el techo. Se encontraba en una pequeña cámara que se estrechaba luego para seguir en un túnel.

Aquello era muy interesante, y le hacía sentir mucho mejor. Había sido conducido a ese lugar, en cierta forma, y no dudaba de que estaba conectado con el resto de los túneles que horadaban el subsuelo de la isla.

Clay temblaba cada vez más, y decidió que lo primero era encender un fuego para entrar en calor y secar sus ropas.

Recogió unas cuantas maderas y trozos de leña que el mar había arrastrado hasta el interior de la cueva, destornilló la tapa de la caja de plástico, y cogió una cerilla completamente seca. Sonrió satisfecho. Siempre que se embarcaba, desde que vino a vivir a Stormhaven, llevaba consigo esta caja impermeable para cerillas. Claire se había burlado de su costumbre, claro está, y aunque sus pullas eran amables y cariñosas, le habían amargado interiormente, en esa parte de sí mismo que no permitía que nadie conociera. Y ahora, la caja de cerillas iba a desempeñar un papel en su destino.

Al poco rato, una pequeña hoguera arrojaba sombras movedizas sobre las paredes de la cueva. La tormenta rugía afuera, pero no penetraba en el refugio de Clay. El dolor de la nariz se había convertido en un latido sordo y continuo.

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