El pozo de la muerte (36 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—Siga —lo urgió Hatch.

—«… fue capturada y saqueada por el pirata Edward Ockham, de resultas de lo cual la corona perdió noventa millones de reales. Este pirata se convirtió en nuestra plaga, en una peste que parecía enviada sobre nosotros por el mismísimo demonio. Y por fin, tras mucho debate, el Consejo Privado del monarca nos autorizó a poner al servicio de nuestra causa la Espada de San Miguel, nuestro más grande, más secreto, más terrible tesoro. En nombre del Padre, que Dios se apiade de nuestras almas».

St. John dejó la carpeta sobre la mesa.

—¿Qué habrán querido decir con «nuestro más grande, más secreto, más terrible tesoro»? —preguntó intrigado.

—No tengo la menor idea. Puede que pensaran que la espada tenía propiedades mágicas, y que asustaría a Ockham. Una especie de
Excalibur
española.

—No, no es probable. Recuerde que el mundo estaba en los umbrales del Siglo de las Luces, y que España era uno de los países más civilizados de Europa. Los consejeros del rey no habrían creído en una superstición medieval, y menos aún habrían hecho depender de ella la seguridad del Estado.

—A menos que la espada estuviera realmente maldita —murmuró Hatch con sorna, abriendo los ojos en un gesto dramático.

St. John no rió.

—¿Ya le ha mostrado estos papeles al capitán Neidelman?

—No. En verdad, estaba pensando en enviárselos por correo electrónico a una amiga que vive en Cádiz, la marquesa Hermione Concha de Hohenzollern.

—¿Una marquesa? —preguntó St. John.

—Si la viera, no lo diría —dijo sonriendo Hatch—. Pero a ella le encanta hablar de su rancio y distinguido abolengo. La conocí cuando yo trabajaba para Médicos sin Fronteras. Es una mujer muy excéntrica y tiene casi ochenta años, pero también es una excelente investigadora, lee todas las lenguas europeas, y numerosos dialectos.

—Tal vez usted haga bien en buscar ayuda exterior —dijo St. John—. El capitán está tan concentrado en el Pozo de Agua que no creo que tenga tiempo para mirar estos documentos. Ayer, cuando se marchó el inspector de la compañía de seguros, vino a verme y me pidió que comparara la profundidad y el ancho del pozo con las torres de varias catedrales. Quería diseñar un encofrado que actuara como el sistema interno de sostén de una catedral, recreando las líneas de fuerza y las sobrecargas del capitel original de Macallan. En pocas palabras, desactivar los potenciales peligros del pozo.

—Sí, lo he comprendido. Parece un trabajo complicadísimo.

—Lo más complicado fue el trabajo de investigación de los antecedentes históricos —explicó St. John, y señaló los libros que tenía sobre la mesa—. Me ha llevado la tarde de ayer y toda la noche hacer solamente un diagrama de lo que me pidió Neidelman.

—Entonces será mejor que se vaya a dormir. Yo me iré al almacén a buscar la segunda parte del diario de Macallan. Gracias por su ayuda con la traducción. —Hatch recogió las carpetas y se dispuso a marcharse.

—Espere un momento.

Hatch lo miró, y el historiador inglés se puso de pie y se acercó.

—Antes le he dicho que había hecho un descubrimiento que me parecía interesante.

—Sí, es verdad.

—Está relacionado con Macallan. —St. John se ajustó el nudo de la corbata con un gesto tímido—. Bueno, relacionado indirectamente. Mire esto —dijo, y cogió una hoja de papel de la mesa y se la dio a Hatch.

Hatch examinó la línea de letras que aparecían en la página:
ETAONISRHLDCUFPMWYBGKQXYZ.

—Parece un galimatías —dijo.

—Mire bien las primeras siete letras.

Hatch las leyó en voz alta.

—E,T,A,0… Eh, espere un minuto. ¡Eta Onis! El libro sobre arquitectura de Macallan aparece dedicado a esta misma persona.

—Es la tabla de frecuencia de la lengua inglesa —explicó St. John—. El orden probable en que las letras serán utilizadas en las frases. Los criptoanalistas la utilizan para descodificar mensajes.

Hatch silbó.

—¿Y cuándo lo advirtió usted?

—Al día siguiente de la muerte de Kerry. No hablé con nadie acerca de esto. Me sentía muy estúpido cuando pensaba que lo había tenido delante todo el tiempo. Pero cuanto más pensaba en ello, me parecía que permitía entender más cosas. Me di cuenta de que Macallan era mucho más que un arquitecto. Si conocía la tabla de frecuencia, es probable que estuviera involucrado en alguna sociedad secreta. Decidí entonces investigar un poco más, y he dado con una serle de datos demasiado significativos para que sean una mera coincidencia. Ahora estoy seguro de que Macallan, durante esos años de su vida de los que no se sabe nada, trabajó para la Cámara Negra.

—¿La Cámara Negra? ¿Y qué era eso?

—Es realmente fascinante. Usted sabe… —St. John se interrumpió y miró por encima del hombro.

Hatch se dio cuenta de que él miraba hacia la habitación de Wopner, como si esperara una observación cáustica del programador sobre lo que él encontraba fascinante.

—Venga conmigo —le dijo Hatch—. Puede explicármelo mientras vamos al almacén.

—La Cámara Negra —continuó St. John cuando salieron al exterior— era un departamento secreto de la Administración de Correos de Inglaterra. Su tarea era interceptar los mensajes sellados, transcribir su contenido, y luego volver a sellarlos con sellos falsos, claro está. Si los documentos estaban cifrados, eran enviados a una sección encargada de descodificarlos. Y el texto ya descifrado era enviado luego al rey, o a los ministros, según el carácter del mensaje.

—Pero ¿se intrigaba tanto en la Inglaterra de los Estuardo?

—No sólo en Inglaterra. Todos los países europeos tenían organizaciones de este tipo. En verdad, eran el mejor lugar para que trabajaran jóvenes aristócratas muy inteligentes y socialmente bien situados. Si lograban ser buenos descodificadores, se les premiaba con cargos en la corte y pagas en metálico.

—No sabía nada de esto —dijo Hatch.

—Y aún hay más. Tras leer entre líneas algunos de los antiguos documentos, he llegado a pensar que Macallan probablemente era un agente doble, y espiaba para España debido a su simpatía por la causa irlandesa. Pero fue descubierto, y creo que se marchó del país para salvar su vida. Puede que fuera enviado a América no sólo para construir una catedral en Nueva España, sino por razones mucho menos públicas.

—Y Ockhani desbarató esos planes.

—Sí, y al capturar a Macallan consiguió una presa mucho más valiosa de lo que había pensado.

Hatch hizo un gesto de asentimiento.

—Esto explicaría por qué Macallan era tan aficionado a escribir en clave, y a usar tinta invisible en sus diarios.

—Y también por qué el segundo código era tan complejo. Muy pocas personas habrían tenido la presencia de ánimo para planear una trampa tan sutil como el Pozo de Agua. —St. John se quedó unos instantes en silencio, y luego siguió hablando—: Ayer le hablé a Neidelman de todo esto.

—¿Y cómo reaccionó?

—Me dijo que era interesante, y que más adelante habría que investigarlo más exhaustivamente, pero que ahora la prioridad era reforzar el pozo y encontrar el tesoro. —El historiador sonrió apenas—. Pienso que no tiene mucho sentido mostrarle los documentos que usted ha descubierto. El capitán está demasiado concentrado en las excavaciones para pensar en algo no relacionado directamente con ellas.

Ya habían llegado al cobertizo donde se encontraba el almacén. Había mejorado mucho desde los primeros días de la expedición. Ahora las dos pequeñas ventanas estaban protegidas por rejas, y un guarda estaba sentado junto a la entrada y llevaba un registro de todas las entradas y salidas.

—Siento mucho que tenga que pasar por esto —dijo St. John cuando Hatch pidió la copia del diario descodificado de Macallan y le mostró al guarda la autorización escrita de Neideiman—. Yo le hubiera hecho una copia con mucho gusto, pero Streeter vino hace unos días y copió todo el material descodificado en disquetes. Después borró todo el material que estaba en el disco duro de los ordenadores, y también las copias de seguridad. Si yo supiera un poco más de informática podría haber…

Le interrumpió un grito procedente del interior del cobertizo. Un momento después salió Bonterre, con una tablilla con sujetapapeles en una mano y un raro objeto circular en la otra.

—¡Mis dos hombres favoritos! —exclamó la joven con una ancha sonrisa.

St. John, incómodo, guardó silencio.

—¿ Cómo van las cosas en Villa Piratas ? —preguntó Hatch.

—Ya estamos en el último tramo —replicó Bonterre—. Esta mañana hemos terminado de excavar la última zona. Pero, como en el amor, lo mejor siempre viene al final. Miren lo que desenterró ayer uno de mis hombres.

La joven, sonriendo, levantó el objeto que tenía en la mano.

Parecía hecho de bronce, con números grabados en el borde exterior. Dos piezas alargadas salían del centro, como agujas de reloj.

—¿Qué es? —preguntó Hatch.

—Un astrolabio. Se usaba para determinar la latitud mediante la altura del sol. En la época de Red Ned, cualquier marinero hubiera pagado por él diez veces su peso en oro. Y sin embargo, lo dejaron en la isla. —Bonterre acarició la superficie del instrumento con el pulgar—. Cuantas más cosas descubro, mayor es mi confusión.

De repente, se oyó gritar a alguien cerca de allí.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó alarmado St. John.

—Parecía un grito de dolor —dijo Hatch.

—Me parece que fue en la casilla del geologista —señaló la joven.

Los tres corrieron hacia el despacho de Rankin. Pero para sorpresa de Hatch, el corpulento y rubio geólogo no estaba agonizando, sino sentado en su silla, y examinaba alternativamente una larga hoja de papel impreso, y la pantalla de su ordenador.

—¿Qué pasa? —preguntó Hatch.

Rankin, sin mirarlos, les hizo una señal con la mano pidiendo silencio. Volvió a examinar la hoja impresa, y sus labios se movieron como si estuviera contando. Después la dejó sobre la mesa.

—Lo he inspeccionado de arriba abajo —explicó—. Esta vez no puede ser consecuencia de un fallo técnico.

—¿Este hombre se ha vuelto
fon
? —preguntó Bonterre.

Rankin los miró.

—Está bien —dijo—. Tiene que estarlo. Neidelman me ha estado acosando para que consiguiera más datos sobre lo que hay enterrado en el fondo del pozo. Cuando por fin lo vaciaron, yo pensé que desaparecerían las extrañas lecturas que obteníamos. Pero no ha sido así. Hiciera lo que hiciera, obtenía diferentes lecturas en cada sondeo. Hasta ahora. Echen un vistazo.

Les dio el papel que había impreso hacía unos minutos, una serle ininteligible de manchas negras y líneas junto a un oscuro rectángulo borroso.

—¿Qué es esto? —preguntó Hatch—. ¿Una litografía de Motherwell?

—No, hombre. Es una cámara acorazada, de aproximadamente tres metros de largo, y está situada a unos quince metros más abajo de la zona del pozo que hemos vaciado. Y he conseguido datos concretos sobre su contenido. Entre otras cosas, hay una masa de unas quince o veinte toneladas de un metal denso, no ferroso, con una gravedad específica justo por encima de diecinueve.

—Un momento, sólo hay un metal con esa gravedad específica —intervino Hatch.

—Sí, y no es el plomo —respondió Rankin con una sonrisa.

Se produjo un silencio breve, cargado de electricidad. Después Bonterre lanzó un grito de alegría y se arrojó a los brazos de Hatch. Rankin soltó uno de sus peculiares bramidos y palmeó a St. John en la espalda. Los cuatro salieron dando vivas de la casilla.'

Se acercó más gente a ver qué pasaba, y la noticia del descubrimiento de Rankin se difundió rápidamente. Los diez o doce empleados de Thalassa que aún estaban trabajando en la isla lo celebraron espontánea y ruidosamente. Y en medio de la frenética, casi histérica alegría, olvidaron el clima opresivo posterior a la tragedia de Wopner, los continuos retrasos y las dificultades, y hasta la dureza del trabajo. Scopatti hacía cabriolas y se quitó los zapatos y los tiró al aire, mientras sujetaba su cuchillo entre los dientes. Bonterre entró corriendo al almacén y salió con el antiguo alfanje que habían encontrado en las excavaciones del campamento pirata. Arrancó una tira de tela de la pernera de sus pantalones cortos y se la ató alrededor de la cabeza de forma que le cubriera un ojo, a la manera de un parche pirata. Después se volvió los bolsillos del revés y se desgarró la blusa, dejando al descubierto en el proceso una generosa porción de pecho. Después se paseó blandiendo el alfanje y dando horribles aullidos, la viva imagen de una disoluta mujer pirata.

Hatch abandonó su moderación habitual y gritó junto con todos los demás, abrazó a técnicos que apenas conocía, y dio saltos para festejar las pruebas de la existencia de aquella inmensa cantidad de oro enterrado prácticamente bajo sus pies. Y mientras lo hacía, era consciente de que todos necesitaban desesperadamente desfogarse.

En verdad, no estamos celebrando la existencia del tesoro, pensó, festejamos que esta maldita isla no pudiera con nosotros.

El griterío se apagó cuando el capitán llegó al campamento base. Neidelman los miró con una expresión de cansancio en sus fríos ojos grises.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó conteniendo la ira.

—¡Capitán, hay oro a quince metros más abajo del fondo del pozo! —dijo Rankin—. No menos de quince toneladas.

—Claro que hay oro —respondió Neidelman con sequedad—. ¿Acaso piensan que hemos estado cavando para hacer gimnasia? —Miró a los que le rodeaban de uno en uno—. Esto no es una excursión de un jardín de infantes. Nuestro trabajo aquí es muy serio, y espero que ustedes lo realicen con la misma seriedad. —Miró luego a St. John—. Doctor, ¿ha terminado su análisis?

St. John asintió con la cabeza.

—Si es así, vamos a introducir los datos en el ordenador del
Cerberus
. Los demás, de vuelta al trabajo. Quiero que recuerden que el tiempo apremia, y no podemos perder un minuto.

Neidelman partió a grandes zancadas rumbo al embarcadero, y St. John le siguió presuroso para no quedarse atrás.

36

El día siguiente era sábado, pero en la isla Ragged se descansaba muy poco. Hatch, que se había quedado dormido, algo raro en él, salió por la puerta del número 5 de Ocean Lañe y corrió hacia el embarcadero, deteniéndose sólo para coger del buzón el correo del viernes.

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