El pozo de la muerte (31 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—¡La roca sigue resbalando! —gritó Hatch—. ¡Deme algo, lo que sea…!

Pero acababa de decirlo cuando sintió que la cabeza del programador se le deshacía en las manos. La máscara de oxígeno comenzó a producir burbujas, como si el respirador estuviera lleno de líquido. Hatch sintió algo viscoso bajo sus dedos y se dio cuenta, horrorizado, de que era la lengua de Wopner.

—¡No, Dios mío, por favor, no! —imploró desesperado.

Unas manchas negras aparecieron ante sus ojos cuando se tambaleó contra la roca, incapaz de respirar en aquella atmósfera enrarecida, y luchó para librar su propia mano de la mortífera presión.

—¡Échese atrás, doctor Hatch! —le advirtió Neidelman.

—¡Malin! —gritó Bonterre.

Hatch oyó la voz de su hermano Johnny, que susurraba en la oscuridad: «Hola, Mal, estoy aquí.»

Y luego la oscuridad descendió sobre él y no oyó nada más.

30

A medianoche, las aguas del mar tenían ese aspecto aceitoso y espeso que a menudo sigue a una tormenta de verano. Hatch, que había estado sentado ante su mesa, se levantó, y caminando con cautela en la oscuridad fue hasta la ventana de la cabaña prefabricada donde tenía su consulta. Miró las cabañas del campamento base, buscando una luz que le indicara que el juez ya estaba en camino. Las aguas oscuras estaban surcadas por fantasmales líneas de espuma. El mal tiempo había disipado temporalmente la bruma que rodeaba la isla, y en el horizonte se veía el continente, una fosforescencia difusa bajo el cielo estrellado.

Hatch suspiró y se apartó de la ventana, frotándose inconscientemente la mano vendada. Había permanecido solo en su despacho hasta que la tarde se convirtió en noche, incapaz de moverse, e incluso de encender las luces. En la oscuridad era más fácil no ver la forma irregular que yacía en la camilla, cubierta por una sábana blanca. Y era también más fácil evitar los pensamientos y los susurros que intentaban penetrar en su conciencia.

Llamaron suavemente a la puerta. Cuando la abrieron, la luz de la luna iluminó la delgada silueta del capitán Neidelman, de pie en el umbral. Después entró en la cabaña y desapareció en la masa oscura de una silla. Se oyó el rascar de una cerilla, y la habitación se iluminó fugazmente mientras el capitán encendía su pipa; el aroma del tabaco turco llegó hasta donde estaba Hatch.

—¿Así que no hay señales del juez? —preguntó Neidelman.

El silencio de Hatch fue suficiente respuesta. Ellos habían querido llevar a Wopner al continente, pero el juez, un hombre rígido y receloso, que venía de Machiasport, insistió en que debían mover el cadáver lo menos posible.

El capitán fumó unos minutos en silencio, y la única señal de su presencia era el resplandor intermitente de la cazoleta de su pipa. Después dejó la pipa a un lado y se aclaró la garganta.

—¿Malin? —preguntó en voz baja.

—Sí —respondió Hatch, y su voz le sonó ronca y ajena.

—Ésta ha sido una tragedia devastadora. Para todos nosotros. Yo apreciaba a Kerry.

—Sí —repitió Hatch.

—Recuerdo cuando dirigía un equipo en un rescate en aguas profundas, cerca de la isla Sable. El cementerio del Atlántico. Teníamos a seis buceadores en una cámara de presión barométrica, para aclimatarse después de haber descendido cien metros para localizar un submarino nazi cargado de oro. Algo salió mal, falló el cierre de la cámara. —Hatch lo oyó moverse en su silla—. Ya puede imaginarse lo que pasó. Una embolia masiva. Primero destruye el cerebro y después detiene el corazón.

Hatch guardó silencio.

—Uno de esos buceadores era mi hijo —terminó Neidelman.

Hatch lo miró.

—Lo siento —dijo—. Yo no sabía que… —No supo cómo seguir. «No sabía que usted tenía hijos. O que alguna vez hubiera estado casado.» De hecho, no sabía casi nada de la vida privada de Neidelman.

—Jeff era nuestro único hijo. Su muerte fue un golpe terrible para los dos, y mi mujer, Adelaide… bueno, no pudo perdonarme.

Hatch se quedó callado y recordó el rostro de su madre cuando se enteraron, una tarde de noviembre, de la muerte de su padre. Ella había cogido un candelabro de porcelana de la repisa de la chimenea y lo había limpiado distraídamente con el delantal, lo había dejado en la repisa y lo había vuelto a coger y había vuelto a limpiarlo, una y otra vez, el rostro tan gris como un cielo cubierto de nubes. Hatch se preguntó qué estaría haciendo la madre de Wopner en ese momento.

—Dios, qué cansado estoy. —Neidelman se movió otra vez en su asiento, esta vez con más ímpetu, como si lo hiciera para mantenerse despierto—. En este negocio estas cosas pasan —añadió el capitán—. Son inevitables.

—Inevitables —repitió Hatch.

—No intento encontrar excusas. Kerry conocía los riesgos, y eligió trabajar en esto. Como todos nosotros.

Hatch sintió que los ojos se le iban hacia la deforme silueta cubierta por la sábana. Unas manchas oscuras habían aparecido sobre la blanca superficie, y a la luz de la luna parecían agujeros negros. Se preguntó si Wopner de verdad había elegido libremente.

—La cuestión es que no debemos permitir que esto nos desmoralice —dijo el capitán bajando levemente la voz.

Hatch hizo un esfuerzo y apartó la vista de la camilla con un suspiro.

—Sí, creo que yo pienso lo mismo. Hemos llegado tan lejos que si abandonáramos, la muerte de Kerry sería aún más gratuita. Nos tomaremos el tiempo necesario para revisar nuestras medidas de seguridad. Después podemos…

Neidelman se echó hacia delante en su asiento.

—¿Dice que nos tomaremos el tiempo necesario? Creo que no me ha comprendido, Malin. Debemos seguir adelante mañana mismo.

—No podemos hacer eso, en vista de lo que ha ocurrido —respondió Hatch con ceño—. Para empezar, la moral de todos está muy baja. Esta tarde oí a dos trabajadores que hablaban junto a mi ventana, y decían que la expedición está maldita, que nadie encontrará nunca el tesoro de Ockham.

—Precisamente por eso hay que seguir trabajando —dijo Neidelman, y su voz era ahora apremiante—. Hay que acabar con los rumores, y hacer que todo el mundo no piense más que en su trabajo. No me sorprende que la gente esté nerviosa. Es natural, después de semejante tragedia. Y todos esos cuentos de maldiciones y acontecimientos sobrenaturales son seductores, pero para nosotros resultan muy negativos. Y de esto precisamente venía a hablar con usted.

Neidelman acercó su silla a la de Hatch.

—Por ejemplo, todos esos problemas que hemos tenido con los ordenadores. Todo funciona bien hasta que está instalado en la isla, y entonces, y de manera inexplicable, comienzan las dificultades. Eso nos ha causado demoras y ha elevado los costos. Y no hablemos de la pérdida de moral. —El capitán cogió la pipa—. ¿Ha pensado usted cuál puede ser la causa?

—La verdad es que no. No entiendo mucho de ordenadores. Kerry tampoco se explicaba lo que estaba pasando. Decía que estaba actuando una especie de fuerza maligna.

Neidelman hizo un gesto de burla.

—Sí, hasta él lo decía. Es curioso que un experto en informática fuera tan supersticioso. —Neidelman lo miró y Hatch sintió incluso en la oscuridad la fuerza de esa mirada—. Bien, yo he pensado mucho en este asunto, y he llegado a una conclusión. No se trata de una maldición, claro está.

—Entonces ¿qué es?

El capitán encendió nuevamente su pipa y su cara se iluminó fugazmente.

—Sabotaje —respondió.

—¿Sabotaje? —repitió Hatch, incrédulo—. Pero ¿quién…? ¿Y por qué?

—Todavía no lo sé. Pero evidentemente se trata de alguien de nuestro círculo, alguien con completo acceso al sistema informático y demás maquinaria. Eso nos deja como posibles sospechosos a Rankin, Magnusen, St. John y Bonterre. Y posiblemente también a Wopner, a quien tal vez le estalló su propio petardo en las manos.

Secretamente, Hatch estaba asombrado de que Neidelman pudiera hablar de una manera tan calculadora sobre Wopner, con el cadáver del programador a dos metros de él.

—¿Y Streeter? —preguntó Hatch.

El capitán negó con la cabeza. —Streeter y yo hemos estado juntos desde Vietnam. Él era suboficial en mi cañonera. Ya sé que usted y él no se llevan bien, y también sé que es un poco cascarrabias, pero es imposible que él sea el saboteador. Absolutamente imposible. Ha invertido todo lo que tiene en esta empresa. Pero hay más que eso. En una ocasión le salvé la vida, y cuando dos hombres han hecho la guerra, y han combatido juntos, no puede haber una mentira entre ellos.

—Muy bien —contestó Hatch—, pero no veo por qué alguien querría sabotear la búsqueda del tesoro.

—Pues se me ocurren varias razones —dijo Neidelman—. La primera, espionaje industrial. Recuerde que Thalassa no es la única compañía del mundo que se dedica a la recuperación de tesoros. Si fracasamos, o vamos a la quiebra, eso abriría la puerta del tesoro de Ockham a otros.

—No podrían hacer nada sin mi cooperación.

—Ellos lo ignoran. Y aunque lo supieran, usted sabe que siempre se puede hacer cambiar a alguien de parecer.

—No lo sé —dijo Hatch—. No puedo creer que…

Se interrumpió cuando recordó que el día antes se había encontrado a Magnusen en la zona donde se clasificaban los artefactos hallados en las excavaciones. La mujer estaba examinando el doblón de oro desenterrado por Bonterre. Y Hatch se había sorprendido: la ingeniera, habitualmente tan formal y sin personalidad, miraba la moneda con una expresión de descarnado deseo. Cuando Hatch entró se había apresurado a dejarla con un gesto furtivo, culpable.

—Recuerde —decía el capitán—, hay en juego una fortuna de dos mil millones de dólares. Hay muchos que harían cualquier cosa por veinte dólares. ¿Y cuántos más cometerían cualquier delito, incluyendo el asesinato, por dos mil millones?

La pregunta quedó en suspenso. Neidelman se puso en pie y comenzó a caminar junto a la ventana, mientras fumaba su pipa.

—Ahora que hemos vaciado el pozo, podemos reducir el personal a la mitad. Ya he devuelto la barcaza y la grúa flotante a Portland. Así será más fácil controlar la seguridad. Pero dejemos clara una cosa. Puede haber un saboteador entre nosotros. El (o ella) puede haber saboteado los ordenadores, forzando a Kerry a bajar con nosotros esta mañana. Pero fue Macallan quien mató a Kerry Wopner. —El capitán se volvió para mirar a Hatch—. Y también a su hermano. Ese hombre ha atravesado los siglos para atacarnos. Por Dios, Malin, no podemos dejar que nos venza. Nosotros venceremos al pozo, y nos llevaremos su oro. Y la espada.

Hatch se quedó sentado en la oscuridad, embargado por sentimientos contradictorios. Él jamás había pensado en el pozo en esos términos. Pero era cierto: era Macallan quien había asesinado a su inocente hermano y al igualmente inocente programador. El Pozo de Agua era, ante todo, una vil, cruel e implacable máquina de matar.

—No sé si hay un saboteador —dijo Hatch lentamente—. Pero creo que tiene razón con respecto a Macallan. Mire lo que dice en la última anotación de su diario. Ha proyectado el pozo para matar a cualquiera que intente apoderarse del tesoro. Por eso es necesario que hagamos una pausa, estudiemos el diario y reconsideremos nuestro curso de acción. Creo que hemos querido llegar demasiado lejos y demasiado rápido.

—Malin, su manera de enfocar la cuestión está equivocada. —Neidelman alzó la voz en la pequeña consulta—. ¿No se da cuenta de que eso es hacerle el juego al saboteador? Tenemos que continuar a la mayor velocidad posible, cartografiar el interior del pozo e instalar las estructuras de refuerzo. Además, cada día de tardanza significa más complicaciones, más estorbos. Es sólo cuestión de tiempo que la prensa se entere de esto. Y Thalassa paga a Lloyd's 300.000 dólares por semana en seguros. Este accidente hará que nos dupliquen la prima. Hemos excedido nuestro presupuesto, y nuestros inversores comienzan a inquietarse. ¡Y estamos tan cerca, Malin! ¿Cómo se le ocurre sugerir que vayamos más despacio?

—A decir verdad —respondió Hatch con serenidad—, yo estaba sugiriendo que diéramos por terminados los trabajos esta temporada, y recomenzáramos en la primavera.

—Por Dios, ¿qué está diciendo? En ese caso, deberíamos desmontar el dique, volver a anegar todos los pozos, desmontar Orthanc e Isla Uno… usted no está hablando en serio.

—Mire, desde el principio dimos por seguro que había una clave para la cámara del tesoro. Ahora sabemos que no la hay. De hecho, sucede exactamente lo contrario. Llevamos aquí tres semanas, y agosto está por terminar. Cada día que pasa aumenta la posibilidad de que nos sorprenda una tormenta.

Neidelman hizo un gesto dando a entender que no había por qué preocuparse.

—No hemos construido todo esto con legos. Podemos resistir cualquier tormenta, e incluso un huracán.

—No estoy hablando de huracanes o sudestadas.

Ese tipo de perturbación da tres o cuatro días de aviso, y hay tiempo de sobra para evacuar la isla. Estoy hablando de una tormenta del nordeste. Pueden barrer toda la costa en muy poco tiempo. Y si eso sucede, podemos considerarnos afortunados si conseguimos llegar con los barcos a puerto.

—Ya sé lo que es una tormenta del nordeste —dijo muy serio Neidelman.

—Entonces sabrá que trae vientos cruzados y las olas son aún más grandes que con un huracán. Y por muy reforzado que esté su dique, lo barrerán como si fuera de juguete.

Neidelman apretaba los labios y tenía el ceño fruncido; estaba claro que ninguno de los argumentos de Hatch hacía mella en su posición.

—Mire —continuó Hatch, con el tono más razonable que le fue posible—, hemos sufrido un retraso, pero eso no quiere decir que vayamos a retirarnos. Puede que el apéndice esté inflamado, pero no hay peritonitis. Yo sólo digo que nos tomemos el tiempo necesario para estudiar el Pozo de Agua y examinar las otras construcciones de Macallan, e intentemos comprender cómo funcionaba su mente. Es demasiado peligroso seguir adelante a ciegas.

—Ya le he dicho que es posible que tengamos entre nosotros a un saboteador, y que no podemos permitirnos retrasos —respondió Neidelman con aspereza—. La suya es la clase de actitud pusilánime que Macallan deseaba provocar. Tómese su tiempo, no corra ningún riesgo, y gaste su dinero hasta que no le quede nada. No, Malin. Investigar está muy bien —dijo el capitán, en voz más baja, pero con gran decisión—, pero ahora es el momento de saltarle a Macallan a la yugular.

A Hatch nunca le habían llamado «pusilánime», y nunca había oído la palabra en una conversación. Empezaba a sentir que la sangre le hervía, pero consiguió dominarse.

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