El pozo de la muerte (14 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—La sección que hemos descifrado del diario comprende la captura de Macallan, y relata cómo aceptó, bajo amenaza de muerte, construir el Pozo de Agua, después de encontrar la isla apropiada. Desafortunadamente, cuando comienza la construcción, Macallan cambia a una clave nueva. Nuestra hipótesis es que el resto del diario consiste en la descripción del diseño y la construcción del pozo. Y, claro está, el secreto para conseguir entrar en la cámara del tesoro.

—Neidelman me ha dicho que el diario menciona la espada de San Miguel.

—Claro que sí —intervino Wopner, y apretó unas teclas. Un nuevo texto ocupó la pantalla.

Ockham ha descargado tres de sus barcos porque espera encontrar una nueva presa en algún lugar de la costa. Hoy bajaron a la playa un gran cofre de plomo con adornos de oro y una docena de cajones de piedras preciosas. Los corsarios dicen que el cofre guarda la espada de San Miguel, un valioso tesoro muy estimado por el capitán, y que fue robado a un galeón español. El capitán se jacta de que es el tesoro más valioso de todas las Indias. El capitán ha prohibido abrir el cofre, y sus hombres montan guardia junto a él día y noche. Los hombres sospechan unos de otros y están riñendo todo el tiempo. Si no fuera por la cruel disciplina que les impone el capitán, creo que en muy poco tiempo todos acabarían muy mal.

—Y éste es el segundo código —dijo Wopner; volvió a teclear en el ordenador y la pantalla se llenó de cifras.

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—El viejo era cada vez más listo —dijo Wopner—. Ya no hay más espacios, de manera que no podemos buscar el equivalente entre números y letras en cada palabra. Y todos son números, sin ningún signo de otro tipo. Una clave bien jodida.

St. John hizo un gesto de desagrado.

—Kerry, ¿de verdad tienes que usar esa clase de palabras? —dijo, y miró a Hatch como pidiéndole disculpas.

—Hasta ahora —continuó Wopner—, esta ricura ha resistido a todas las preciosas tablas de cifras de Chris. He decidido tomar el asunto en mis manos y he programado un ataque de pura fuerza bruta. Está actuando ahora, mientras hablamos.

—¿Qué quiere decir con un ataque de fuerza bruta? —preguntó Hatch.

—Hombre, ya se sabe; un algoritmo que actúa sobre un texto cifrado probando todas las combinaciones posibles. Es sólo una cuestión de tiempo.

—Una pérdida de tiempo, querrás decir —intervino St. John—. Yo estoy trabajando en una nueva serie de códigos que he extraído de un libro holandés de criptografía. Lo que necesitamos aquí es más investigación histórica, no tanta informática. Macallan era un hombre de su época, no inventó su código de la nada. Tiene que haber un precedente histórico. Ya sabemos que no es una variante del código de Shakespeare, o del de los rosacruces, pero estoy convencido de que en estos libros hay un código menos conocido que nos dará la clave que necesitamos. Hasta el más tonto podría darse cuenta de que…

—Termina con eso, ¿quieres? —dijo Wopner—. Enfréntate de una vez a la realidad, Chris. Es imposible descifrar este texto consultando libros de historia; sólo un ordenador puede hacerlo. —Wopner le dio unas palmaditas a uno de los monitores y le habló—: Nosotros vamos a vencer a esta ricura, ¿verdad, cariño?

Giró en su silla y abrió una nevera con estantes semejante que habitualmente se usan en los laboratorios para guardar muestras de tejidos, y cogió una barrita de helado.

—¿Alguien quiere un helado? —preguntó.

—No comería uno aunque estuviera muerto de sed y de hambre —replicó St. John con una expresión de disgusto.

—Ustedes los británicos se las dan de muy finos, pero comen unos pasteles de carne realmente asquerosos —murmuró Wopner con la boca llena de helado; después lo agitó como si fuera un arma—. Están viendo la comida perfecta. Grasas, proteínas, azúcar e hidratos de carbono. ¿He dicho grasa? Yo podría alimentarme con estos helados toda la vida.

—Y probablemente lo hará —le dijo St. John a Hatch—. Tendría que ver todos los que tiene en las neveras de la cocina.

Wopner frunció el entrecejo.

—¿Acaso piensas que en esta insignificante ciudad de provincias tienen mi marca favorita de helados? Es muy poco probable; las huellas que dejo en mis calzoncillos son más largas que la calle mayor.

—En ese caso, quizá debería ir a ver a un proctólogo —intervino Hatch y St. John estalló en carcajadas.

El inglés parecía contento de haber encontrado un aliado.

—Doctor, si usted mismo quiere echar un vistazo… —Wopner se puso de pie y moviendo el trasero de manera insinuante, fingió desabrocharse los pantalones.

—Lo haría, pero tengo un estómago muy delicado —respondió Hatch—. ¿De manera que no le gusta la zona menos turística de Maine?

—Kerry ni siquiera se aloja en la ciudad —dijo St. John—. Prefiere dormir a bordo.

—Los barcos me gustan tan poco como las ciudades de provincia —dijo Wopner, terminando de comer su helado—. Pero aquí tengo las cosas que necesito. Electricidad, por ejemplo. Agua corriente. Y aire acondicionado. No puedo vivir sin aire acondicionado.

Hatch pensó que, después de todo, era mejor que Wopner, con su acento de Brooklyn y sus camisas floreadas, no bajara mucho a la ciudad. Apenas pisara Stormhaven sería el blanco de todas las miradas, como la ternera de dos cabezas embalsamada que llevaban todos los años a la feria del condado.

—Tal vez les parezca una pregunta estúpida, pero ¿qué es exactamente la espada de San Miguel? —preguntó, tras decidir que lo mejor era cambiar de tema de conversación.

—Verá, yo siempre he pensado que sería una espada con la empuñadura cubierta de piedras preciosas, y hoja de acero de damasco, o algo por el estilo —le respondió St. John.

—Pero ¿por qué decía Ockham que era el tesoro más valioso de las Indias Occidentales?

—No lo sé —contestó St. John, que parecía un tanto desconcertado—. No lo había pensado en esos términos. Quizá tiene un valor simbólico, o mítico. Como la espada Excalibur, por ejemplo.

—Pero si Ockham ya poseía unos tesoros tan valiosos, ¿por qué tenía en tan alta estima a la espada?

St. John miró a Hatch con sus ojos lacrimosos.

—La verdad, doctor Hatch, es que en los documentos que tengo no hay ninguna pista sobre la naturaleza de la espada de San Miguel. Sólo se habla de ella como de un objeto reverenciado, y custodiado con gran celo. Me temo que no puedo responder a su pregunta.

—Yo sé qué es —dijo Wopner con una sonrisa.

—¿Sí? ¿Qué es? —se interesó St. John, cayendo en la trampa.

—Ya sabes cómo se ponen los hombres cuando pasan largas temporadas en alta mar, sin ver a una mujer en mucho tiempo. La espada de San Miguel es… —Y Wopner terminó la frase con un gesto obsceno.

St. John lo miró escandalizado.

12

Hatch abrió la puerta trasera del dormitorio de sus padres y salió a la pequeña terraza. Eran las nueve y media de la noche, pero la ciudad de Stormhaven ya estaba dormida. Soplaba una deliciosa brisa de verano, que le acariciaba las mejillas y le agitaba suavemente los cabellos. Hatch dejó las dos carpetas que tenía en la mano sobre la vieja mecedora y fue hasta la baranda de la terraza.

Más allá del puerto se veían las luces de la ciudad, que descendían por la pendiente de la colina hasta el mar. La noche era tan silenciosa y tranquila que Hatch podía oír hasta el ruido de los guijarros que depositaban las olas sobre la playa, y el crujir de las arboladuras de los barcos en el muelle. Una bombilla solitaria proyectaba una débil luz arriba de la puerta del supermercado de Bud. El empedrado de las calles brillaba a la luz de la luna. Un poco más allá, el faro de Burnt Head avisaba de los peligros del mar.

Hatch casi no se acordaba de aquella terraza, en el primer piso, bajo el alero de la vieja casa. Pero ahora, acodado en la baranda, los recuerdos acudieron en tropel. Allí jugaban al póquer con Johnny cuando sus padres se marchaban a celebrar un aniversario en Bar Harbor; y estaban atentos a las luces del coche para que no los pillaran sus padres cuando volvían a casa. Se sentían muy mayores y muy malos. Y más tarde miraba hacia la casa de los Northcutt, con la esperanza de ver a Claire en la ventana de su dormitorio…

Claire…

Se oyó una risa y luego una breve algarabía de voces. Hatch volvió al presente y su mirada se dirigió al hotel de la ciudad. Entraron dos empleados de Thalassa, la puerta se cerró tras ellos y se hizo otra vez el silencio.

Los ojos de Hatch se pasearon por las hileras de casas. La biblioteca pública, con su fachada de ladrillos rojos, que se veía de un polvoriento color rosa en la luz nocturna; la desvencijada casa de Bill Bann, una de las más antiguas de la ciudad. Y en la cima de la colina, una gran casa de troncos, reservada para el pastor de la Iglesia Congregacionalista, y el último ejemplo de la antigua arquitectura en madera que quedaba en el condado.

La mirada se dirigió luego hacia el mar, hacia la brumosa oscuridad donde se hallaba la isla Ragged. Hatch volvió después con un suspiro a la silla, se sentó y cogió las carpetas negras.

Lo primero que encontró fue una copia del fragmento del diario de Macallan que ya había sido descifrado. Tal como le había explicado St. John, describía la captura del arquitecto y el trabajo que se había visto obligado a realizar; la creación de un escondite para el botín de Ockham, realizado de tal manera que sólo el pirata pudiera posteriormente recuperar sus tesoros. El desprecio que Macallan experimentaba por el corsario; la repulsión que le inspiraba su salvaje tripulación, y su consternación ante su bárbara y disoluta manera de vivir, eran evidentes en cada una de las frases del texto.

El diario era breve y Hatch lo leyó en un rato, pero se había despertado su curiosidad con respecto a la segunda parte, y se preguntó si Wopner conseguiría descifrarlo pronto. Antes de que Hatch se marchara, el programador se había quejado amargamente de su doble trabajo como técnico informático.

—Hay que instalar las redes, y ése es un maldito trabajo de lampistas, no de programadores. Pero el capitán no se siente feliz si hay mucha gente trabajando en este proyecto; si por él fuera, aquí no quedarían más que él y Streeter. Dice que por razones de seguridad, pero nadie va a robarle su tesoro. Ya verá usted; mañana, cuando todo esté instalado, los técnicos y sus asistentes se marcharán.

—No me parece mal —le había contestado Hatch—. ¿Para qué mantener una plantilla que ya no se necesita? Yo, por mi parte, preferiría curar un pie afectado de gangrena que estar sentado en el camarote de un barco mirando en una pantalla un revoltillo de letras.

Hatch recordaba la mueca irónica de Wopner.

—Eso demuestra su ignorancia. Para usted, esto no es más que un revuelto de letras, pero detrás de ellas está la persona que las cifró, y nos mira y se burla de nosotros. Es el desafío más grande. Si usted consigue formular este algoritmo, bingo, ha ganado. Quizá el acceso a una base de datos de tarjetas de crédito. O las secuencias para desatar un ataque nuclear. O la clave sobre la forma en que han enterrado un tesoro. No hay un subidón más grande que descifrar una clave secreta. El criptoanálisis es el único juego digno de los seres inteligentes. Por eso me siento tan solo con mis actuales compañeros.

Hatch suspiró y se concentró otra vez en las carpetas negras. La segunda contenía la sucinta biografía de Ockham que le había dado St. John. Hatch se echó hacia atrás para que la luz de la luna iluminara las páginas y empezó a leer.

13
Documento número:
T14-A-41298
Carrete:
14049
Unidad lógica:
LU-48
Investigador asociado:
T. T. Ferrell
Extracto solicitado por:
C. St. John

Ejemplar 001 OF 003

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PROHIBIDO HACER COPIAS

BIOGRAFÍA RESUMIDA DE EDWARD OCKHAM

T. T. Ferrell, Thalassa - Shreveport

1. Edward Ockham nació en 1662 en Cornualles, Inglaterra, y pertenecía a la nobleza de provincias. Fue educado en Harrow y posteriormente estudió dos años en el Balliol College, Oxford, antes de ser expulsado por las autoridades de la universidad por infracciones no especificadas.

10. Su familia deseaba para él una carrera en la marina, y en 1682 Ockham se graduó como oficial y se embarcó con el grado de teniente en la flota del Mediterráneo, a las órdenes del almirante Poynton. Se distinguió en varias acciones contra los españoles y después de que el almirantazgo británico le concediera la patente de corso, dejó la marina para navegar como capitán de un buque corsario.

20. Después de realizar numerosas capturas con un abundante botín, Ockham decidió que no quería compartir sus ganancias con la corona. En 1685 se dedicó al tráfico de esclavos, realizando travesías desde la Costa de Guinea, en África, hasta Guadalupe, en las islas de Barlovento. Después de dos años de viajes muy provechosos, Ockham fue atrapado dentro de un puerto por dos barcos de guerra. Ockham les distrajo incendiando su nave y escapó en un pequeño balandro. Antes de escapar, degolló a todos los esclavos que viajaban en cubierta. El resto de los cuatrocientos esclavos, encerrados en las bodegas, murieron en el incendio. Diversos documentos atribuyen el sobrenombre de «Red Ned» Ockham a este incidente.

30. Cinco de los hombres de Ockham fueron capturados y enviados a Londres, donde fueron ahorcados en el patíbulo de Wapping. Ockham consiguió huir al siniestro paraíso pirata de Port-Royal, en el Caribe, donde se unió a los Hermanos de la Costa en 1687. (
Cf. documento de Thalassa P6-B19-110292, Los tesoros de los piratas de Port-Royal.
)

40. En los diez años siguientes, Ockham se hizo famoso como el más despiadado, venal y ambicioso pirata que jamás había surcado los mares del Nuevo Mundo. Muchos de los típicos procedimientos piratas —como hacer caminar a los prisioneros por la planchada, o la bandera con las tibias y las calaveras, utilizados para aterrorizar a sus adversarios, así como el «rescate» (la captura y la posterior libertad de sus prisioneros civiles a cambio de fuertes sumas de dinero)— fueron creación de Ockham. Cuando atacaba barcos o ciudades, estaba siempre dispuesto a utilizar indiscriminadamente la tortura para averiguar dónde estaban escondidas las riquezas que buscaba. Ockham, un hombre impresionante tanto física como intelectualmente, fue uno de los pocos capitanes pirata que exigió —y le fue concedida— una participación mucho mayor en el producto de sus robos que la de su tripulación.

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