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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (17 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Le voila!
—se oyó la voz emocionada de Bonterre.

La imagen se movió a un lado y otro cuando la joven nadó hacia la grieta y disparó contra la roca un proyectil que llevaba adherida una boya inflable. La boya subió a la superficie y cuando Hatch miró por encima de la borda la vio flotar con su pequeña célula solar y su antena.

—¡Lugar señalizado! —dijo Bonterre—. Estoy preparando las cargas.

—Vea eso —susurró Rankin, y sus ojos fueron del vídeo al sonar y de vuelta al vídeo—. Hay una falla geológica con una estructura radial. Hicieron los túneles siguiendo las fracturas ya existentes en la roca. Aun así, es una construcción increíblemente avanzada para el siglo XVII…

—Tintura a cinco grados, a treinta metros de la playa —se oyó la voz de otro observador.

—¿Está seguro? —En la voz de Neidelman se mezclaban la incredulidad y el desconcierto—. Muy bien, tenemos un tercer túnel.
Naiad
, es todo suyo. Observadores, por favor, estén muy atentos por si el tinte se dispersa antes de que lleguemos.

—¡Más tintura! A 332 grados, a veintiún metros de la costa.

Y luego se oyó otra vez la primera voz:

—El tinte está apareciendo a ochenta y cinco grados. Repito, ochenta y cinco grados, a doce metros de la costa.

—Vamos a ocuparnos del túnel que está a 332 grados —dijo Neidelman con un extraño tono de voz—. ¿Cuántos túneles ha excavado este maldito arquitecto? Streeter, usted deberá atender a dos de ellos. Que los buceadores salgan lo antes posible. Por ahora solamente marque las salidas; pondremos el explosivo plástico más tarde. Sólo tenemos cinco minutos antes de que la tintura se disperse.

Bonterre y Scopatti subieron a bordo instantes después y Streeter, sin decir ni una palabra, giró el timón y salió disparado. Hatch veía ahora otra nube de tinte amarillo que hervía en la superficie. La motora describió un círculo y Bonterre y Scopatti se lanzaron al agua. Muy pronto vieron otra boya que salía a la superficie; los buceadores subieron a bordo y la
Naiad
se dirigió hacia el lugar donde estaba apareciendo la tercera nube de tintura. Bonterre y Scopatti volvieron a sumergirse y Hatch se concentró en la pantalla de vídeo.

Scopatti nadaba adelante, enfocado por la pequeña cámara de vídeo que Bonterre llevaba en la escafandra. El italiano era una figura espectral entre las nubes de tintura. Estaban a mayor profundidad que en las anteriores inmersiones. De repente, las abruptas rocas del fondo del arrecife se hicieron visibles, junto con una abertura rectangular, mucho más grande que las anteriores, de la que surgían las últimas nubéculas de tintura.

—¿Qué es esto? —oyó Hatch preguntar a la joven con tono perplejo—. ¡Sergio,
attends!

De repente, se oyó la voz de Wopner.

—Tengo un problema, capitán.

—¿Qué sucede? —preguntó Neidelman.

—No lo sé. Recibo mensajes de error, pero el sistema funciona normalmente.

—Pase al sistema de seguridad.

—Es lo que estoy haciendo, pero… Espere, ahora la bomba está… Oh, mierda.

—¿Qué pasa? —se oyó la voz cortante de Neidelman.

Y en ese mismo instante, Hatch advirtió que el zumbido de las bombas en la isla se volvía irregular, como si los aparatos comenzaran a fallar.

—Fallo del sistema —dijo Wopner.

De repente, el transmisor de Bonterre dejó oír un ruido raro. Hatch miró la pantalla de vídeo y vio que ya no había imagen.

No, no es que no funcione, la pantalla se ha oscurecido, pensó Hatch.

Después, la nieve comenzó a invadir la negra pantalla hasta que la señal se perdió en una tormenta de distorsiones electrónicas.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó Streeter apretando frenéticamente el botón intercomunicador—. ¿Me oye, Bonterre? No recibimos la transmisión. ¡Bonterre!

Scopatti salió a la superficie a tres metros de la motora y se arrancó el respirador de la boca.

—¡El túnel ha chupado a Bonterre! —gritó.

—¿Qué ha sido eso? —se oyó a Neidelman en la radio.

—Scopatti dice que Bonterre ha sido absorbida por… —comenzó a explicar Streeter.

—¡Maldito sea, que vaya a buscarla! —ordenó Neidelman con voz áspera.

—¡Es un suicidio! —chilló Scopatti—. Allí abajo hay una terrible corriente subterránea, y…

—¡Streeter, dele una cuerda salvavidas! —ordenó Neidelman—. Magnusen, olvídese de los ordenadores y ponga a funcionar las bombas manualmente. Cuando pararon se debe de haber producido una corriente en sentido contrario.

—Sí, señor —respondió Magnusen—. Volveremos a ponerlas en marcha a mano. Pero necesitaremos cinco minutos, como mínimo.

—Deprisa —la voz de Neidelman era imperiosa, pero tranquila—. Que sean tres minutos.

—Sí, señor.

—Wopner, ponga el sistema en línea.

—Capitán, los diagnósticos me informan que todo…

—Basta de hablar —lo cortó Neidelman—. Y empiece a reparar el fallo.

Scopatti se sujetó la cuerda salvavidas al cinturón y desapareció una vez más en el mar.

—Voy a mantener esta zona despejada —anunció Hatch mientras comenzaba a poner toallas sobre la cubierta para recibir a su potencial paciente.

Streeter, ayudado por Rankin, se ocupaba de la cuerda salvavidas. Hubo un tirón brusco, y luego la cuerda se mantuvo tensa.

—¿Cómo va eso, Streeter? —preguntó Neidelman.

—Scopatti va nadando en la corriente subterránea —anunció Streeter—. Lo siento en la cuerda.

Hatch miró la nieve en la pantalla del vídeo con una macabra sensación de
deja vu
. Era como si la joven hubiera desaparecido tan repentinamente como su…

Respiró hondo y apartó la mirada. No podía hacer nada hasta que la trajeran a la superficie. Nada.

Se oyó un ruido que venía de la isla. Eran las bombas, que comenzaban a funcionar.

—Buen trabajo —se oyó la voz de Neidelman en el intercomunicador.

—La cuerda se ha aflojado —dijo Streeter.

Después se hizo un silencio cargado de tensión. Hatch vio los últimos restos de tintura que salían del túnel. Y de repente, la pantalla del vídeo se puso otra vez negra, y después se oyó un jadeo en el altavoz. El negro de la pantalla comenzó a aclararse y al cabo de un instante, con gran alivio de Hatch, se vio un cuadrado verde de luz que se agrandaba: era la salida del túnel.


Merde
—se oyó decir a Bonterre en el instante en que era expulsada a través de la abertura por la acción de las bombas.

Unos segundos más tarde se vio un remolino en la superficie. Hatch y Rankin corrieron al costado de la motora y subieron a Bonterre a bordo. Scopatti subió tras ella y le quitó los tanques y la escafandra; Hatch tendió a la joven sobre las toallas.

El médico le abrió la boca e inspeccionó el paso del aire: estaba despejado. Después le bajó la cremallera del traje isotérmico y la auscultó con un estetoscopio. La joven respiraba normalmente, y no se oía ningún ruido que indicara la presencia de agua en los pulmones; su corazón latía regular y vigorosamente. Hatch advirtió un desgarrón en el traje que iba desde las costillas al estómago, y por donde se filtraba un poco de sangre.


Incroyable
—tosió Bonterre, e intentó sentarse. En la mano agitaba algo de color gris.

—¡Quédese quieta! —le ordenó Hatch.

—¡Esto es cemento! —dijo ella levantando la mano—. Cemento de trescientos años de antigüedad. Había una hilera de piedras en el arrecife…

Hatch le palpó la base del cráneo, buscando indicios de concusión o de lesiones en la columna vertebral. No había inflamaciones, cortes o dislocaciones.


Ça suffit
! —dijo la joven, volviendo la cabeza—. ¿Qué es usted, un frenólogo?

—¡Streeter, quiero información! —ordenó Neidelman por radio.

—Ya están a bordo, señor —dijo Streeter—. Bonterre parece encontrarse bien.

—¡Y me encontraría mejor, si no fuera por este médico entrometido! —protestó la joven e intentó ponerse de pie.

—Sólo un momento, que he de mirarle el estómago —dijo Hatch, reteniéndola con suavidad.

—Esas piedras parecían ser los cimientos de algo —continuó la joven, de espaldas sobre la cubierta—. ¿Lo has visto, Sergio? ¿Qué puede ser?

Hatch, con un solo movimiento, le bajó la cremallera hasta el ombligo.

—¡Eh! —protestó Bonterre.

Hatch no le hizo caso y revisó la herida. La muchacha tenía una fea raspadura entre las costillas, pero no parecía profunda.

—No es más que un rasguño —insistió Bonterre, estirando la cabeza para ver qué hacía Hatch.

Él retiró la mano del vientre de la joven; percibía en su propia entrepierna una agitación muy poco digna de un profesional.

—Puede que tenga razón —le respondió con más sarcasmo del que se había propuesto, mientras buscaba en su maletín una pomada con antibiótico—. La próxima vez, yo jugaré en el agua y usted hará de médico. Entretanto, le pondré un poco de esta pomada para prevenir una infección. Y esta vez se ha salvado por un pelo.

Hatch le cubrió la raspadura con la pomada.

—Eso escuece —dijo Bonterre.

Scopatti se había bajado el traje hasta la cintura y estaba de pie con los brazos cruzados, su piel morena relucía al sol, y en su rostro había una sonrisa amistosa. Rankin, a su lado, corpulento e hirsuto, contemplaba a Bonterre con un brillo inconfundible en los ojos.

Todo el mundo está enamorado de esta mujer, pensó Malin.

—He ido a parar a una gran caverna submarina —relató la joven—. No podía encontrar los muros, y por un instante he pensado que aquello era el fin.

—¿Una caverna? —preguntó Neidelman por la radio; sonaba poco convencido.


Mais oui
. Una gran caverna. Pero mi radio no funcionaba. ¿Cuál puede ser la razón?

—El túnel puede haber bloqueado la transmisión —dijo Neidelman.

—Pero ¿por qué hay esa corriente en dirección contraria? La marea ya se estaba retirando.

Hubo un breve silencio.

—No lo sé —se oyó por fin la voz de Neidelman—. Quizá lo descubriremos después de desagotar el Pozo de Agua y sus túneles. Cuando esté en condiciones, quiero un informe exhaustivo. Entretanto, será mejor que descanse.
Grampus
fuera,

—Los marcadores ya están colocados. Volvemos a la base —respondió Streeter.

Rugieron los motores y la embarcación se deslizó veloz sobre las suaves olas. Hatch cerró su maletín, tras guardar todo lo que había usado, y se dedicó a escuchar las conversaciones que se oían en la radio. Neidelman hablaba desde la
Grampus
con Isla Uno.

—Se lo estoy diciendo, tenemos aquí un cybergeist —decía la voz de Wopner—. Acabo de hacer un vaciado de la memoria ROM en Caribdis, y lo he comprobado con Escila. Todo está absolutamente liado. El condenado sistema está maldito, capitán. Ni siquiera un pirata informático podría reescribir la memoria ROM…

—No empiece a hablar de maldiciones —le interrumpió Neidelman con voz áspera.

Cuando se acercaban al muelle, Bonterre se quitó el traje isotérmico, lo guardó en un armario en cubierta, y miró a Hatch mientras se arreglaba el pelo.

—Ya ve, doctor, mi pesadilla se ha hecho realidad. Después de todo, he necesitado sus servicios.

—No ha sido nada —le respondió Hatch, y sintió que se ruborizaba.

—Ah, pero ha sido muy agradable.

16

Las ruinas del fuerte Blacklock se hallaban en un prado desde donde se veía la entrada al puerto de Stormhaven. El fuerte circular estaba rodeado por una amplia extensión verde donde crecían los pinos blancos. El prado descendía en suave pendiente hasta donde comenzaban las granjas de la zona, y los bosques de arces. Frente a las ruinas del fuerte habían montado una gran tienda amarilla y blanca, decorada con cintas y banderillas que se agitaban en la brisa. Encima de la tienda, un estandarte proclamaba, con grandes letras pintadas a mano: 71.ª FIESTA ANUAL DE LA LANGOSTA DE STORMHAVEN.

Hatch, un tanto inquieto, subió por la ladera de la colina. La fiesta de la langosta era la primera oportunidad que tenía de encontrarse con toda la ciudad, y no sabía cómo lo iban a recibir. Pero sí sabía cómo recibirían a los demás componentes de la expedición.

Aunque hacía poco más de una semana que los de Thalassa estaban en Stormhaven, el efecto de la compañía sobre la población ya era considerable. Los empleados habían alquilado casi todas las casas y habitaciones disponibles, pagando precios muy elevados. Y gracias a ellos el pequeño hotel del pueblo tenía el cartel de «completo». Los dos restaurantes, el Anchors Away y el Landing, se llenaban todas las noches. La gasolinera del muelle había triplicado sus ventas, y el supermercado de Bud —aunque él jamás lo reconocería— había aumentado sus ganancias al menos un cincuenta por ciento. La ciudad estaba tan contenta con los buscadores del tesoro de la isla Ragged que el alcalde había nombrado a la compañía Thalassa huésped de honor en la fiesta de la langosta. Y Neidelman —por sugerencia de Hatch— había ofrecido correr con la mitad de los gastos, lo cual había sido como la guinda del pastel.

Hatch ya podía ver la mesa de honor, ocupada por los ciudadanos más importantes y por la plana mayor de Thalassa. Detrás de la mesa habían erigido un pequeño podio e instalado un micrófono. Y en el salón se mezclaban los habitantes de la ciudad y los empleados de la compañía, que bebían cerveza y limonada, y hacían cola para recibir sus langostas.

Apenas entró, oyó una estridente voz nasal que le resultaba conocida. Kerry Wopner cargaba con un plato desechable lleno de comida; dos langostas, ensalada de patatas y una mazorca asada. En la otra mano llevaba una gran jarra de cerveza. El criptoanalista se movía con cuidado, esforzándose por mantener libre de salpicaduras de comida o de cerveza su habitual atuendo compuesto por camisa hawaiana, bermudas y calcetines blancos y zapatillas negras.

—¿Cómo se come esto? —le preguntó a voz en cuello a un desconcertado pescador de langostas.

—¿Qué dice? —El pescador inclinó la cabeza como si no lo hubiera oído bien.

—Donde yo vivo no hay langostas.

—¿No hay langostas? —repitió el hombre, como si aquello le resultara impensable.

—No, hombre. Yo soy de Brooklyn. También es parte de Estados Unidos, ¿sabe? Usted debería viajar un poco por su país. De todas formas, yo nunca he aprendido a comer estas cosas. —La voz de Wopner se oía en toda la tienda—. Quiero decir, ¿cómo se hace para abrir los caparazones?

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