El pozo de la muerte (28 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—¿Sólo algunos? —se burló Wopner.

—Y la conclusión es que cuando bajemos al pozo tendremos que llevar a Kerry con nosotros.

—¡Y una mierda! —protestó Wopner—. Ya le he dicho que la última pieza del dominó ha caído. Ya tengo el código, tiene que creerme. Escila acabará de descifrarlo en un par de horas.

—Si ha caído la última pieza del dominó, Christopher puede encargarse del resto —dijo Neidelman con tono un poco más cortante.

—Efectivamente —respondió St. John, sacando pecho—. Ahora sólo es cuestión de imprimirlo y comenzar a efectuar las sustituciones de letras.

Wopner los miró visiblemente descontento.

—La cuestión es dónde se le necesita más, Wopner —dijo Neidelman—. Y ahora le necesitamos en el Pozo de Agua. —Neidelman se dirigió a Hatch y le explicó—: Es fundamental que hoy se coloquen los sensores piezoeléctricos en el interior del pozo. Cuando estén conectados a la red informática, nos servirán como sistema de alarma en caso de que se produzca un debilitamiento de la estructura. Pero a Kerry le ha sido imposible calibrarlos desde aquí. Y eso quiere decir que, puesto que estos ordenadores no responden como es debido, tendrá que venir con nosotros y calibrarlos a mano, utilizando un ordenador portátil. Después puede transferir toda la información al ordenador central. Es un fastidio, pero no hay otra manera de hacerlo.

—¿Un fastidio? —dijo Wopner—. Yo diría que es como un maldito grano en el culo.

—Casi todos los del equipo darían la mitad de sus ganancias con tal de estar en la primera exploración.

—Todos, menos yo —murmuró Wopner mientras se apartaba de los demás. Bonterre rió.

Neidelman se dirigió al historiador.

—Dígale al doctor Hatch la frase que descifró de la segunda mitad del diario.

St. John, engreído, se aclaró la garganta antes de empezar a hablar.

—En verdad, no se trata de una frase —dijo—. Es más bien un fragmento de una frase más larga: «Vosotros que deseáis la llave del… (aquí hay una palabra no descifrada, y luego continúa): encontraréis el Pozo…»

Hatch miró estupefacto al capitán.

—Entonces hay una llave, o clave secreta, para acceder al Pozo de Agua.

Neidelman sonrió, frotándose las manos con ansiedad.

—Ya casi son las ocho —dijo—. Recojan sus cosas y nos pondremos en marcha.

Hatch fue a su consulta a buscar su maletín y se unió nuevamente al grupo cuando subían la cuesta en dirección a Orthanc.


Merde
, qué frío hace —dijo Bonterre echándose el aliento en las manos—. ¿Dónde se ha visto una mañana de verano como ésta?

—Es una mañana de verano de Maine —replicó Hatch—. Disfrútala. El aire te hará crecer pelo en el pecho.

—No lo necesito para nada,
monsieur le docteur
.

La joven corrió delante del grupo, tratando de entrar en calor, y Hatch se dio cuenta de que él también estaba temblando, no sabía si a causa del frío o por la emoción del próximo descenso al pozo. El borde irregular de un frente nuboso había comenzado a arrojar una larga sombra a través de la isla, seguido de cerca por masas de cúmulos.

Cuando Hatch llegó a la cima de la isla, vio que una maraña de cables multicolores surgía de los bajos de Orthanc y se hundía en la boca del Pozo de Agua. Claro que ahora ya no era más el Pozo de Agua: estaba vacío, era accesible y sus más íntimos secretos esperaban ser revelados.

Hatch se estremeció y siguió adelante. Desde su atalaya podía ver la media luna gris del dique, que describía un arco en el mar alrededor de la punta sur de la isla. Era una vista extraña. Del lado exterior del dique, se hallaba la azul inmensidad del océano, que se perdía entre las nieblas perpetuas que envolvían la isla. Del lado interior, el lecho pedregoso del mar estaba expuesto de una manera que era casi obscena, sembrado de pequeños charcos de agua estancada. En algunos lugares del lecho seco del mar se veían marcadores sobre las rocas, puestos allí para señalar las entradas de los túneles por donde penetraba el agua del mar al pozo. En la playa cercana al dique había varias pilas de chatarra herrumbrada, viejas maderas podridas por el agua y otros escombros que habían retirado de las profundidades del Pozo de Agua.

Streeter y su equipo estaban junto a la boca del pozo, poniendo unos cables y retirando otros. Hatch se acercó y vio que el extremo de una gran escalera asomaba a la superficie. Los largueros de los lados estaban hechos de gruesos y relucientes tubos de metal, con dos hileras de peldaños paralelos, cubiertos de goma, entre uno y otro raíl. Hatch sabía que los hombres habían trabajado casi toda la noche para montar y unir con pernos e introducir en el pozo las diferentes secciones de la escalera, esquivando obstáculos invisibles y los últimos restos de basuras que aún quedaban enganchados a las vigas del encofrado.

—Eso es lo que yo llamo una escalera alimentada con anabolizantes —dijo Hatch.

—Es más que una escalera —respondió Neidelman—. Es una poderosa estructura que, además, sirve de escalera. Los largueros laterales están hechos de una aleación de titanio. Serán la columna vertebral de la estructura de sostén del pozo. Construiremos un andamiaje de puntales de titanio que partirán de la escalera y reforzarán los muros y las vigas y mantendrán estable la estructura del pozo mientras excavamos. Y también le adosaremos un montacargas. Cada tubo lleva incorporados cables de fibra óptica, coaxial, y eléctricos, y cada peldaño tiene una luz. Cuando todo esté terminado, cada parte de la estructura será controlada mediante ordenadores, desde los servos hasta las cámaras del sistema de supervisión. Pero el amigo Wopner no ha conseguido hasta ahora conectar la estructura a la red, y no podemos controlarla a distancia. Por eso le hemos invitado a que nos acompañe. —Neidelman le dio unos golpecitos a la escalera con el pie—. Ha sido fabricada a medida para Thalassa, y ha costado cerca de doscientos mil dólares.

Wopner, que los había oído, se acercó muy sonriente.

—Capitán —dijo—, sé de un lugar donde también puede comprar unos bonitos inodoros por seiscientos dólares.

—Me alegro de que esté de mejor humor, señor Wopner —respondió Neidelman con una sonrisa—. Comencemos con los preparativos.

»La tarea más importante del día de hoy —comenzó Neidelman, dirigiéndose a todo el grupo— es sujetar estos sensores de sobrecarga piezoeléctricos a las vigas maestras y a los listones del encofrado.

Neidelman desenvolvió uno de los sensores y lo pasó para que lo vieran. Era una pequeña banda metálica, con un chip en el centro, cubierto por un plástico duro y transparente. En cada punta, y en ángulo recto, había dos chinchetas de casi dos centímetros de largo.

—No tienen más que clavarlos en la madera. El señor Wopner procederá a calibrarlos y los registrará en su ordenador portátil.

Mientras Neidelman hablaba, un técnico se acercó a Hatch y le ayudó a ponerse una especie de arnés. Después le dio un casco y le enseñó a utilizar el intercomunicador y la lámpara halógena. Y por último, le entregó una bolsa con los sensores piezoeléctricos.

Cuando Hatch estaba preparando su botiquín, vio que Neidelman le hacía un gesto para que se acercase a la escalera. Se adelantó, y el capitán habló por el micrófono que tenía en el casco.

—Magnusen, vuelva a dar la electricidad en la escalera.

Unas hileras de luces se encendieron a todo lo largo de la estructura, iluminando con una brillante luz amarilla el siniestro interior del Pozo de Agua. La triple fila de bombillas halógenas descendía a las profundidades de la tierra como un sendero al infierno.

Hatch podía ver el interior del pozo por primera vez. Era cuadrado, de unos tres metros de lado, y en cada uno de los cuatro lados era visible un encofrado de gruesos listones, ensamblados a las grandes vigas maestras de los ángulos. El agujero del pozo estaba atravesado, cada tres metros, por cuatro vigas más pequeñas que se cruzaban en el centro y que evidentemente sostenían las vigas mayores e impedían que se desmoronaran. Hatch se quedó impresionado por la estructura de la construcción: era como si Macallan hubiera construido el pozo para que durara un milenio, y no los pocos años que tardaría Ockham en venir a buscar su tesoro.

Hatch, contemplando las luces que se hundían en las tinieblas, se dio cuenta finalmente, con una extraña sensación en la boca del estómago, de lo profundo que era el Pozo de Agua. Las hileras paralelas de luces parecían encontrarse en un punto en la oscuridad, tan abajo que también los largueros de las escaleras parecían converger. El pozo parecía estar vivo, y se oían crujidos, ruido de gotas que caían, y hasta vagos suspiros y quejidos.

Se oyó el ruido de los truenos, y una repentina ráfaga de viento agitó las hierbas alrededor de la boca del pozo. Le siguió una espesa lluvia. Hatch permaneció donde estaba, protegido en parte por la voluminosa estructura de Orthanc. El joven pensó que dentro de unos minutos bajarían por la escalera hasta el fondo. Y una vez más, tuvo la extraña sensación de que todo era demasiado fácil. Luego comenzó a percibir el olor que exhalaba el pozo, una mezcla de agua de mar y de los gases que emitían los peces muertos y las algas podridas.

El cadáver de Johnny está allí, en ese laberinto de túneles, pensó Hatch.

Encontrar el cadáver de su hermano era algo que deseaba y al mismo tiempo temía con toda su alma.

Un técnico le dio un pequeño sensor que controlaba la densidad de los gases, y él se lo colgó del cuello.

—Recuerden que éste no es un paseo —les advirtió Neidelman—. Sólo se soltarán de la escalera cuando tengan que poner un sensor. Los colocaremos, los calibraremos, y saldremos de allí lo antes posible. Pero quiero que mientras estemos en el pozo observen muy atentamente el estado del encofrado, el tamaño y la cantidad de túneles, y todo lo que les parezca pertinente. El fondo del pozo aún está lleno de lodo, de modo que nos concentraremos en las paredes y las entradas de los túneles laterales. —Hizo una pausa para ajustarse el casco—. Muy bien. Pónganse las cuerdas salvavidas, y adelante.

Las cuerdas salvavidas iban sujetas a los arneses. Neidelman pasó revista a todos los miembros de la expedición, y comprobó que tuvieran bien ajustados los arneses.

—Me siento como un jodido empleado del servicio de reparaciones de la telefónica —se quejó Wopner.

El programador, además de la bolsa de sensores piezoeléctricos, llevaba dos ordenadores portátiles enganchados a la cintura.

—Pero Kerry, si es la primera vez que pareces un hombre hecho y derecho —se burló Bonterre.

Casi todos los empleados de Thalassa que aún estaban en la isla se habían reunido en la zona del pozo. Se oyeron algunos aplausos. Hatch miró las caras eufóricas de los que le rodeaban. Este era el momento crítico que todos —él incluido— habían esperado tanto. Bonterre sonreía de oreja a oreja, y Wopner, que finalmente parecía haberse contagiado de la emoción colectiva, se arregló el arnés con un gesto solemne.

Neidelman echó una última mirada alrededor y saludó con la mano a los hombres de Thalassa; después montó la escalera, sujetó su cuerda salvavidas a la barandilla, y comenzó a bajar.

29

Hatch fue el último en descender. Cuando lo hizo, los otros ya estaban unos seis metros debajo de él. Mientras descendían, peldaño a peldaño, las luces de sus cascos centelleaban en la oscuridad. Hatch tuvo una sensación de vértigo, y miró hacia arriba, agarrándose al peldaño superior. Sabía que la escalera era muy sólida.

Y aunque cayera, la cuerda salvavidas impediría que llegara muy lejos.

A medida que descendían, se hizo un extraño silencio entre los que estaban en el interior del pozo y también entre los miembros del equipo que supervisaban la operación desde Orthanc. Los crujidos incesantes del pozo llenaban el aire como si fueran el susurro de un invisible cardumen de criaturas marinas. Hatch pasó el primer grupo de bornes, tomacorrientes y poleas que había en la escalera cada cinco metros.

—¿Todos están bien? —se oyó la voz de Neidelman en el intercomunicador. Las respuestas afirmativas llegaron de una en una.

—¿Doctora Magnusen? —preguntó Neidelman.

—Instrumentos normales —llegó la voz desde el interior de Orthanc—. Luz verde en todos los paneles.

—¿Doctor Rankin?

—Todos los campos están inactivos. No hay señales de perturbaciones sísmicas o de anormalidades magnéticas.

—¿Señor Streeter?

—Todo correcto en la escalera metálica; sistemas en funcionamiento —fue la lacónica respuesta.

—Muy bien —dijo Neidelman—. Continuaremos descendiendo hasta la plataforma a quince metros de profundidad, colocaremos los sensores donde sea necesario, y haremos un alto para descansar. Tengan cuidado de que no se enganchen las cuerdas salvavidas en las vigas. Doctora Bonterre, doctor Hatch, señor Wopner, mantengan los ojos bien abiertos. Si ven algo extraño, me lo comunican de inmediato.

—¿Nos está tomando el pelo? ¡Aquí todo es extraño! —protestó Wopner.

Hatch se sentía como si se estuviera hundiendo en una profunda piscina de agua salobre. El aire era húmedo y frío, y olía a podrido. Cada vez que exhalaba, el aliento se condensaba en una nube de vapor suspendida en el aire ya muy saturado, y que no se dispersaba. Giró la cabeza para mirar a su alrededor, y la luz de su casco acompañó el movimiento. Ahora estaban en la zona del pozo que quedaba cubierta por el agua cuando la marea subía y bajaba dos veces por día. Le sorprendió ver la misma franja de vida animal que había observado tantas veces entre las rocas y en los charcos que formaba la marea al borde del mar: primero percebes, luego algas, después, mejillones y lapas, seguidos por una banda de estrellas de mar. Les seguían pepinos de mar, caracoles, erizos y anémonas. Cuando continuó descendiendo, pasó estratos de coral y algas marinas. Cientos de buccinos, adheridos a los muros y a las vigas esperaban en vano el retorno de las aguas. De vez en cuando uno de ellos se soltaba y caía al vacío.

Aunque habían removido una gran cantidad de escombros y de basura del pozo, aún quedaba bastante como para que el descenso pareciera una carrera de obstáculos. Habían introducido con gran pericia la estructura de escaleras a través de vigas podridas, marañas de alambres y piezas descartadas de perforadoras. El grupo se detuvo mientras Neidelman clavaba un sensor en una pequeña cavidad del muro. Esperaron a que Wopner lo calibrara, y Hatch sintió que en aquella atmósfera malsana su entusiasmo comenzaba a enfriarse. Se preguntó si sería un sentimiento compartido por los demás, o si era porque él trabajaba con el conocimiento de que en algún lugar de este frío y húmedo laberinto yacía el cadáver de su hermano.

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