—Se ha equivocado —dijo el hombre corpulento del traje gris corrigiendo a Ángela. Su inglés era fluido y su acento prácticamente perfecto—. Es del siglo I.
—¿Quién demonios son? —preguntó Bronson, mientras se reprendía a sí mismo en silencio por no haber comprobado si todas las puertas y ventanas estaban cerradas con llave.
De forma extraña, a juzgar por su apariencia, el hombre que sujetaba a Ángela podría haber sido banquero o un hombre de negocios, llevaba un traje impoluto, unos mocasines negros muy limpios, y el pelo corto y bien cuidado. Hasta que Bronson le miró a los ojos, claro, que eran negros, y tan fríos y vacíos como una tumba abierta.
A diferencia de su compañero, el hombre que sujetaba la pistola llevaba vaqueros y una chaqueta informal. Bronson imaginó que probablemente se tratara de los tipos que habían entrado en la casa, y que habían asesinado a Mark Hampton y a Jackie, y posiblemente también a Jeremy Goldman. La rabia se apoderó de él, pero sabía que debía permanecer centrado.
—Nuestra identidad carece de importancia —dijo el hombre más corpulento—. Llevamos buscando eso —señaló el pergamino que estaba sobre la mesa— mucho tiempo.
Sin soltar el brazo de Ángela, se dirigió a la mesa y cogió el pergamino mientras el segundo tipo apuntaba con su pistola a Bronson.
—¿Qué es tan importante de ese pergamino como para que mis dos amigos hayan tenido que morir? Imagino que los matasteis vosotros, ¿no es así? —Bronson cerró los puños, e hizo un esfuerzo por respirar pausada y profundamente. No se podía permitir que las cosas fueran mal.
El hombre que llevaba el traje inclinó la cabeza, reconociendo sus acusaciones.
—Personalmente, no fui el responsable —dijo él—, pero se cumplieron mis órdenes, sí.
—Pero, ¿por qué es tan importante ese antiguo pergamino? —dijo Bronson una vez más.
El hombre no contestó de inmediato, en su lugar apartó una de las sillas de la mesa del comedor y empujó a Ángela hacia ella.
—Siéntese —dijo con brusquedad, mientras observaba cómo ella obedecía.
Desenrolló un extremo del pergamino, echó un vistazo a los primeros renglones y asintió con satisfacción, luego se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Le voy a contestar a su pregunta, Bronson —dijo él—. Verá, ya sé quién es. Le voy a decir por qué merece la pena matar por este pergamino. Creo que ya sabe por qué estoy dispuesto a contárselo —añadió—. Hágase cargo de la situación.
Bronson asintió con la cabeza. Sabía exactamente por qué el italiano hablaba sin reparos, ninguno de los dos intrusos tenía la intención de dejarlos con vida cuando abandonaran la casa.
—¿Quiénes son estos tipos, Chris? —preguntó Ángela, y Bronson pudo notar que su voz era firme pero con un matiz de rabia. Podría perfectamente haber estado preguntando por la identidad de una pareja no invitada que se hubiese colado en su fiesta, y sintió un repentino arrebato de admiración por ella. Bronson se dirigió al hombre corpulento. —Díganos —dijo escuetamente.
El italiano sonrió, pero no había rastro de humor en sus ojos.
—Este pergamino fue escrito en el año sesenta y siete d. C., por órdenes explícitas del emperador Nerón, por un hombre que de forma rutinaria firmaba como «SQVET». Las personas que nos han contratado han estado buscándolo durante los últimos mil quinientos años.
Bronson miró a Ángela.
—¿Qué demonios quiere decir? —preguntó ella, con aspecto de estar impresionada.
El italiano negó con la cabeza.
—Ya he contado bastante. Lo único que les diré es que creemos que el pergamino contiene un secreto que la Iglesia prefería que permaneciese oculto. De hecho, sugiere que la religión cristiana al completo está basada en una mentira, por lo que quizá pueda imaginar cuál va a ser su futuro, ¿no es así?
—Ustedes, o el que los haya contratado, que imagino que será el Vaticano, lo destruirán con la mayor brevedad posible, ¿no? —sugirió Bronson.
—Evidentemente, eso no lo decido yo, pero imagino que harán lo que dice o lo ocultarán bajo llave en la Penitenciaria Apostólica por toda la eternidad.
Bronson había estado observando a los dos italianos atentamente. Había intentado que continuasen hablando, a fin de ganar tiempo mientras decidía cuál sería su siguiente movimiento.
El italiano corpulento retrocedió unos pasos en dirección a la puerta y miró a su compañero.
—Mátalos a los dos —dijo entre dientes—. Dispárale a Bronson primero.
Y ese era precisamente el momento que Bronson había estado esperando.
El segundo hombre giró la cabeza hacia el más corpulento mientras recibía sus órdenes, asintió con la cabeza, y entonces levantó su automática para apuntar a Bronson.
Pero Bronson ya estaba en movimiento. Había tenido la Browning Hi-Power a mano desde que salió de su casa en Inglaterra. Introdujo la mano debajo de la chaqueta, cogió la pistola de la cinturilla del pantalón, retiró el seguro y apuntó con el arma al italiano.
—Baje el arma —gritó, en un fluido italiano—. Si mueve la pistola un solo centímetro, le disparo.
Durante interminables segundos, nadie se movió.
—Usted elige —gritó Bronson, sin apartar la vista del arma que llevaba el tipo italiano—. Cojan el jodido pergamino y salgan de aquí, y todos saldremos ilesos. Intente hacer otra cosa, y al menos uno de ustedes morirá.
Pero aunque Bronson apuntaba con su pistola al tipo armado a unos cuatro metros de distancia, el hombre más corpulento del traje gris se movió con la velocidad y agilidad de un felino, agarró a Ángela del pelo, la levantó a la fuerza de la silla del comedor y se la colocó delante a modo de escudo.
—¡Chris! —gritó Ángela, pero no había nada que Bronson pudiera hacer por evitarlo. Si disparaba, era muy probable que la hiriera.
En cuestión de segundos, el hombretón italiano empujó a Ángela, que forcejeaba sin cesar, a través de la puerta.
Bronson se quedó frente a frente con el segundo tipo. Durante varios segundos, simplemente se miraron, luego el italiano masculló algo y movió su pistola. Bronson no tenía ninguna posibilidad, así que apuntó y apretó el gatillo. La Browning dio un culatazo en su mano, mientras la detonación del tiro resonaba en el confinado espacio, y la cartuchera salía disparada por la fuerza para caer a su derecha como un amasijo de latón.
El italiano gritó y cayó hacia atrás, y de repente el hombro comenzó a sangrarle. Intentó agarrarse la herida, y se le cayó la pistola al suelo.
Bronson avanzó a toda prisa y se hizo con el arma, que reconoció de inmediato como una Beretta de nueve milímetros, pero sin tan siquiera volver a mirar al hombre herido. Toda su atención se centraba en Ángela y en lo que estuviera pasando al otro lado de la puerta cerrada del comedor.
Su formación militar afloró. Abrir la puerta de un golpe y atravesarla sería lo último que haría si el hombre llevaba una pistola, ya que se convertiría en una presa fácil, entrampado en la entrada, lo que no serviría de ayuda a Ángela.
Avanzó lentamente, agazapado junto al muro de piedra situado junto a la puerta, y giró el picaporte. A través del hueco, pudo ver entonces la sala de estar. El corpulento italiano no lo estaba esperando, se encontraba en la puerta más lejana, la que conducía al vestíbulo, rodeando con su robusto brazo el cuello de Ángela, mientras la arrastraba por el suelo.
Bronson abrió la puerta de un golpe, se introdujo en la habitación, apuntó a toda prisa y efectuó un único disparo que impactó en la pared de piedra cercana a la puerta del vestíbulo. El italiano se dio la vuelta, con una expresión de confusión y casi de miedo en el rostro, y en ese momento Ángela entró en acción.
Cuando el hombre se detuvo, ella levantó la pierna derecha y golpeó con su zapato la espinilla izquierda del italiano, y luego le hincó el tacón con todas sus fuerzas en el empeine.
El italiano bramaba de dolor mientras se tambaleaba hacia atrás, soltando el cuello de Ángela mientras lo hacía. Ella se tiró a un lado, para salir de la línea de fuego de Bronson, mientras el italiano se dirigía a la puerta cojeando.
Bronson apuntó directamente al italiano, pero este logró escabullirse en dirección al vestíbulo, y segundos más tarde Bronson oyó como se cerraba de un portazo la puerta principal. Corrió hacia la ventana y miró para ver como el hombre se alejaba corriendo de la casa, con una cojera ahora menos pronunciada.
Bronson volvió a reunirse con Ángela.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ángela tenía el cabello alborotado y el rostro enrojecido por el esfuerzo, pero asintió con la cabeza.
—Gracias, Dios mío, por el aeróbic y por mis Manolo Blanik —dijo ella—. Siempre me han gustado estos zapatos. ¿Qué ha pasado con el otro?
—Lo he herido en el hombro —dijo Bronson—. Está en el comedor, llenando el suelo de sangre.
—Iban a matarnos, ¿verdad? Por eso has desenfundado la pistola.
—Sí, y todavía no estamos a salvo. Tenemos que salir de aquí cuanto antes, por si ese hombretón hijo de puta decide volver con refuerzos.
—¿Y qué hacemos con él? —dijo Ángela, señalando hacia la puerta del comedor, desde el que se podían oír gemidos y aullidos de dolor—. Deberíamos llevarlo a un hospital.
—Iba a matarnos, Ángela. No me importa en absoluto que viva o muera.
—No puedes dejarlo ahí. Eso es inhumano. Tenemos que hacer algo.
Bronson volvió a mirar hacia el comedor.
—De acuerdo. Sube arriba y recoge todas tus cosas, yo veré lo que puedo hacer.
Ángela lo miró fijamente.
—No lo mates —le ordenó.
—No iba a hacerlo.
Bronson fue al baño de la planta de abajo, buscó un par de toallas y volvió al comedor, con la Browning Hi-Power preparada delante de él. Pero la pistola era innecesaria, el italiano estaba tendido en el suelo gimiendo en medio de un charco de sangre, mientras intentaba con su mano derecha cortar la hemorragia de la herida de bala que tenía en el hombro.
Bronson colocó las pistolas sobre la mesa, fuera de su alcance, y luego se agachó para ayudar al herido a sentarse. Le quitó su ligera chaqueta y la funda de pistola que le colgaba del hombro. Luego plegó una de las toallas y la colocó sobre el orificio de salida, y lo volvió a tumbar, para que el peso de su cuerpo ayudara a reducir la pérdida de sangre.
—Agarre esto —dijo Bronson en italiano, y empezó a presionar la sanguinolenta mano derecha del italiano contra la otra toalla, que estaba colocada en el orificio de entrada.
—Gracias —dijo el italiano, jadeando de dolor—, pero necesito un hospital.
—Lo sé —contestó Bronson—. Llamaré en un minuto. Pero necesito primero que me conteste a una serie de preguntas, y cuanto antes lo haga, antes realizaré la llamada. ¿Quién es usted?, ¿para quién trabaja?, y, ¿quién es su amigo el gordo?
Un atisbo de sonrisa cruzó el rostro del herido.
—Su nombre es Gregori Mandino, y es el capofamiglia (el líder) de la Cosa Nostra de Roma.
—¿La mafia?
—Nombre equivocado, organización correcta. Yo soy simplemente uno de sus picciotti, un soldado —dijo el hombre—, uno de los guardaespaldas del capo. Hago lo que se me dice, y acudo adonde me necesitan. No tengo ni idea de por qué estoy aquí. —Lo dijo con tal convicción que Bronson prácticamente lo creyó—. Pero, permítame darle un consejo, inglés. Mandino es despiadado, y su ayudante aun peor.
»Yo en su lugar, me iría de aquí lo antes posible, y no volvería a Italia. Nunca. La Cosa Nostra tiene muy buena memoria.
—Pero, ¿por qué a alguien como a Mandino le preocupa un antiguo pergamino de hace aproximadamente dos mil años? —preguntó Bronson.
—Ya se lo he dicho, no tengo ni idea.
«Saber lo justo» era un concepto con el que Bronson se encontraba muy familiarizado, debido a su paso por el ejército, y supuso que probablemente una organización criminal como la mafia funcionaría de forma similar. Era muy probable que el herido no tuviera ni idea de lo que estaba ocurriendo, y que hubiera sido contratado por su habilidad con las armas (aunque en esta ocasión no había sido lo suficientemente bueno), por lo que solo le habrían informado de lo necesario para llevar a cabo las misiones que se le asignaran.
—De acuerdo —dijo Bronson—. Voy a llamar.
Rebuscó a toda prisa en la chaqueta del hombre, encontró un puñado de cartuchos de nueve milímetros y los sacó. Luego registró el suelo, encontró la cartuchera de la Browning y la cogió. La bala que había alcanzado al italiano le había atravesado el hombro y se había empotrado en el borde del marco de la puerta, pero la extrajo rápidamente con uno de los destornilladores que había utilizado para levantar el panel, y eso es todo lo que pudo hacer para eliminar las pruebas forenses.
Por último, cogió la funda y las dos pistolas, y en el último momento decidió coger también el skyphos, y salió de la habitación. Ángela lo estaba esperando en el vestíbulo, con sus dos bolsas junto a sus pies.
—He intentando detener la hemorragia con un par de toallas —explicó Bronson—, y voy a llamar ahora mismo al servicio de emergencia. Tú vete al coche.
Quince minutos después estaban en la Espace, cuya parte trasera estaba ahora vacía ya que Bronson había tirado bruscamente la bañera y el resto de las cajas junto al garaje de los Hampton, y se dirigían al este, tras abandonar la casa.
Bronson conducía la Renault por la carretera y miró a Ángela.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Estoy furiosa —dijo bruscamente, y Bronson cayó en la cuenta de que el temblor que había interpretado como producto del estado de la impresión o del miedo en realidad estaba producido por una inmensa rabia. Le salía la furia por cada uno de sus poros.
—Ya lo sé —dijo Bronson, con un tono de voz deliberadamente tranquilo y sosegado—, es una pena que no hayamos tenido la oportunidad de examinar el pergamino, pero al menos seguimos con vida, que es lo más importante.
—No es solo eso —replicó Ángela—. Estaba muerta de miedo en la casa, ¿sabes una cosa? No había visto en mi vida una pistola de verdad hasta que tú me enseñaste esa en Inglaterra, y pocas horas después me encuentro atrapada en medio de un tiroteo, con un delincuente italiano y gordo arrastrándome del cuello. Eso ya es lo suficientemente horrible, pero, para colmo, cuando por fin logramos descifrar la inscripción y encontrar la reliquia, aparecen esos dos hijos de puta y nos la quitan. ¡Después de todo lo que hemos pasado! Me jode, la verdad.